El fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos, que avala la decisión del presidente Donald Trump de restringir la inmigración, permite evitar que personas de algunos países entren a su territorio. En el texto difundido por la Casa Blanca se señala que después de una minuciosa evaluación de unos 200 países, se ha restringido el ingreso de ciudadanos de Chad, Irán, Libia, Yemen, Somalía, Corea del Norte y Venezuela, porque podrían “representar una amenaza a la seguridad nacional”.
SUSCRIBITE PARA QUE EL DESTAPE CREZCA
Como candidato y como presidente, Donald Trump siempre presentó la cuestión migratoria como una de sus grandes preocupaciones. Por eso, no tuvo ningún empacho en decir el 20 de junio –el Día Internacional del Refugiado, instaurado por Naciones Unidas– que su país tenía “las peores leyes migratorias del mundo”, y que la política fronteriza de los demócratas, conocida como “fronteras abiertas”, había alentado la criminalidad.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
Pero Trump no es el único gobernante que plantea la cuestión migratoria como un eje central de la política. En Europa existe un debate similar, aunque, en ese caso, se habla más de “refugiados” que de “inmigrantes”, en referencia a aquellos que intentan cruzar el Mediterráneo desde África. El tema es tan relevante que la canciller alemana, Angela Merkel, ha planteado ante su parlamento que su resolución podía ser crucial para el futuro de la Unión Europea.
Paradójicamente, la mayoría de los refugiados no llegan a Estados Unidos o Europa. El 20 de junio Naciones Unidas difundió datos actualizados sobre los más de 25 millones de refugiados que hay en todo el mundo, y destacó que 85 por ciento de ellos vive en países en vías de desarrollo como Turquía, Pakistán, Uganda, Líbano e Irán. Vale la pena destacar que el pequeño territorio libanés, de apenas unos 200 kilómetros de norte a sur y de un tamaño similar a Puerto Rico, alberga la mayor proporción de refugiados del planeta: una de cada seis personas. A pesar de estos datos, pareciera que el problema es sólo de Estados Unidos o Europa, ya que escuchamos muy poco del drama de los refugiados que buscan ayuda en otras regiones.
El debate, que aflora a diario en los países más ricos y desarrollados sobre el “problema” de los inmigrantes con o sin papeles, destapa el racismo que existe en sociedades que se presentan como pilares del mundo “civilizado”.
Por eso no extraña que muy pocos se atrevan a condenar las expresiones racistas de Donald Trump, o que la Unión Europea no expulse a Hungría después de que su parlamento aprobara –también el 20 de junio– una ley para castigar con la cárcel a aquellos que ayuden a los inmigrantes en situación irregular.
Lo que muchos parecen olvidar, más allá de las preocupaciones por la seguridad que se esgrimen, es que detrás de las definiciones frías de refugiados, desplazados, inmigrantes legales o ilegales, con papeles o sin papeles hay seres humanos. Parafraseando a Bill Clinton cuando dijo “es la economía, estúpido”, podríamos decir que el problema es el racismo.