Las estadísticas públicas continúan siendo parte de la lucha política, lo que significa que siguen en disputa. Suena mal, sería preferible que constituyan una mera descripción de la evolución de las variables económicas, un simple insumo para el análisis y la evaluación de políticas. El esquema institucional está armado en esta dirección de pureza, es decir para que los números sean provistos por un “organismo estadístico independiente” y representen los “hechos ciertos”, anteriores a las interpretaciones.
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Durante la gestión precedente estas estadísticas se empeoraron y retacearon afectando la credibilidad global de la palabra pública. La actual administración prometió superar las falencias heredadas, pero comenzó con un apagón estadístico y hoy se discute la liquidación del Indec y su reemplazo por un nuevo organismo. Otra vez, los números nunca dejaron de estar en disputa.
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No parece casual, entonces, que la efusiva difusión presidencial sobre una significativa disminución de la pobreza provocara el escepticismo opositor. La imagen del gobierno viene en picada desde diciembre pasado, cuando tras el triunfo electoral se optó por retomar la estrategia de ajuste estructural, empezando por los jubilados y acompañando con una desenfrenada represión de la protesta provocada. Dado el contexto, ningún gobierno habría dejado escapar la posibilidad de recomponer las deterioradas expectativas sociales, mucho menos uno que siempre se caracterizó por el uso intensivo del marketing político.
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Sin embargo, conocida la baja en la pobreza urbana, antes que enojarse con el 25,7 por ciento de la población informado para el segundo semestre de 2017, o antes de retorcer las limitaciones metodológicas de su actual medición, conviene tratar de comprender el número en dos dimensiones: su generación y su contexto.
Empezando por lo primero, si bien existe un núcleo estable de pobres, duro y estructural, el número de la “pobreza por ingresos” que difunde semestralmente el Indec es un indicador altamente variable en el margen. Esta variabilidad se debe a que no mide condiciones de vida, como necesidades básicas, hacinamiento, educación, accesos a servicios públicos, etc, sino el ingreso económico necesario para adquirir una determinada canasta de bienes. La canasta base para esta medición es la Canasta Básica Alimentaria (CBA). Si el ingreso recibido por una persona o familia alcanza para adquirir esa canasta de alimentos se supera la indigencia. Luego, sobre la base de encuestas de gastos que incluyen otros bienes no alimentarios, como transporte, servicios, esparcimiento, vivienda, etc., se llega al valor monetario de la Canasta Básica Total (CBT) que determina la línea de pobreza (multiplicando a la CBA por “la inversa del coeficiente de Engel”). En diciembre pasado, por ejemplo, el valor de la CBA en el Gran Buenos Aires --existe un valor para cada región-- fue, para la dieta mensual de un “adulto equivalente”, 2.150,29 pesos. En tanto la CBT alcanzó 5.397,23 pesos. Sintetizando, quien pudo adquirir la primera canasta no fue indigente, quien alcanzó a adquirir la segunda no fue pobre. No es el propósito de estas líneas avanzar sobre cuestiones metodológicas más bien tediosas y específicas, pero los detalles son necesarios para poder comprender las variaciones y disputas.
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La segunda dimensión es el contexto macroeconómico de generación del número, contexto en el que reside la mayor parte de la explicación de la baja interanual de casi 5 puntos para el segundo semestre. También buena parte de la reacción opositora al conocerse el nuevo índice se sintetizó en la pregunta: ¿cómo puede ser que en un contexto de ajuste macroeconómico la pobreza disminuya? En la pregunta misma reside el error. La disminución de la pobreza registrada en el segundo semestre de 2017 no se corresponde con un período de ajuste, sino con uno de expansión, afirmación que conduce al análisis del ciclo económico.
La disminución de la pobreza registrada en el segundo semestre de 2017 no se corresponde con un período de ajuste, sino con uno de expansión
Si el número de pobres depende del ingreso necesario para adquirir una determinada canasta, entonces en cada momento se encuentra lógicamente influido por el ciclo económico, que es el que determina tanto los ingresos de las personas como el costo de la canasta. Dicho de otra manera, el número estadístico de pobres depende de lo que sucede con la evolución del PIB y del agregado de indicadores como los niveles de empleo, salarios y precios.
El ciclo económico de la economía cambiemita se inició con la inducción de una recesión, el “trabajo sucio” que tan sutilmente describiera en su momento el ex ministro Alfonso Prat-Gay. Fue a partir de la fuerte devaluación generada tras el levantamiento de las restricciones cambiarias tan temprano como en diciembre de 2015. La devaluación, junto con los fuertes ajustes tarifarios que se sucedieron, aceleraron el proceso inflacionario iniciado inmediatamente después del triunfo electoral, proceso reforzado por la poda de retenciones a las exportaciones, mayoritariamente de alimentos. El resultado fue una baja del consumo por caída de ingresos y, en consecuencia, una contracción de la demanda agregada que no fue compensada, como prometía el discurso oficial, por mayores inversiones y exportaciones.
El proceso recesivo, con el consecuente deterioro de los indicadores sociales, entre ellos el aumento de la pobreza, continuó hasta los primeros meses de 2017, cuando el gobierno recordó que debía revalidar su legitimidad política en las elecciones de medio término. Un requisito demandado, además, del poder financiero global para continuar con la provisión del endeudamiento estructural que sostiene el modelo.
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En economía no hay magia. Desde el período de entreguerras el estado del arte sabe cómo hacer para impulsar al alza el ciclo económico. El camino es incentivar la demanda agregada, cosa que el gobierno comenzó a hacer en varios frentes a partir del primer trimestre del año. Aumentó el gasto, especialmente en obra pública, destino que al involucrar a la construcción tiene un gran efecto multiplicador. Relajó las paritarias, posibilitando la recomposición salarial. Ancló la cotización del dólar y puso en pausa los aumentos tarifarios, incluso postergando el cobro de consumos invernales, con lo que indujo una relativa estabilización de precios. Finalmente incentivó el consumo por la vía financiera, tanto a través del crédito hipotecario como de la Anses para los sectores de menores recursos. El resultado no se hizo esperar, la economía llegó a las elecciones de medio término en plena expansión y con plata en el bolsillo de la mayoría de la población. El resultado electoral fue el triunfo del cambio de ciclo. La cifra de disminución de la pobreza del segundo semestre expresa esta fase ascendente. Es el producto de la expansión, no del ajuste.
Hasta aquí la explicación del 25,7 de pobres por ingresos del segundo semestre de 2017 contra el 30,3 del mismo período de 2016. La rediscusión sobre posibles trampas metodológicas podría cambiar el número algunos puntos hacia arriba, pero no alteraría su tendencia. El verdadero problema es que desde octubre pasado el gobierno volvió a cambiar la dirección del ciclo económico: terminó con el gradualismo en el gasto recortando el déficit primario, dejó devaluar la moneda y provocó un nuevo shock tarifario, que continuará en los próximos meses y que ya se manifiesta en una inflación que, sólo en el primer trimestre de 2018, se comió 40 puntos de la “meta salarial” del 15 por ciento. El resultado tampoco será mágico, es absolutamente predecible. La economía se estancará progresivamente con el pasar de los meses y el número de pobreza por ingresos del segundo semestre de 2018 estará por encima del 25,7 por ciento.