Saqueos impunes del trabajo digno

25 de agosto, 2018 | 21.00

La desatención por los cada vez más frecuentes problemas de empleo, fomentada por el encandilamiento de los gurúes del neoliberalismo que insisten en lo beneficioso de su desregulación y en la confianza de que la salvación será meritocrática e individual, sólo puede conducir a una tragedia social que ya hemos vivido.

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Mercado y Trabajo

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El concepto de mercado es por demás ambiguo y difuso, al punto que se pone en duda su propia existencia como categoría dotada de una subjetividad propia o autónoma de quienes son sus principales operadores o se sirven del mismo para enmascarar sus acciones.

El trabajo, en cambio, es inescindible de la persona humana, cualquiera sea la forma en que se desarrolle. Más allá de acepciones o convicciones a su respecto, en tanto el mercado importa intercambio de productos fruto del trabajo humano, no es posible considerar a éste como parte de ese ámbito, ni asimilarlo a una mercancía más.

Afirmación esta última que resulta de una doctrina universalmente aceptada desde hace más de 100 años, contenida en Tratados Internacionales sobre derechos humanos, declaraciones incorporadas a los textos constitucionales, convenios de la O.I.T. y otros tantos instrumentos jurídicos de similar jerarquía.

Los valores que uno y otro encarnan lejos están de admitir similar tutela, ni equiparárselos como derechos de igual rango, menos aún admitir la subordinación del derecho al trabajo a la libertad de comercio o de industria.

Hipocresía del Neoliberalismo

Agitando el lema de la libertad, exigiendo que nada se interponga al “libre juego” de los factores económicos, que ninguna intervención exógena limite el “libre albedrío” de los emprendedores, que nadie sea privado de “ejercer libremente” su actividad productiva, se construye un ideario del individualismo más extremo y en favor de unos pocos.

No se propone otro regulador que el mercado, que librado a sus naturales virtudes será el encargado de articular las potencias e impotencias de la economía, repartir razonablemente los sacrificios siempre necesarios de la sociedad y, finalmente, saber distribuir los frutos en la medida de lo posible y de los merecimientos resultantes de lo que cada uno haya puesto –en realidad invertido-, sin sujetarse a utópicas equidades que responden a ideologizaciones propias de la política que terminan siempre en caóticas frustraciones.

Para ello el Estado no debe ceder a la tentación de intervenir con regulaciones que entorpezcan el curso que marca por sí mismo el mercado, aunque obviamente sí debe tener suficiente presencia para asegurar –represión mediante si fuese preciso- que efectivamente se cumplan las reglas de juego de esas idealizadas libertades que no son inherentes a las personas sino a las empresas.

¿Alguien puede ignorar lo que esa demanda implica? Nuestras más elementales vivencias nos demuestran que, desde ese paradigma, se empoderarán aún más los poderosos y todo el resto, sin exagerar no menos del 90% de nosotros, quedaremos sometidos a sus designios. Perderemos lo poco o mucho que hayamos alcanzado como personas, como sujetos de derecho.

Recetas que enferman y matan

Invocar al FMI no es una cómoda e irreflexiva muletilla, sino un modo rápido e ilustrativo de mostrar una perversa herramienta del Capital concentrado, de quienes gobiernan el mercado. Ligados a las causas y consecuencias de catástrofes sociales violatorias de derechos humanos fundamentales.

Estas breves líneas no permiten recorrer el extenso espinel de países, experiencias históricas y variedad de derechos conculcados. Por lo cual me concentraré en uno: el acceso y conservación de un trabajo digno.

Las consabidas recetas, como las que hoy mismo indican los tecnócratas de ese organismo, consisten en flexibiizar el empleo, desregular el mercado, abrir la economía a los agentes foráneos, concretar un ajuste fiscal depredatorio, incrementando la desocupación y restringiendo el consumo. Recetas que parten de un falso diagnóstico, que no curan sino enferman y hasta matan, literalmente.

El trabajo, como siempre, está en el centro de esas recomendaciones –verdaderos mandatos para gobernantes genuflexos-. Se lo concibe sólo como un factor, un componente más de la estructura de costos, como principal responsable de los niveles alcanzables de productividad y competitividad.

Se lo presenta desprovisto de rostro humano, cuantificado como mera estadística. No interesa en tanto condición para la construcción del sujeto en lo individual y colectivo, determinante del tipo de Sociedad que en definitiva conformamos.

El trabajo es un derecho humano, el mercado y el afán rentístico que lo diseña no lo son. El trabajo es el principal organizador de nuestras vidas, de una convivencia virtuosa; el que nos brinda el sustento indispensable pero también, y más relevante, es su función para alcanzar un reconocimiento social, progresar en el rumbo que nos hemos propuesto y concretar nuestros anhelos.

¿Qué esperan?

El desempleo creciente, acompañado por la lógica precarización de los que todavía tienen trabajo, las reformas desregulatorias que perforan cada vez más los pisos mínimos de protección laboral, la sustitución de empleo formal de calidad por estrategias de supervivencia que no dignifican a sus protagonistas. Un panorama que no responde a una visión premonitoria sino a la mera descripción de lo que está ocurriendo, que sarcásticamente podría alegrarnos porque lo que nos anuncian es mucho peor.

Detrás de cada puesto de trabajo que se destruye hay muchas otras personas víctimas de sus daños colaterales, no sólo las familias de los despedidos sino también los comerciantes, los profesionales, los proveedores de empresas que cierran y ciudades enteras que sufren el impacto de esos sucesos.

Desmemoriados, adormilados, atontados o irreflexivos, sectores importantes de la población enarbolan la consigna “se robaron todo”, que les proponen los que hoy entregan día a día la Patria y que no pueden explicar el origen ni el fabuloso crecimiento de sus cuantiosas fortunas que exhiben impúdicamente.

Los actuales saqueos impunes del trabajo digno no conmueven a muchos dirigentes, otrora “fieles” seguidores –y beneficiarios- de las políticas de las que ahora se desentienden. Pero peor todavía es la desaprensión de quienes están destinados a seguir similar derrotero, cuya corta memoria no registran la recuperación y dignificación del trabajo que se obtuvo entre 2003 y 2015, con todo lo que ello implicó por añadidura.

Indiferentes a la persecución política que no los comprende, a la violación escandalosa de derechos fundamentales de otros que les son ajenos, al incremento de la indigencia y la pobreza que por ahora esquivan, son testimonio de la vigencia de la conocida alegoría de Bertolt Brecht.

¿Qué esperan? ¿Qué golpeen su puerta?

Cuando ello suceda, y no falta mucho para esos de mirada esquiva, será tarde, irremediablemente tarde.