La crisis política en Venezuela ha dejado al descubierto la fragilidad de los organismos regionales para contribuir al diálogo y evitar lo que podría derivar en un enfrentamiento interno y una posible intervención de tropas extranjeras.
En 1948 se creó en Bogotá, a instancias de Estados Unidos, la Organización de Estados Americanos, la OEA. La tutela de Washington sobre la OEA, la exclusión de Cuba en 1962 y la falta de condena del organismo a varias dictaduras latinoamericanas —apoyadas precisamente por la Casa Blanca— le quitaron legitimidad ante la opinión pública regional para la resolución de conflictos internos o para resolver disputas entre países.
La decisión de buscar mecanismos regionales de integración política, especialmente en América del Sur, surgió a comienzos del siglo XXI con la aparición de gobiernos progresistas que impulsaron la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), sin la participación de EE.UU.
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El triunfo de Mauricio Macri en Argentina en 2015, la llegada al poder de Michel Temer en Brasil en 2016 y el retorno de Sebastián Piñera a la presidencia de Chile en marzo de 2018 le imprimieron un giro a la política regional de varios países sudamericanos, al que se sumó Colombia con la elección de Iván Duque el año pasado y la asunción de Jair Bolsonaro el 1 de enero de 2019. Primero suspendieron a Venezuela del Mercosur en 2017, luego estos países, junto a Perú y Paraguay, suspendieron su participación de UNASUR y ahora están abocados a la creación de un nuevo organismo regional.
La CELAC, en estos momentos bajo la presidencia de Bolivia, está virtualmente paralizada y lejos quedó el sueño de Rafael Correa de que pudiera reemplazar a la OEA sin Estados Unidos ni Canadá, y donde participa Cuba. En este contexto de fragilidad de los procesos de integración la OEA volvió a ganar protagonismo, impulsado por su secretario general Luis Almagro, cuya actividad central en los últimos años ha sido apoyar abiertamente a la oposición en Venezuela, condenar al gobierno de Nicolás Maduro y alentar su destitución. Sin embargo, la OEA se encuentra dividida cuando de Venezuela se trata y el reconocimiento personal de Almagro a Juan Guaidó como “presidente encargado” le ha quitado también la posibilidad de protagonizar el rol de mediador entre el gobierno y la oposición.
Hoy por hoy no aparece un factor que pueda lograr un diálogo entre el gobierno y la oposición. ¿Será el papa Francisco la carta que pueda evitar una escalada sin retorno?