Es visible, desde un comienzo, la voluntad del Frente de Todos por lograr un acuerdo social para sustentar un proceso de recuperación económica y ordenamiento político del país. La primera en plantearlo fue la vicepresidenta, antes de nominar a Alberto Fernández como candidato, cuando propuso la necesidad de un nuevo contrato social. Luego, en el célebre video del 18 de mayo de 2019, Cristina decía: “Esta fórmula que proponemos es la que mejor expresa lo que en este momento en la Argentina se necesita para convocar a los más amplios sectores sociales y políticos, y económicos también. No solo para ganar una elección, sino para gobernar”. Por eso, podemos pensar que el Frente de Todos nació como coalición política con el objetivo de lograr un pacto social. O que la estrategia de construirlo sustentó la apuesta política. En otras palabras, no es una iniciativa de un Alberto “moderado” en contra de los deseos de una Cristina “chavista”, sino una premisa del Frente de Todos.
Después de un inicio en el que no se pudieron dar pasos significativos, rápidamente arribó la pandemia y la agenda del acuerdo social debió posponerse. En las últimas semanas, sin embargo, se vieron algunos indicios de avance. Al menos tres hechos puntuales hablan de ello: la visita a Olivos de Eduardo Duhalde y José Ignacio de Mendiguren, constructores del último gran acuerdo social del país en 2002; una reunión privada entre cinco de los principales apellidos empresarios del país –Bulgheroni, Brito, Mindlin, Acevedo y Dragonetti- y tres de los principales dirigentes del Frente de Todos –Máximo Kirchner, Massa y De Pedro-; y finalmente la participación del presidente en la inauguración de una central termoeléctrica con elogios hacia su dueño, Marcelo Mindlin. Estos tres episodios prepararon lo que fue la primera muestra contundente de un avance en esta estrategia. En efecto, el acto oficial por el 9 de julio encontró junto al presidente y a los gobernadores del país, a la plana mayor de la CGT y a los integrantes del grupo de los seis: Miguel Acevedo (UIA), Adelmo Gabbi (BCBA), Jorge Di Fiori (CAC), Javier Bolzico (ADEBA), Néstor Szcsech (CAMARCO) y Daniel Pelegrina (SRA).
Del dicho al hecho, por supuesto, hay un largo trecho. En primer lugar porque es preciso verificar la voluntad de los sectores económicos dominantes por firmar un acuerdo de este tipo. O, dicho de otra manera, las condiciones en las que estarían dispuestos a hacerlo. No sería ésta la primera vez en la historia argentina en la que se observe la intransigencia de los grupos más poderosos, para los que no parece haber motivos para ceder ni siquiera una pequeña porción de sus privilegios, si pueden continuar gozando de ellos por entero. En efecto, como suele repetir Juan Grabois, para lograr este tipo de pactos es preciso que el gran empresariado perciba el temor a una pérdida potencial mucho más grande para que acepte pequeñas concesiones. El rechazo ante el célebre discurso de Perón en la Bolsa de Comercio, en 1944, quedó en la historia como expresión de la falta de visión política y de conciencia nacional del empresariado argentino. Ahora bien, ¿hubiera sido posible la construcción del Estado de bienestar justicialista sin “la amenaza del comunismo”? ¿Qué factor podría cumplir en la actualidad ese papel de contrapeso histórico? Quizás en ese juego del palo y la zanahoria se explica también el rol de Cristina, quien se adjudicó a sí misma un papel de retaguardia estratégica y custodia ideológica en el diseño del Frente de Todos, mientras Alberto, Máximo y Massa resuelven el día a día de la gestión. La reivindicación de la vicepresidenta, vía twitter, de la tesis de Alfredo Zaiat sobre el rol regresivo para el desarrollo nacional de los mayores grupos económicos, puede producir efectos como parte de esas negociaciones, como recordatorio para las grandes riquezas del país de que sus rechazos son los que históricamente atizaron los avances de los sectores populares, ante la falta de otras alternativas viables.
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Pero no conviene adelantarse. Visto que parece haber disposición empresarial, al menos para iniciar un diálogo con el gobierno, descartemos por el momento la posibilidad de un rechazo a priori del intento de acuerdo. En este sentido, los términos en que se negocia este pacto económico y social conforman una de las claves políticas de la “reconstrucción” del país tras el azote combinado de la “macrisis” y la “coronacrisis”. Para analizarlos, hay que tener en cuenta que, desde 2019, el mapa partidario no coincide con el de las alternativas para el país. Esto porque si bien visibiliza la propuesta neoliberal que representa Cambiemos, al mismo tiempo oscurece que al interior del Frente de Todos no hay una mirada unánime sino que convive una amplia gama de visiones, que pueden ser agrupadas en dos grandes opciones.
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En otras palabras, la oposición entre producción y especulación ordena la realidad y resulta central, pero a la vez oculta un debate dentro del primero de los términos. Este debate puede exponerse de maneras diversas, de acuerdo a donde se pone el énfasis entre una serie de alternativas (por supuesto, no excluyentes): inversión o consumo, salarios o rentabilidad, mercado interno o exportaciones, intervención del Estado o reconstrucción de la “burguesía nacional”, gasto público o restricción fiscal, entre otras. En términos históricos no es una novedad: son tradicionales dentro del campo nacional las divergencias entre posiciones desarrollistas y otras nacional-populares. Las propuestas que la UIA presentó al gobierno, por caso, representan una de estas posiciones; los que se presentaron desde la UTEP, la CTA o la Corriente Federal de la CGT, en contrapartida, representan la otra.
A la hora de imaginar escenarios, pueden postularse dos tipos de resultados alternativos de la firma de un acuerdo social, tomando como criterio la distribución del ingreso. Por un lado, una salida “duhaldista” implicaría un escenario donde se impongan en buena medida las presiones de los grupos económicos más concentrados y del FMI, ante un gobierno asediado por una situación económica cada vez más difícil. Por otro lado, una salida “kirchnerista” correspondería, en cambio, a una negociación “con la gente adentro”, que recompusiera a corto o mediano plazo los ingresos de los sectores populares, si no al nivel de 2015, sí al menos de forma significativa, a costa de reducir los márgenes de rentabilidad de algunas actividades económicas: financieras, servicios públicos, agropecuarias, etc., que serían las (relativamente) perjudicadas. En el medio entre esos dos tipos de escenarios extremos, resulta más realista imaginar múltiples grises, incluso dinámicos ante las posibilidades de cada momento. Sin embargo, a diferencia del período entre 2003 y 2008, resulta difícil proyectar un escenario donde todos ganen, lo cual dificulta las condiciones para acordar, sobre todo por los pronósticos altamente negativos de la situación internacional.
Finalmente, si las disputas al interior del Frente de Todos son el terreno donde se juega el rumbo del país, ¿qué papel tiene, entonces, la oposición? Una primera mirada puede advertir la voluntad de la fracción intransigente de la oposición, de corte bolsonarista, de boicotear cualquier tipo de acuerdo. Es el sector irreductiblemente neoliberal. Tiene una base social movilizada, fuerza mediática y capacidad de daño, a diferencia de 2002, cuando había quedado dispersada y derrotada. Dicho de otra forma, a diferencia de lo que sucedía en los años 70, la oposición al pacto social es fundamentalmente una derecha que reivindica la ley de la selva.
Sin embargo, para una segunda mirada complementaria, la presencia de este sector opositor activo puede ser utilizada, al interior de las negociaciones del acuerdo social, como una forma de vetar las opciones más claramente identificadas con los sectores populares. Es decir, la oposición mantiene un doble juego: por un lado presiona en contra y por afuera del acuerdo social, por otro lado puede tener impactos por adentro, como mostró el caso Vicentin. En este sentido, queda en el aire, esperando condiciones propicias, la pregunta por la movilización de los sectores populares, como forma de presionar en sentido inverso.