Recesión y comercio exterior: cuando los números "positivos" son negativos

25 de mayo, 2019 | 20.00

En un mundo ideal sería maravilloso que las discusiones económicas discurran por la definición de los senderos de desarrollo y por las formas de inserción más virtuosas de la estructura productiva local en los circuitos globales. En el mundo real, en cambio, los debates por el desarrollo son un subproducto de cuestiones mucho más pedestres como la distribución del ingreso. Bien mirada la distribución del ingreso es la manifestación del estado de aquello que Karl Marx consideraba el motor de la historia: la lucha de clases.

La discusión económica cotidiana, entonces, es por los principales componentes que determinan el reparto del valor agregado en el momento de la producción, la distribución del ingreso, que no debe confundirse con la distribución de la riqueza. Nótese que el primero es un flujo y la segunda un stock. Cuestionar la distribución de la riqueza significa cuestionar las relaciones de propiedad y conduce a la revolución social; discutir la distribución del ingreso, en cambio, forma parte de la dinámica normal del sistema capitalista. Se trata de la disputa por la parte del ingreso que se llevan cada uno de los actores (clases) que participan de la producción. Para la economía vulgar esta distribución no es entre actores sino entre “factores” y está dada por tasas “naturales” y equilibrios en los mercados. Para la economía política, en cambio, la distribución depende del poder de cada clase en cada momento histórico o, dicho de manera más corriente, de la “puja distributiva”. Nótese que para la economía política existen el poder, las clases, el conflicto y la historia, precisamente todos los componentes que la economía vulgar se propuso desterrar de la ciencia.

Los determinantes distributivos principales son los precios relativos o básicos de la economía: los salarios, las tarifas y el tipo de cambio. Cuando los economistas que le dieron letra a la fallida administración de la Alianza Cambiemos decían que venían a cambiar los precios relativos, lo que en realidad estaban diciendo es que venían a cambiar la distribución del ingreso. Parece claro que para el común de los mortales, los que no se ocupan de estas cuestiones y no tiene por qué conocer los debates de la teoría económica, no es lo mismo escuchar que la economía tiene un problema de precios relativos que el problema es, en realidad, que llega demasiada plata a sus bolsillos.

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Vale reconocer que la Alianza Cambiemos tuvo éxito en el objetivo principal de cambiar los precios básicos. Los exportadores consiguieron un tipo de cambio más alto, es decir una moneda local más devaluada, las firmas proveedoras de servicios públicos y las energéticas tarifas más altas y los capitalistas en general salarios más bajos. Cada una de estas distribuciones regresivas del ingreso fue acompañada por un conjunto de ideas (falsas) para justificarlas. Se trata de pequeños axiomas que los economistas y la prensa del régimen repiten a lo largo de los años con la persistencia de la gota que orada la piedra o, más bien, que orada los cerebros: “La devaluación aumenta las exportaciones”, “pagábamos tarifas muy bajas”, “los salarios altos desalientan la inversión” y la lista sigue.

Sin embargo, no cualquier combinación de cambios en los precios básicos es sustentable en el tiempo, de la misma manera que sus efectos sobre el aparato productivo y la evolución del PIB no son neutros. Para considerar esta sustentabilidad es necesario mirar con atención lo que siempre debe mirarse tanto para la determinación de las políticas económicas como para el análisis de estas políticas: las relaciones causa-efecto y los mecanismos de transmisión que intermedian. El juego de estas relaciones causa-efecto cuando se mueven los precios básicos a distinta velocidad y con distintas combinaciones es infinito. Se necesita recortar. Nos ocupamos aquí de una de las falacias más extendidas sobre uno sólo de estos precios básicos, la de los efectos de la devaluación o aumento del precio del dólar.

Esta semana se conocieron los números del comercio exterior. Desde agosto de 2018 la balanza comercial, es decir la diferencia entre lo que el país exporta y lo que importa, comenzó a arrojar mes a mes saldos levemente positivos hasta alcanzar un máximo en la última medición, como se observa en el gráfico.

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La prensa del régimen, siempre deseosa de encontrar números que no estén en rojo, se apuró a difundir la “buena” noticia que, además, confirmaba el axioma de que la devaluación mejora el resultado externo, afirmación que tiene un componente de verdad, pero no por los mecanismos que la economía vulgar sugiere.

El axioma más potente para justificar las devaluaciones, que se puede encontrar en cualquier manual de macroeconomía convencional, es que el aumento del precio del dólar, es decir la depreciación de la moneda local, mejora la competitividad de las exportaciones, por eso se habla de “tipo de cambio competitivo”. En 2016 se produjo una devaluación muy potente y en 2018 otra más fuerte aun, el dólar pasó de 9 a 15 pesos primero y de 20 a más de 40 después. Sin embargo, en el gráfico de arriba puede observarse que la línea de exportaciones permaneció plana tanto en 2016 como en 2018. Lo repetimos: incluso frente a un aumento del precio del dólar de más del 100 por ciento las exportaciones no mejoraron. Esto es así porque los bienes que Argentina exporta, a diferencia de lo que ocurre en los países donde se escriben los manuales convencionales, no compiten por precio en los mercados globales, sino que son tomadores de precios. Las cantidades exportadas dependen de dos cosas: de la demanda externa, que determina los precios de exportación, y de la oferta interna, que determina las cantidades exportadas (buena cosecha = más exportaciones). La mejora cambiaria, que baja algunos costos internos, sólo tiene entonces un “efecto riqueza” para los exportadores y ninguna virtud para el comercio exterior.

Los efectos macroeconómicos reales de la devaluación son bien distintos. Al ser la economía local bimonetaria de hecho y al estar las tarifas, incluidos los combustibles, también atadas al dólar, la devaluación desata un proceso inflacionario que afecta al único precio básico cuyo nivel no está dolarizado: los salarios. La caída de los salarios deprime el consumo, que representa dos tercios de la demanda. Al caer la demanda cae la producción. Si la devaluación es lo suficientemente violenta, la economía entra en recesión. Los únicos afectados no son los asalariados, sino el conjunto de los actores (clases) que dependen directa o indirectamente del mercado interno. Los salarios siempre se recuperan a posteriori diluyendo con el tiempo la ganancia cambiaria. La existencia de un tipo de cambio “competitivo” demanda para ser “estable”, una elevada desocupación y/o una fuerte recesión. El tipo de cambio no puede ser las dos cosas al mismo tiempo durante mucho tiempo.

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Las importaciones, en tanto, caen no solamente porque se encarecen, sino por la contracción de la actividad interna, ya que la industria local es altamente demandante de insumos y bienes de capital importados. Como se observa en la tabla el saldo positivo de la balanza comercial a partir de la última megadevaluación responde principalmente al derrumbe de las importaciones.

Finalmente, la recesión da lugar también a saldos exportables, se vende al exterior lo que antes se consumía localmente, desde productos primarios a combustibles. Y para desgracia de las mayorías, buena parte de esta canasta de nuevas exportaciones son los alimentos que ahora les faltan a sus hijos y a ellos mismos.