El neoliberalismo vendió con éxito la idea de que el Estado es un sistema burocrático que genera gasto y se opone a la libertad individual. Concepción válida siempre y cuando se organice la cultura con la lógica empresarial, que mide lo social en términos contables: gasto-rendimiento-saldo. En ese caso, la educación, la salud pública, la ayuda social y los planes solidarios para los sectores vulnerables serán considerados un gasto innecesario. Siendo fiel a su cosmovisión mercantilista, el neoliberalismo arrasa con los derechos sociales, privatiza la salud, la educación pública, los espacios verdes y desorganiza la vida de las mayorías.
Este sistema, realizando una apología de la libertad individual, alivia al Estado la responsabilidad social, operando un desplazamiento a las personas singulares: cada uno es un emprendedor agente de la propia vida. El Estado no es benefactor ni debe hacerse cargo de nadie y, tal como afirmó Esteban Bullrrich cuando era Ministro de Educación, “hay que aprender a vivir en la incertidumbre”, o “cualquiera puede convertirse en un emprendedor y ponerse a producir cerveza”.
Gracias a las políticas neoliberales, en el paisaje urbano se reproducen los “emprendedores” durmiendo en la calle, cirujeando en la basura y preguntando “¿tiene algo para dar”? Estos “nadies”, excluidos, desechados del sistema, dejados literalmente en la calle y a la intemperie, son los que más sufren la meritocracia promovida por el poder concentrado. Constituyen el único índice de crecimiento del des-gobierno de Cambiemos y muestran la verdad neoliberal sin anestesia, sin posverdad ni revolución de la alegría: el que nació pobre seguirá siéndolo, “para ellos no es la universidad”, como declaró la gobernadora Vidal.
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Los expulsados del sistema retornan en la calle como una pesadilla: son cuerpos silenciosos que ocupan el espacio público, habitan en las plazas y veredas. Dan a ver sus faltas y, aunque no lo formulen explícitamente, demandan vivienda, empleo, comida, atención y, fundamentalmente, reconocimiento.
Son una mancha en el cuadro de macetas y florcitas que tanto le gusta a Larreta, un estigma que muestra la vida indigna, la falla en la distribución de las democracias neoliberales y la negación de derechos para todos, que convierten a la vida humana en un despojo desechable, basura. La basura se recicla y pasa a tener otra función, en este caso el disciplinamiento social. La máquina neoliberal de culpabilizar los demoniza tildándolos de vagos, peligrosos y fracasados, porque no supieron administrar la vida o gastaron más de lo que tenían.
Donde el relato del gobierno ubica una medida de éxito o fracaso personal, la democracia nacional y popular recorta un significado político, una patología, algo que no anda, un síntoma de la ausencia del Estado. Estos “emprendedores” muestran la verdad del neoliberalismo: la mayoría social no entra, queda en la calle. Los nadies escenifican un reparto que los desconoce, los deja sin derechos, y esa figura del daño implica una falla en la representación.
El gobierno de Cambiemos y su modelo neoliberal desorganizó la vida a las mayorías. Desde el 2015, las capas medias y los sectores más humildes vieron alterada la estabilidad económica adquirida durante el kirchnerismo, teniendo que modificar las costumbres de consumo incorporadas en ese período. Se vieron obligados a cambiar estilos de vida y hábitos de confort generados por un gobierno cuya política estaba orientada a la creación de trabajo, la industrialización, el consumo interno y el proteccionismo de un Estado benefactor, solidario con los indefensos. Cambiemos produjo en el país un caos de tal magnitud que desestabilizó al conjunto social. La subjetividad siente amenazada las condiciones básicas de existencia: el trabajo, los servicios, el alquiler, la salud y la educación. Las personas quedaron amedrentadas, debilitadas, sin futuro, proyectos ni esperanzas, con angustia, depresión y el peso de la culpa de un supuesto fracaso individual.
El mayor éxito del neoliberalismo es haber instalado la naturalidad de un orden que implica concentración de la riqueza en unos pocos y dejar afuera a los muchos, los pobres y los más vulnerables. En contra de esa “naturaleza” que se cristalizó y aceptó como normal, la democracia nacional objeta ese orden y busca distribuir la torta de manera que entremos todos. Donde la gobernadora Vidal decreta un destino inevitable para los pobres afirmando que ellos “no llegan a la universidad”, el campo popular cree firmemente en la igualdad como punto de partida y en la educación como una posibilidad para todos.
El neoliberalismo, afirmó la ex presidenta Cristina Kirchner, vino a desorganizarnos la vida. Será necesario cambiar el modelo, reconstruir el país parte por parte y volver a organizar la vida de las personas.
Lo que está en juego en el país y en la región no es, como intentan instalar los medios, la república virtuosa de las instituciones y las leyes versus el demonizado populismo choriplanero (“vamos a ser Venezuela”). Lo que se disputa, en realidad, son dos modelos de república: una minoritaria y antipopular que desorganiza la vida y otra democrática, popular e inclusiva que está a favor de las instituciones. Ese modelo nacional y popular toma al pueblo como fundamento de la democracia; no se opone a la república sino a una forma aristocrática, porque si la democracia es sólo para algunos, entonces es un simulacro.