Resistencia en cuarentena

29 de mayo, 2020 | 18.52

El jueves y después de casi 70 días salí a caminar un rato por la vereda, en mi barrio, que está a menos de cien metros del río Negro y es una maravilla verde. Los lapachos e ibirá-pytás de hasta 30 metros de altura miran hacia el Parque 2 de Febrero del otro lado del río y, mucho más allá, en el centro de la ciudad, se perfilan decenas de edificios, altos como las coimas que uno supone se pagaron hace años por las exenciones municipales para construir allí. 

De este lado del Negro hay algo así como otra ciudad, una donde empieza la pobreza más o menos digna a los costados de la avenida Sabin, pero que se va degradando a los lados hasta la miseria indignante que se extiende hacia lo que se llama La Isla, que en realidad es un conglomerado ribereño donde se hacinan miles de personas en condiciones iguales o inferiores a las de cualquier villa porteña o bonaerense. 

Barbijo en boca y en la verde soledad de mi vereda, atento a la gloria de escuchar a miles de pitogüés, cotorras y gorriones¬ cantando como en la fiesta que es para ellos la vida, pensé en el curioso nombre de éste que era un pueblo amable cuando nací, en plena prosperidad peronista, y que hoy es un áspero conglomerado de cinco municipios, popular y gorila como en cualquier capital provinciana.

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Por alguna nostalgia inexplicable reflexioné que Resistencia, como acción y efecto del verbo resistir, es un vocablo que sólo aquí se usa como sustantivo para nombrar una ciudad. Porque en el uso castellano más frecuente suele ir antecedido del artículo “la”, que denota oposición, sea al paso de una corriente eléctrica, a una invasión territorial o a un sistema político autoritario. Y también es palabra que en psicología refiere a la renuencia del paciente a reconocer impulsos, conductas o motivaciones.

Recordé entonces la etimología que contaba mi viejo, que era socialista, gorila y solemne como directora de escuela de las de antes. Decía él que el nombre original había sido San Fernando de la Resistencia, en alusión a los ataques indígenas contra los italianos del Friuli que llegaron estas veras del río Negro, seguramente engañados en Buenos Aires pues, procedentes de los Alpes, se los indujo a asentarse en una tierra tropical y caliente como el quinto círculo del infierno de Dante.

Y se reía, apantallándose con uno de los abanicos de mi vieja, que como buena mezcla de vasca con tehuelche del oeste bonaerense se quejaba todo el tiempo del calor para disimular que moría de amor por ese tano achaqueñado que viajaba de lunes a viernes a las selvas para vender galletitas, agua mineral y vinos a los almaceneros turcos, gallegos, judíos y polacos que fueron pioneros del comercio en el Chaco antes de que llegaran rusos, búlgaros, ucranianos, checos, balcánicos, montenegrinos y otros inmigrantes post-revolución rusa del año 17.

Capaz que es la pandemia la que produce estos pensamientos cuando uno camina al azar y en soledad los pocos metros de una vereda. O quizá es la cuarentena, tiempo de conversaciones digitales que son como charlas de plástico, o sea de segunda, frágiles y quebradizas, y que de puro miedo te lleva a aislarte y a formas no vergonzantes de la resignación.  

Dicen que la tos seca, la fiebre y la dificultad para tragar son los síntomas de la peste. Y ha de ser, como son las lecturas las que llevan a meditaciones como ésta. Al menos a los que somos animales de lectura, hoy en plena reproducción como si la cuarentena fuese a la vez estímulo para pensar, imaginar y soñar mientras pasa el tiempo que marcan Alberto, Ginés y la gente sabia del Conicet, y aquí "El Coqui". Tiempo tremendo, porque la hasta ahora peor peste del milenio mata en mucha mayor proporción a l@s desheredados, verbigracia l@s sin trabajo o sea l@s pobres, negros y hambrientos de las villas, sean del conurbano bonaerense o de La Isla.

La tasa de mortalidad del coronavirus en todo el país es de unos 11 casos por cada millón de habitantes. Ayer viernes, en el Chaco, la tasa fue de 40 por millón. Y los más afectados, obvio, fueron esos barrios donde campea la miseria. Si aquí nomás la peste mató esta semana a dos veteranos coreutas del Coro Chelaalapi, de la comunidad Qom, que hace unos años empezó a cantar en su lengua el Himno Nacional Argentino.

Y de pronto se acercan 15 o 20 coches, la mayoría de marcas carísimas, tocando bocina y haciendo flamear banderas. Entro a casa para darles la espalda. Son los idiotas que protestan contra la cuarentena sin darse cuenta de que el problema no es la cuarentena, sino la pandemia y la desigualdad. Hay que ser pavos. O cretinos. @

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