En el mundo globalizado, cualquier guerra que involucre a algún país integrante del G20 puede catalogarse de guerra mundial.
Con un epicentro, un núcleo incandescente, que irradia su temperatura hacia el conjunto del sistema de relaciones económicas y políticas del planeta.
Un misil arrojado sobre Kiev, de algún modo u otro, también produce sus efectos en el horno de una panadería de Lanús.
Aprendimos con el virus del Covid que la ciudad china de Wuhan está a solo cuatro meses de distancia de la Argentina, aunque en cualquier planisferio son 23 mil imposibles kilómetros los que separan el punto cero de la pandemia, por ejemplo, de Tierra del Fuego, donde murieron hasta ahora 525 personas contagiadas.
Por lejano que se encuentre, es verdad, ya nada nos resulta extraño.
Las cosas se vuelven menos ajenas en un mundo preparado por el capitalismo financiero para conectarse y acelerar los procesos de intercambio a través de ondas que viajan a la velocidad de la luz, desde dispositivos relativamente accesibles en dólares como un teléfono o una tablet.
En 2022, una contienda nuclear solo garantiza un exterminio mutuo, simultáneo entre los países en conflicto.
Un ataque sorpresivo, letal y definitorio, al estilo de las bombas arrojadas sobre la población civil de Nagasaki e Hiroshima por los Estados Unidos en 1945, hoy sería una desconexión que le impidiera a uno de los países recibir o colocar fondos por sus servicios o mercaderías.
Quedaría convertido de manera automática en un paria del mercado global.
El código SWIFT (Sociedad para las Comunicaciones Interbancarias y Financieras Mundiales, en la traducción al español) es una clave alfanumérica que se utiliza para identificar el banco de destino de una transferencia de dinero de un país a otro.
Lo utilizan unas 11 mil entidades, en más de 200 países, que forman una única red de pagos y cobros planetarios. No tiene competencia. Por lo tanto, no existe alternativa.
Hoy el Enola Gay es una computadora. Un click. Un enter y al demonio con todo.
En la guerra actual, el verdadero botón rojo es el que provoca la desafectación inmediata de un país -sus bancos y empresas- a esa red.
Cuestión que fue barajada como posible por los Estados Unidos entre las sanciones aplicables a Rusia por su avance contra Ucrania.
La propuesta fue rechazada por Alemania e Italia, entre otros países de la UE, porque sus economías dependen de Moscú, sobre todo, de su energía, gas y petróleo para hogares e industrias.
Increíblemente, este es un caso donde el “libre comercio” perjudica la doctrina clásica militar que ordena la guerra con un objetivo excluyente: aniquilar lo más rápido que se pueda la voluntad de pelea del enemigo.
Menos popular que hace una década, ¿cuánto tiempo podría aguantar Vladimir Putin en el poder si de la noche a la mañana su economía fuera desactivada del orden económico global?
¿Y cuánto, acaso, los líderes de Alemania e Italia si su mayor proveedor de energía no pudiera abastecerlos?
Por eso son varios los analistas que repiten que es un error pensar el mundo de hoy con los criterios de la Guerra Fría.
Esta era es la del multilateralismo, novedad geopolítica que Estados Unidos se resiste a aceptar, porque sería asumir su declinación como potencia hegemónica.
Curioso momento de la historia en el que la República Popular China, gobernada por el Partido Comunista fundado por Mao, denuncia a Estados Unidos ante la Organización Mundial del Comercio (OCDE) por “proteccionista”.
Volviendo a la guerra en Ucrania, es verdad que hay máxima tensión. Esto que está ocurriendo es un suceso extraordinario. Involucra a una potencia con arsenal atómico, y que no le teme a la OTAN.
Algunos dicen que es el conflicto fundante de un nuevo orden internacional. Con nuevos jugadores, Rusia y China, sentados a la mesa de las decisiones que realmente valen, que ahora sería redonda.
Otros son más pesimistas y vaticinan algo así como el Apocalipsis o las mil plagas juntas.
En principio, la Argentina se beneficia porque los commodities (soja, trigo, maíz) suben su precio, pero a la vez se perjudica porque aumentan el gas y los combustibles.
Muy probablemente, la inflación se dispare en países que no la padecían, hasta ahora. Esa es una pésima noticia, porque quiere decir que los que ya conocían índices altos quizá deban soportar otros, más altos todavía.
En un escenario de tanta, pero tanta incertidumbre globalizada, el consenso es que nadie sabe nada de nada de lo que puede pasar.
¿Hay que cerrar un acuerdo con el FMI en medio de este desbarajuste planetario? ¿No sería mejor esperar a que la cosa se calme y, en todo caso, ver de seguir mejorando las condiciones pactadas?
¿O lo mejor sería firmar rápido y esperar que la turbulencia convierta el pacto en un contrato inutilizado, licuado por variables enloquecidas no previstas por ninguna de las partes?
De haber respuestas más o menos firmes a estos interrogantes, sería interesante darlas a conocer. Lo antes posible.
En ese caso, ¿es mucho pedir una cadena nacional?