La legitimidad política del gobierno de Alberto Fernández consiste en la decisión popular de terminar con el proceso de saqueo neocolonial y de ataque brutal a los intereses de los sectores socialmente más débiles de nuestro país en lo que consistió la gestión de la “segunda alianza”. Así es que el juicio de la experiencia estará marcado por los avances y las recuperaciones que puedan alcanzarse en un proceso de plena inclusión social, de afirmación de la soberanía e impulso a un proceso de desarrollo económico-social independiente. Ahora bien, apenas iniciada la experiencia, el país se encuentra inmerso en una crisis global de alcances imprevisibles. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, decía Marx en el manifiesto, aludiendo al cataclismo que el capitalismo triunfante del siglo diecinueve proponía al mundo. La pandemia –así se reconoce en el debate filosófico-político de estos días- ha puesto bajo un signo de interrogante a la civilización actual. Nadie sabe cómo será el mundo después que pase esta pesadilla. Lo único que, según creo, se puede decir es que nada será igual que antes.
Entonces la interpretación del lugar histórico del actual gobierno de Argentina no puede prescindir de la cuestión de cómo saldrá el país de esta encrucijada. Así sucede frente a los grandes virajes de la historia. Frente, por ejemplo, a las guerras o a las crisis devastadoras como las del año treinta del siglo pasado. Y la salida de esta encrucijada tiene un eje excluyente que es la capacidad estatal para lograr que los daños sean lo mínimo posible. El mínimo posible no es matemático, ni exacto: la cantidad de muertos que hoy sufrimos ya excluye cualquier visión idílica de la cuestión. Lo que se discute es otra cosa. Es la capacidad de un estado nacional concreto e histórico para reducir los daños de una catástrofe a lo mínimo posible, dados los recursos con que cuenta el país. Es decir que la prueba a la que estamos sometidos es nuestra capacidad de explotar al máximo nuestros recursos humanos y naturales para hacer frente a la pandemia.
Claro que las contingencias coyunturales no surgen de la nada. En el caso argentino, el coronavirus debe ser enfrentado en las condiciones de un país devastado por los cuatro años de experiencia neoliberal. Debilitado su sistema de salud, agravadas las condiciones de alimentación, de salud y vivienda de grandes masas de personas, después de años de decadencia de la producción, abandono de su sector científico-técnico y, no en último lugar de importancia, de desprecio sistemático de lo público y exaltación frenética de los individuos y su “capital humano”. Es aquí que se enlaza una cuestión histórica de largo plazo –la construcción de una sociedad distinta a la prédica del catecismo neoliberal- con un problema contingente central –lograr que no colapse nuestro sistema de salud, desbordado por el número de víctimas de la peste.
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Hay, entonces, una épica de la lucha contra el coronavirus. A primera vista parece que “la política” cedió su lugar a la sanidad, o a sus colaterales (el poder de policía para asegurar el éxito de la cuarentena, la capacidad estatal de sostener la economía con amplias mayorías encerradas en sus casas). Es, por cierto, un tiempo propicio a la “unidad nacional” en torno a un objetivo común de supervivencia. Una parte de nuestra sociedad suele vivir incómoda este tipo de situaciones. Sienten que pierden su identidad social, la superioridad que consiste en sus consumos, en su status, y se sienten arrastrados a una experiencia comunitaria de la que reniegan. Pero el impulso de unidad nacional es muy potente.
La antipolítica argentina ha adaptado su esgrima verbal a las nuevas circunstancias. De la “guerra a la corrupción kirchnerista” se ha deslizado a una propuesta minimalista, la de la reducción de los sueldos de funcionarios y representantes. Es el macrismo en el estado más crítico de su supervivencia. No tiene la épica del “que se vayan todos” de diciembre de 2001 y, mucho menos, del optimista “sí se puede” escenificado hace unos años por un ganador nato, representante del emprendimiento exitoso e insospechable de demagogia populista. La antipolítica de hoy es un efecto de desbandada, la busca de un anclaje neutral y simpático desde donde oponerse a una oleada nacional en pleno desarrollo. El qualunquismo anti-político reproduce así los signos de su origen histórico en la Italia de fines de la segunda guerra. En aquel recordado movimiento antiizquierdista y fascista un poco vergonzante, sobresalió la figura de un empresario calabrés llamado Giorgio Macri, que era el abuelo del recordado presidente argentino. Aquellas huestes italianas también exigían reducir el costo de la política, que era un modo de seguir siendo fascista sin mostrar la foto del duce en el living de su casa, después de su derrota.
Está claro que el éxito en la lucha para reducir los daños de la pandemia está dialécticamente encadenada con la puesta en marcha de un proceso de transformaciones respecto del curso neoliberal de los años anteriores. Sencillamente porque el retiro del Estado es la fórmula perfecta de la indefensión y de la catástrofe. Así lo está evidenciando la experiencia de los países gobernados por líderes que prefieren la ruina de sus estados antes que abandonar las verdades sagradas del dios dinero. Es decir, hay una estrategia neoliberal para enfrentar la crisis: consiste en alentar la “selección natural”. Que mueran todos los chicos pobres, los ancianos jubilados de la mínima, los que carecen de medicina prepaga…Es el sueño de Malthus y de otro cientista social que se llamaba Adolf. Y tiene en su perspectiva la disminución del gasto estatal en vidas superfluas como las de los viejos y las de los habitantes de barrios populares.
Es muy claro que el abordaje de la crisis desde un Estado con autoridad y determinación es un enlace claro entre la coyuntura y el rumbo a más largo plazo. Por eso es un enorme mérito el despliegue de medidas redistributivas encaradas por el gobierno en medio de la crisis. Por eso podemos lamentar que la propuesta de Ginés sobre el manejo estatal de todo el sistema de salud haya sido reemplazada por un planteo menos decidido. Y también por eso debe ser esclarecida y superada la lamentable experiencia de miles de jubilados exponiéndose al contagio haciendo la cola para el cobro de sus haberes.
Hay errores y errores. Los que ponen en riesgo el objetivo principal de esta etapa de la historia nacional son aquellos cuya repetición hay que impedir. Solamente desde la autoridad que viene ganando el gobierno de Alberto Fernández pueden ser encaradas las duras tareas que vienen después de que la pandemia haya sido superada. Esa misma autoridad, ese mismo consenso será el arma principal para la plena reconstrucción de la patria que se abrirá paso después de que volvamos a ocupar las calles del país.