El 30 se septiembre pasado el gobierno sirio le pidió formalmente ayuda al gobierno ruso para combatir al Estado Islámico. En las dos semanas siguientes decenas de bombardeos dirigidos desde Moscú hicieron replegar a los extremistas islámicos y las fuerzas sirias volvieron a ocupar posiciones en ciudades que habían perdido desde hacía más de un año.
Contrastando con esta acción en el terreno, Europa sigue viendo cómo se las arregla con las decenas de miles de refugiados sirios que llegaron a su frontera y Estados Unidos aparece retrocediendo casilleros, al anunciar que ya no entrenará directamente a milicias para derrocar al presidente sirio Bashar Al Asad.
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Lo interesante es que Siria se convirtió en un escenario donde las distintas potencias mundiales muestran sus estrategias e intereses. La novedad es que lo hacen desde una paridad de fuerzas inédita desde el fin de la guerra fría.
El punto de inflexión ocurrió hace dos años cuando el gobierno de Obama, después de anunciar públicamente que Siria había "cruzado una línea roja" y la intervención militar era un hecho consumado, aceptó un plan del gobierno de Putin para una salida diplomática. El plan fue exitoso y Siria entregó a la comunidad internacional su arsenal químico.
Hagamos un paso más hacia atrás. 2011. Inicio de las "primaveras árabes" en el norte de áfrica, Egipto y la península arábiga. Europa y Estados Unidos las leen rápidamente como una nueva ola de expansión democrática frente a regímenes dictatoriales. La participación de jóvenes de clases medias ilustradas, las convocatorias a manifestaciones por redes sociales, parecen dar la razón a esa imagen edulcorada.
Sin embargo, a poco de andar, la idealización de Occidente se astilla ante el protagonismo de tensiones mucho más reales que venían ocurriendo en el mundo árabe. Concretamente, el ascenso de las corrientes religiosas extremistas. Como apunta el periodista inglés Patrick Cockburn en su libro ISIS, el retorno de la yihad, se trata de una "versión fundamentalista del Islam del siglo XVIII, que impone la ley de la sharia, relega a las mujeres a ser ciudadanas de segunda clase y considera a los musulmanes chiítas y sufíes como no musulmanes que deben ser perseguidos junto con cristianos y judíos".
El origen de esta versión del islam es la monarquía absolutista de Arabia Saudita, primera potencia petrolera del mundo y aliado de Estados Unidos.
Este berenjenal, que encuentra a Occidente creyendo en una revolución democrática inexistente y aliado al gobierno responsable de propagar un islamismo fanático, termina en planes delirantes, como la destrucción del estado en Libia por los bombardeos de la OTAN del 2011 o la réplica abortada en el caso de Siria en el 2013.
Frente a esto, el ascenso del protagonismo de Rusia en la región parece ser hijo de un análisis más racional por parte de Moscú. Sencillamente, que la paz sólo es posible si se opta por reforzar a los estados nacionales existentes, en vez de diezmarlos.
Con esa idea como brújula, Putin logró este año formar un frente táctico con Irán, Siria e incluso el todavía convaleciente estado de Irak. La diferencia conceptual con el método de injerencia de Occidente es central: la intervención rusa parte de reconocer la soberanía de estos gobiernos sobre sus territorios y no a la inversa.
Sería un error verlo como parte de un ADN progresista del líder ruso. El mismo Putin aplica otros parámetros bien distintos cuando se trata de zonas de influencia más cercana y sensible como Ucrania. Más bien, hay que entenderlo como una política realista, ajustada a las posibilidades de una vieja potencia en recuperación.
El acuerdo entre Irán y Estados Unidos de este mismo año, impensable poco tiempo atrás, parece ir en esta nueva dirección. Así como un reconocimiento de Occidente de que el lema pos 11 de septiembre de "la guerra contra el terrorismo", no terminó con la guerra ni con el terrorismo, sino que sembró a la región de más inestabilidad y fundamentalismo.
La guerra siria, y lo que desparrama a su alrededor, parece entonces reacomodar de manera vertiginosa a los jugadores más pesados del planeta. La buena noticia es que lo está haciendo de una manera nueva, obligando a unos y a otros a tejer alianzas, reconocer soberanías y marcar límites a quienes ayer nomás sólo jugaban al solitario. Un mundo más que convulsionado, pero donde los poderes están también (un poco) más equilibrados.