Nuevas encrucijadas de la economía en tiempos de guerras

05 de marzo, 2022 | 20.12

  Se puede acordar o no con el estilo del Presidente, lo que no se puede es hacerse los distraídos. Vale recordar que cuando Cristina Kirchner optó por Alberto Fernández para encabezar la fórmula presidencial estaba eligiendo dos cosas. Primero a alguien que claramente no sería su “títere”, como desde el minuto cero comenzó a soñarlo la siempre encendida oposición mediática. La insubordinación a Cristina era una cualidad que Fernández había demostrado en reiteradas oportunidades batallando junto a Sergio Massa, primero, y Florencio Randazzo, después. En segundo lugar, la elección definió también un muy probable estilo de gobierno. Fernández siempre fue ante todo un armador político y un componedor. Un abogado porteño, profesor de la facultad de Derecho de la UBA, legalista y respetuoso de los rituales republicanos. Para sus detractores, se trataba del más radical de los peronistas, algo que el propio Fernández decidió cultivar a través de su permanente reconocimiento a la figura de Raúl Alfonsín. Dicho de otra manera, Cristina no invitó a encabezar la fórmula a un recién llegado ni a un desconocido, sino a alguien con características propias y conocidas. La elección no entrañaba el inicio de tiempos de incertidumbre. Nadie tiene la bola de cristal, pero el estilo de gobierno que tendría el naciente Frente de Todos era más que predecible: más consensual que imperativo, más componedor que “confrontativo”.

  Si bien en 2019 la sociedad estaba desesperada por desembarazarse de la tragedia económica de Mauricio Macri antes que preocupada por las formas de los liderazgos, las formas, las características de Fernández, fueron necesarias para consolidar la unidad de la fuerza propia. En el presente, en cambio, se reclama que estas mismas formas podrían funcionar como una limitación debido a que el Presidente conduce una fuerza heterogénea en la que convive una pluralidad ideológica. ¿Les suena? Se llama peronismo, la heterogeneidad no es nueva. Sin embargo, esta diversidad siempre demandó estilos de conducción más verticales para que la tropa no se desordene. De esto se habla aquí, de conducción y de tropa propia, temas para nada cómodos.

  El debate es apremiante porque a partir de la renuncia de Máximo Kirchner en desacuerdo con el arreglo con el FMI se profundizó, en una parte de la coalición, un antialbertismo políticamente suicida. El antialbertismo interno no es nuevo, comenzó a insinuarse a partir del caso Vicentin, pero la salida de Máximo lo profundizó. En el micromundo de las redes sociales se expresa en cuentas que serían de “compañeros”, pero que critican al Presidente 24 horas al día, siete días a la semana, construyendo una imagen del primer mandatario absolutamente funcional a la visión que desde 2019 intenta construir la oposición, una actitud totalmente orgánica con una derrota del oficialismo en 2023.

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  En estos nuevos polos internos se encontraría, de un lado, la opción “soberanista” contraria al acuerdo con el FMI, al parecer impulsada por “la militancia” y, del otro, el ala acuerdista representada por “los funcionarios”. La polarización parece ridícula, pero es lo que se dice y escribe. ¿Alguien puede creer que a los llamados albertistas, “los funcionarios”, les gusta tener que hacer un acuerdo con el FMI que restringe los grados de libertad de la política económica? ¿Hay que recordar que en diciembre de 2019 el FMI ya estaba aquí? Aunque a la memoria híper corta de la prensa hegemónica y sus consumidores no le cuadre, al FMI lo trajo el macrismo en 2018, luego de agotar en tan sólo dos años el financiamiento de los mercados voluntarios. También que la plataforma electoral del Frente de Todos incluía la renegociación de las deudas con privados y organismos. Los objetivos trazados, siempre para quienes no los recuerden, eran quitas y plazos de gracia en los pagos, no rupturas. Precisamente lo que se logró, lo que incluye también un proyecto de Acuerdo de Facilidades Extendidas con el FMI de características inéditas, lo que quiere decir “sin reformas estructurales”. Claro que no es un mundo ideal, pero es lo que hay. La deuda no la contrajo el Frente de Todos, al Frente sólo le toca resolver el problema. Y el peronismo no vota lo mismo que el trotskismo. 

  No se trata de afirmar que no hay alternativas, sino que en el presente la opción rupturista no es viable para una economía sin reservas de divisas y sin una cohesión más fuerte de las fuerzas políticas. Las denuncias en tribunales internacionales, como el de La Haya, solo representarían algún tipo de condena moral, pero de ninguna manera resuelven la cuestión de fondo, que es contante y sonante. Nótese que desde que se anunció el acuerdo con el FMI la cotización del dólar paralelo retrocedió más del 15 por ciento. Decir que la deuda se debe pagar con tal o cual dinero, el de la oligarquía o el de los más ricos, no resuelve el dato de la existencia de la deuda, a lo sumo es un debate válido de política distributiva interna. La economía local necesita terminar de despejar el horizonte cercano de vencimientos de deuda en moneda extranjera y comenzar a acumular reservas para poder iniciar el proceso de estabilización macro que postergó la pandemia. Para eso sirve acordar.

  Sin embargo, también debe entenderse que con la guerra en Ucrania el acuerdo con el Fondo, hasta ayer una cuestión central, pasó a un relativo segundo plano. La disparada de los precios de los principales productos de exportación, como cereales, oleaginosas y metales, pero también de muchos importados, como combustibles y fertilizantes, provocarán un efecto inflacionario muy potente que deberá ser contrarrestado por la política económica.

  El cóctel del presente rebosa de complejidades. Resulta indispensable frenar la inflación, pero son muchos los datos de contexto que juegan en contra. Si bien el acuerdo con el FMI significa reacomodar precios básicos, se proyectaba que tanto las tarifas como el tipo de cambio correrían por detrás de la inflación. El efecto precios internacionales, en cambio, pasó a ocupar ahora el primer plano.

  La idea de recurrir a fideicomisos para desacoplar los precios locales podía ser una opción quizá viable antes de la guerra. Pero desde el inicio de la conflagración el trigo, por tomar un solo ejemplo, aumentó más del 50 por ciento y se desconoce su techo. Para el gobierno se trata de una verdadera encrucijada, más temprano que tarde deberá elegir entre pelearse con el sector agropecuario por la necesidad apremiante de establecer retenciones móviles, algo que no está en su ADN, o pelearse con su electorado, que es el que cada vez podrá comprar menos alimentos si no aparece una intervención más decidida.

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