No es sólo darle un nombre.
En el afán de bridarle una épica, confundir a la población, disimular el quiebre de la institucionalidad eludiendo los procedimientos constitucionales o aferrarse a dogmatismos que no van más allá de lo discursivo, suele apelarse al término “revolución” para jalonar un ciclo de gobierno existente o propuesto, para insuflar los ánimos ciudadanos o para catalogar proyectos gatopardistas (en que algo se cambia para que nada cambie en realidad).
Las dictaduras cívico militares inauguradas en el siglo XX en nuestro país a través de sucesivos golpes de Estado, son claros ejemplos en calificar con la adjetivación “revolucionaria” a los gobiernos de facto.
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El derrocamiento del presidente Hipólito Yrigoyen por una asonada cívico militar en 1930 fue legitimado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, reconociendo al gobierno del General Uriburu como “emanado de la revolución triunfante del 6 de septiembre”, dando inicio a una doctrina que también aplicaría al gobierno surgido del golpe de 1943 y se profundizaría hasta llegar a límites inimaginables en los sucesivos “golpes” registrados hasta 1976.
En 1955 las Fuerzas Armadas que irrumpen deponiendo al presidente Juan D. Perón, se reivindican como “Revolución Libertadora” y, años más tarde, cuando en 1966 ponen fin al gobierno de Arturo H. Illia lo hacen bajo el título de “Revolución Argentina”.
Fácil es en apariencia nombrar de ese modo cualquier proceso disruptivo del orden constitucional, aunque también puede verificarse su uso ligero en campaña electoral como sucedió con Carlos Menem en 1989, declamando acerca de “la revolución productiva” unida al augurado “salariazo” y que en ambos casos (desindustrialización y brutal caída del ingreso de los trabajadores, precedido de una gran devaluación) resultaron un absoluto fiasco.
Más cerca en el tiempo, pero recurriendo a esas mismas fórmulas que siempre han llevado al empobrecimiento de las mayorías y a la entrega de la soberanía nacional, Milei nos anuncia la “revolución libertaria anarco-capitalista”, inspirada o al menos tomando como antecedente a imitar al menemismo y a la gestión devastadora de su ministro de Economía, Domingo F. Cavallo.
Sin que se trate de un aspecto de interpretación unívoca, aunque si de una aceptación muy extendida, la “revolución” se asocia con cambios profundos en la estructura social, económica y cultural. Que, en países que sufren una dominación colonial o neocolonial, también se emparenta inexorablemente con procesos emancipadores, independentistas o de liberación nacional que dan nacimiento a la Patria o la recuperan impulsando su reconfiguración soberana y con raigambre popular.
Una cita necesaria si de República y Democracia se habla
Refería más arriba la vergonzosa conducta de la Corte Suprema en 1930, cuyas directrices jurídicas has sido continuadas y ampliadas casi se excepción hasta el presente, al forjar la doctrina legitimadora de la “revolución triunfante” permitiendo la violación flagrante de la Constitución Nacional -cuya defensa, es primera e inclaudicable misión del Alto Tribunal- y reconociendo a los gobiernos de facto tantas o más atribuciones que los gobiernos de “iure” (los ajustados al Derecho y surgidos de la voluntad popular).
Su cita es necesaria, porque transcurridos 40 años de continuidad institucional, varias generaciones desconocen o poseen escasa información acerca de lo que representa una dictadura para la vida de la sociedad, reversionada en la actualidad con la amenaza de “golpes blandos” tributarios de autoritarismos antidemocráticos, y cuánto ha influido en menoscabo del sistema político aquel reconocimiento del Máximo Tribunal constitucional.
A sólo cuatro días del golpe a Yrigoyen, contraviniendo incluso un elemental recaudo que impone a los tribunales de justicia (a la Corte con más rigor) que sus pronunciamientos con efectos jurisdiccionales sólo puedan emitirse existiendo un “caso”, o sea una causa judicial ajustada al procedimiento reglado, se valió de una simple nota remitida por el gobierno de facto para darle respuesta mediante una “Acordada” (titulada: “… sobre el gobierno provisional de la Nación), suscripta por los cuatro jueces de la CSJN (José Figueroa Alcorta, Roberto Repetto, Ricardo Guido Lavalle y Antonio Sagarna) junto al Procurador General de la Nación (Horacio Rodríguez Larreta).
Allí se decía:
“1º.- Que la susodicha comunicación pone en conocimiento oficial de esta Corte Suprema la constitución de un gobierno provisional emanado de la revolución triunfante del 6 de septiembre del corriente año.
2º.- Que ese gobierno se encuentra en posesión de las fuerzas militares y, policiales necesarias para asegurar la paz y el orden de la Nación, y por consiguiente para proteger la libertad, la vida y la propiedad de las personas, y ha declarado, además, en actos públicos, que mantendrá la supremacía de la Constitución y de las leyes del país, en el ejercicio del poder. “
Más escandalosa era la afirmación subsiguiente:
“Que tales antecedentes caracterizan, sin duda, un gobierno de hecho en cuanto a su constitución, y de cuya naturaleza participan los funcionarios que lo integran actualmente o que se designen en lo sucesivo (…) Que el gobierno provisional que acaba de constituirse en el país, es, pues, un gobierno de facto cuyo título no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social.”
O sea, que al reconocimiento brindado por el único Poder de la República que no había sido alterado (se había disuelto el Congreso y tomado por asalto el Poder Ejecutivo, acompañado de similares intervenciones en las Provincias), le agregaba la consagración -y correlativa directiva a los tribunales inferiores de justicia- de un blindaje absurdo e inconstitucional que impedía a cualquier ciudadano discutir o cuestionar la legitimidad de ese gobierno y de los funcionarios designados a su solo arbitrio. Todo eso, mediante una simple declaración (“Acordada”) con pretensiones de acto jurisdiccional y con un alcance general obligatorio que ni siquiera poseen los fallos de la Corte Suprema.
¿Qué revolucionó el Peronismo?
Perón ocupó diversos cargos tras el golpe de 1943, llegando a ser ministro de Guerra y vicepresidente, si bien su desempeño más notable fue como secretario de Trabajo y Previsión Social desde donde impulsó una prolífica normativa laboral, promovió las actividades de las organizaciones sindicales y fomentó su fortalecimiento en el campo de las negociaciones con el sector empresarial.
Su accionar en favor de la clase trabajadora como las ideas transformadoras de corte nacional y popular que postulaba, lo constituyeron en un riesgo para la clase dominante aliada a intereses extranjeros (Gran Bretaña y EEUU) beneficiarios de las políticas conservadoras de principios de siglo y, particularmente, de las desplegadas en la etapa conocida como “década infame” (entre 1932 y 1943) con gobiernos espurios fruto del llamado “fraude patriótico” en cada proceso electoral.
La pueblada sin precedentes que se vivió en la jornada del 17 de octubre de 1945 rescató a Perón de la cárcel impuesta por el gobierno y salvó su vida seriamente amenazada, a la vez que sirvió de base a un Proyecto político y un liderazgo que se consolidaría desde la Presidencia de la Nación, a la que accedió en las elecciones de febrero de 1946 y en la que permaneció tras su reelección en noviembre de 1951.
El ingreso a la escena política nacional del Movimiento Obrero es uno de los rasgos más relevantes que distinguen al peronismo, ya que no sólo posibilitó una ciudadanía efectiva de las y los trabajadores, sino que los incorporó junto a su dirigencia a los Poderes del Estado en los más diversos cargos de gestión como, también, en la función legislativa a nivel nacional, provincial y municipal.
En esos años de gobierno se dio un fuerte impulso a la industrialización del país, a la generación de empleo genuino y de calidad como a diversas actividades productivas, que derivaron en una movilidad social ascendente. A una amplia cobertura pública y gratuita de la salud y de la educación (en todos los niveles), a grandes obras de infraestructura (vial, industrial, habitacional y de provisión de energía). A una recuperación para la Nación y con fuerte presencia del Estado de instancias, resortes y recursos fundamentales para un desarrollo sujeto a decisiones soberanas y volcado a una redistribución de la riqueza.
Una clara manifestación de esos objetivos y del programa revolucionario que se llevó a cabo quedó plasmada en la reforma de la Constitución sancionada en 1949, con la que Argentina ingresa al ciclo del constitucionalismo social iniciado por Méjico en 1917.
Desde su Preámbulo, en el cual se incorpora y ratifica “… la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana…”, pasando por su parte dogmática en la cual se inscriben nuevos derechos individuales, sociales y comunitarios prevalentes, y en la parte orgánica, abandonando el sistema de elección presidencial indirecta, estableciendo que el “… presidente y el vicepresidente de la Nación serán elegidos directamente por el pueblo y a simple pluralidad de sufragios” (art. 82), permite verificar cambios sustanciales en la Constitución, ley de leyes de un país mediante la cual se fijan los valores y fines que lo sustentan.
Por su trascendencia en el sentido antes indicado, cabe citar -entre otros- lo plasmado en algunos de sus artículos:
“El Estado no reconoce libertad para atentar contra la libertad…” (art. 15). “… Todo habitante podrá interponer por sí o por intermedio de sus parientes o amigos recurso de hábeas corpus ante la autoridad judicial competente, para que se investiguen la causa y el procedimiento de cualquier restricción o amenaza a la libertad de su persona.” (art. 29) “Los derechos y garantías reconocidos por esta Constitución no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio, (…) Los abusos de esos derechos que perjudiquen a la comunidad o que lleven a cualquier forma de explotación del hombre por el hombre configuran delitos que serán castigados por leyes.” (art. 35)
El Capítulo III de los “Derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y la cultura”, donde se declara que: “El trabajo es el medio indispensable para satisfacer las necesidades espirituales y materiales del individuo y de la comunidad, la causa de todas las conquistas de la civilización y el fundamento de la prosperidad general (…) Siendo la riqueza, la renta y el interés del capital frutos exclusivos del trabajo humano, la comunidad debe organizar y reactivar las fuentes de producción en forma de posibilitar y garantizar al trabajador una retribución moral y material que satisfaga sus necesidades vitales y sea compensatoria del rendimiento obtenido y del esfuerzo realizado. (…) El derecho de los trabajadores al bienestar, cuya expresión mínima se concreta en la posibilidad de disponer de vivienda, indumentaria y alimentación adecuadas. (…) Derecho a la defensa de los intereses profesionales. El derecho de agremiarse libremente y de participar en otras actividades lícitas tendientes a la defensa de los intereses profesionales …” (art, 37)
Su Capítulo IV sobre la función social de la propiedad, el capital y la actividad económica, que dispone: “La propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común. Incumbe al Estado fiscalizar la distribución y la utilización del campo o intervenir con el objeto de (…) procurar a cada labriego o familia labriega la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva…” (art. 38). “El capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social…” (art. 39). “La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social (…) Salvo la importación y exportación, que estarán a cargo del Estado, de acuerdo con las limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios. Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedad imprescriptibles e inalienables de la Nación (…) Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación…” (art. 40)
Para lo que quedó pendiente
Si bien lo realizado fue más contundente que lo mucho que aún faltaba en el derrotero de ese primer peronismo, como lo demuestra su vigencia después de tantas décadas, la fidelidad con esa doctrina que conserva la clase trabajadora y el Movimiento Obrero Organizado, la imposibilidad de erradicar conquistas muy valiosas en materia de derechos sociales y de convicciones nacionales; el encono radicalizado de un antiperonismo visceral, debe buscarse más en sus logros -que de alguna forma parece imperecedero- que en sus carencias y claudicaciones dirigenciales coyunturales.
Sin embargo, con los años suele perderse de vista el elevado costo humano que supone todo proceso revolucionario, la naturalización de ciertos derechos desligados de los procesos de lucha que le dieron origen, a la par de la necesidad de interpretar las nuevas demandas populares que es preciso incorporar al ideario inicial.
No basta entonces con la sola evocación de glorias pasadas, ni puede caerse en el olvido de las graves frustraciones a que nos llevaron las políticas liberales y neoliberales, es indispensable retomar el curso de un proceso transformador nacional y popular, convencidos de que el peronismo será revolucionario o no será nada.