Si a mediados de 2017 alguien hubiera dicho que Venezuela cerraría el año con elecciones pacíficas y sin actos de violencia posiblemente lo hubieran considerado un lunático o un extraterrestre. El escenario contemplaba cuando menos la irrupción de una cruenta civil, acorde con el nivel de violencia que se vivía en varias ciudades. Venezuela giraba alrededor de manifestaciones callejeras violentas, ataques a cuarteles, escuelas, hospitales y otros edificios públicos, todo mezclado con imágenes dantescas de explosiones, enfrentamientos armados y más de cien muertos. La oposición parecía decidida a derrocar al presidente Nicolás Maduro por cualquier vía e incluso algunos fantaseaban con la creación de un territorio “liberado” en un estado fronterizo con Colombia para lograr un reconocimiento internacional, aislar a la “dictadura” y asaltar el Palacio de Miraflores, la sede de gobierno en el centro de Caracas.
Como por arte de magia todo eso desapareció. Claro que no fue magia, fue la política. Mientras los partidos opositores se relamían porque consideraban que la destrucción del chavismo era inminente, el presidente Maduro sacó de la galera el “conejo” de la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, y los desarmó por completo.
Por cuestiones de pertenencia social la dirigencia opositora no termina de comprender que el chavismo se convirtió en una fuerza social que llegó para quedarse y no es el seguimiento ciego de un líder “populista”. Y quien no puede comprender el significado profundo de un movimiento de raíces populares no puede ni por asomo percibir lo que sienten millones de venezolanos a quienes por primera vez se los incluyó en la sociedad y se les dio derechos básicos.
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