Los problemas laborales, es decir sociales como tales aunque parezca redundante, son inherentes a la Sociedad en su conjunto. Entre ellos los propios del desempleo tienen singular relevancia, porque la desocupación –sobre todo de los mayores de 40 años o de los jóvenes que buscan su primer empleo- incide fuertemente en el ámbito relacional, en la conformación de las subjetividades, en las experiencias colectivas imprescindibles para la convivencia y en la cultura del trabajo como pilar del desarrollo personal. Se impone entonces, actuar en consecuencia y exigir mayores tutelas y mejores condiciones en el empleo, hacer énfasis en lo humano y en su prevalencia sobre los requerimientos economicistas.
Acerca de encuestas y estadísticas
Entre los muy variados modos de indagar la realidad y generarnos una idea sobre hechos, situaciones y otra infinidad de cuestiones, es común recurrir a encuestas y estadísticas que con frecuencia son su consecuencia.
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Consisten en herramientas útiles aunque para que, efectivamente, sea así las fuentes, los métodos y los responsables de su realización deben ser confiables. Las que, entre sus funciones, pueden constituir un importante factor para conocer cierto estado de cosas, para formarnos una opinión, para decidir cursos de acción o adoptar medidas frente a fenómenos determinados.
Se trata de números, proporciones, descripciones de universos, que en sus valores absolutos –pero siempre relativos- configuran indicadores que por lo general nos conducen a abstracciones, por mayor que pueda ser el impacto de las cifras o porcentajes respectivos.
Si bien en algunos casos la sensación que nos provoquen puede despertar cierta emotividad, será preciso para ello un esfuerzo adicional por reconducir lo abstracto en algo concreto y más cercano a nosotros mismos como personas.
Sería absurdo desconocer el servicio que prestan, como la necesidad de contar con instrumentos de esa índole, pero no lo es menos el circunscribirnos a sus enunciados aritméticos, sin detenernos un instante en penetrarlos y tratar de descubrir sus significados más profundos.
Ejemplos emblemáticos
Cuando se analiza el exterminio que causó en pocas décadas la conquista y colonización española en América, con más de 10 millones de víctimas fatales y la desaparición de etnias completas de poblaciones originarias, al punto que fue necesario para los conquistadores recurrir al tráfico de esclavos provenientes de África y que luego pasaron a engrosar las cifras de la mortandad que provocaron.
Al hacer alusión al Holocausto, con centralidad en los 6 millones de judíos asesinados como resultado de una política genocida, o al millón de armenios que corrieron similar suerte en función de persecuciones de igual signo.
En la referencia a los 30.000 desaparecidos que produjo el terrorismo de Estado instaurado a partir del 24 de marzo de 1976 en Argentina, que sólo una visión de lo más pérfida puede poner en cuestión.
Se trata siempre de estimaciones que constituyen un piso mínimo, pero que la realidad lo supera cuantitativamente, no sólo respecto de las víctimas directas que son muchas más pero no han sido registradas, sino por las que sufrieron un trato similar pero salvaron sus vidas o las de sus familiares y amigos que padecieron la pérdida de sus seres queridos.
Discutir esas cantidades carece de todo asidero y sentido, tanto porque existen datos suficientes para acreditarlos de mínima, por haber adquirido un indiscutible valor como significantes y por formar parte de un imaginario colectivo necesario para repudiar socialmente cualquiera de esas experiencias.
“(…) para Rodolfo Walsh el número es una figura retórica de fuerza irrefutable. O cultiva una numerología política (...) pero no es ni verdad ni mentira, es inmensurable pero no exagera: aumenta” (del libro “Oración” de María Moreno).
Entiendo oportuno destacar, que ha resultado emblemático darles dimensión verdaderamente humana a esas cifras, apelando a distintos recursos para mostrar las personas de carne y hueso que están detrás de ellas.
Los documentales sobre episodios tan funestos como los antes aludidos, las fotografías y las muestras de objetos personales de las víctimas, ayudan a dejar de lado la abstracción numérica que implica la cuantificación en aparentes absolutos que incluso no abarcan a la totalidad de los afectados.
En nuestro país los Organismos de Derechos Humanos son un ejemplo en este tema, al portar en sus marchas fotos de los desparecidos, realizar actos en los cuales se colocan figuras humanas que los representan, recrear sus historias de vida y mostrar –en perspectiva histórica o con imágenes actuales- a sus familias y entornos sociales.
Otro tanto ocurre con los movimientos que se alzan contra los femicidios o el gatillo fácil de las fuerzas de seguridad, al mostrar sin eufemismos y en primera persona los efectos que derivan de actos criminales de esa naturaleza.
Una imagen dice más que mil palabras, algo que suele expresarse para referir situaciones de todo tipo, pero cuando la enfocamos en la fotografía de un niño pequeño que yace muerto a orillas del Mediterráneo tomamos real conciencia de las miles de vidas que cobra ese mar, a quienes lo cruzan para huir del horror creado por los mismos Estados que provocaron esos exilios forzosos y hoy los rechazan apelando a xenofobias inconcebibles.
¿Y cuándo se trata del trabajo?
Contamos con información acerca del número creciente de puestos de trabajo destruidos, de los que desean conseguir empleo –por carecer, no estar satisfechos o no ser suficiente el que han obtenido-, de quienes ya ni siquiera lo buscan por el desaliento derivado de reiteradas frustraciones.
Conocemos que la desocupación hoy casi duplica la de hace tres años atrás (alcanzando los dos dígitos), que son más de 400.000 personas en el sector formal que fueron despedidas en ese lapso; que un 49,3% de la población activa se desempeñaba en el sector microinformal de la economía en el 2018 y que más del 75% de esas personas no cuentan con aportes al sistema de seguridad social –determinado un futuro aún peor-, como que el 51 % no posee cobertura de salud –que implica un presente lleno de penurias e incertidumbres-; que en casi la mitad de los hogares alguien perdió su trabajo en el último año; que más del 70 % de los que tienen trabajo se sienten en peligro de perderlo.
Ahora bien: ¿nos detenemos a pensar cómo son esas personas? ¿qué les ocurre en su cotidianeidad? ¿cómo y en qué condiciones llegaron a esa situación? ¿cuáles fueron las consecuencias en sus proyectos de vida?
¿Prestamos atención a los miles que supieron que habían perdido su trabajo por un cartel colocado en las puertas cerradas de la fábrica? ¿Nos preguntamos cómo resolvieron el día después sin salario y, la más de las veces, sin siquiera cobrar una indemnización?
¿Pensamos en la violencia que supone para quien se lo deja en la calle invocando la inviabilidad económica de la empresa, por quien tiene estacionado en esa misma calle un automóvil de alta gama recientemente adquirido? ¿O en la desesperación de aquellos que padeciendo una muy grave patología –muchos son los casos de enfermos de cáncer- de un día para el otro quedan sin su empleo y la consiguiente asistencia médica imprescindible?
Es hora de visualizar a las víctimas de la desocupación
Las noticias de los últimos días nos agregan otros tantos datos estadísticos que alarman acerca del crecimiento de la pobreza y la indigencia, la sensible reducción del consumo o las variaciones igualmente elocuentes sobre los cambios en los tipos de consumo, la cantidad de personas que por carecer de vivienda viven en la calle o residen en asentamientos precarios carentes de los servicios públicos más elementales.
Información que evidencia otras manifestaciones del menoscabo en la calidad de vida, que se relaciona estrechamente con los indicadores a los que antes se aludiera. Lo que obliga a una mirada más cuidadosa sobre las implicancias de la falta de trabajo, que excede ciertamente a los directamente afectados y configura un serio problema social con derivaciones multidimensionales.
Son tiempos en los que es urgente dotar de rostro humano a las estadísticas, hacer visible lo que las cifras o porcentajes invisibilizan, reparar en lo que representa la angustia del que ha perdido el trabajo o está en riesgo cierto e inminente de perderlo.
Quizás entre las muchas acciones gremiales en defensa del empleo debieran incorporarse estrategias que den cuenta, más pormenorizada, de las situaciones personales y familiares de quienes son cesanteados, poniendo a la vista las tragedias que suponen y haciendo público ejemplos paradigmáticos que ayuden a tomar conciencia de la envergadura de este fenómeno.
En ese sentido cabe destacar el caso de la Agencia TELAM, en la que se despidió el año pasado intempestivamente –con una ilegalidad manifiesta- a más del 40 % de su personal (357 despidos), y entre las numerosas medidas implementadas en ese conflicto colectivo se difundieron –con expresiones gráficas, videos y a través de las redes sociales- las fotografías junto con los nombres y apellidos de todos y cada uno de los despedidos.
Desde distintos sectores (gremiales, políticos, sociales, académicos) se plantea la necesidad de declarar la emergencia ocupacional, sancionando una ley que –al menos- transitoriamente prohíba los despidos. Una iniciativa que rechaza el Gobierno, así como los legisladores oficialistas siguiendo sus instrucciones, haciendo gala de un negacionismo insostenible.
Es un reclamo que debe hacer suyo la Sociedad en su conjunto, así como asumir los legisladores, cabalmente, su indeclinable responsabilidad de actuar en consonancia con los intereses del Pueblo y con demandas impostergables para restañar o al menos paliar la crítica situación que significa la creciente desocupación.