La vida sigue mientras la respiración prosiga

22 de marzo, 2020 | 11.49

Es un señalamiento llamar “momento histórico” a lo que sucede en tiempo presente en tanto no es necesario preguntar a qué refiere –y quizás solo se trata de ello-, dado que la magnitud y calidad del suceso desborda cualquier reserva y vuelve redundante designar. Tenemos consciencia de experimentar una situación inédita porque es global, sucede a la vez en todas partes, y reproduce también las condiciones y narrativas de viejas calamidades que han asolado durante milenios a la especie humana. Sin embargo, aun cuando las palabras de que disponemos son muy antiguas y sus significados crujen en las actuales condiciones, las seguimos usando porque afectivamente discrepamos respecto de lo que ahora entendemos como “real”.

Constatamos un conflicto entre el pasado y sus memorias por un lado, y lo que vemos acontecer por otro. Hablamos como de la peste, pero se trata de entidades genómicas, hablamos de contagio, pero se trata de una cuestión ecológica y de interespecies. Se nos lo describe tal como emana la divulgación de los saberes científicos, pero circula un meme en las redes que dice documentar fotográficamente un discurso impreso con grandes caracteres en el atril de Trump donde “corona” virus está tachado y sustituido por virus chino. Y todavía decimos gripe española. Y habita nuestra memoria el olvido acerca de que el actual transporte aéreo que lleva y trae al virus tuvo como antecedente las diseminaciones que los europeos trajeron en sus navíos desde 1492 en adelante a nuestro continente con las consiguientes víctimas mortales masivas.

Entonces: usamos antiguas palabras, todas ellas investidas de culpa, pecado, destino y odio para fenómenos que en la civilización técnica se representan con sus respectivas gramáticas desapasionadas. La modernidad llama educación a cerrar la brecha entre antiguos afectos que regulan los cuerpos y las pasiones, y las maneras banales en que el cálculo se cierne sobre los acontecimientos para dominarlos, transformarlos de modos predecibles, volverlos habitables en términos actuales, sin redención, sin consuelo, sin dolor, sin aliento –que es como decir sin espíritu y con la respiración objeto no de la mirada de Dios sino de la gestión de los gases en la unidad de terapia intensiva.

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Ese simple corpúsculo que tan fácil y rápido se extiende por el mundo, llevado por el tráfico aéreo, tiende el manto de la muerte en escenas precisas y seleccionadas que afectan a un número comparativamente reducido en relación con muchísimas otras causas médicas y sociales que se cobran su tributo a cada minuto sin que se nos levante una ceja. En ello reside la eficacia con que nos gobierna el coronavirus en estos meses. De esas otras causas poco se sabe en el sentido común de la esfera pública porque las agendas mediáticas no frecuentan esos temas o lo hacen con las puntas de los dedos. Endemias hay muchas y matan más, muchísimo más, aunque no ocasionan crisis patentes como la que nos aterra, y por lo tanto no nos atemorizan: las encaramos como casos circunstanciales cuando se nos cruzan en la vida cotidiana. A veces las oímos mencionar sin repercusión. Sucede con el dengue, pero bastaría hojear el índice de cualquier tratado de nosología para siquiera sospechar algo que está por completo fuera del foco de la atención colectiva. No compartimos una mirada sobre el conjunto. Se la dejamos a los especialistas. Con qué naturalidad se impone, entonces, el designio que nos obliga a proceder de maneras ineludibles. Aun con algunas discrepancias, nadie en absoluto puede sustraerse al asunto ni pasarlo por alto. Qué guionista intermediaría entre China y el resto del mundo las atroces escenas lombardas de faltantes respiradores y triages ciborg, con profesionales de la salud estragados por la impotencia bioética.

Surgen muchas ideas analíticas y críticas sobre el suceso y sus derivaciones. Para Timothy Morton tal vez sea uno de sus hiperobjetos. Este mero corpúsculo limítrofe entre la vida y la no vida, máquina de autorreproducción genómica que no sobrevive si no es habitando cuerpos de acogida, trama una diversidad mayúscula de asuntos de hecho inabarcables, que nos obliga a ampliar la conciencia, y a hacerlo de manera urgente y colectiva. No es solo para enfrentar al corpúsculo sino a todo lo que implica. Las paradojas de la vida presente. ¿No sustituían –o iban a sustituir- los mundos virtuales a los “reales” ?: temor tan pánico y pandémico como el virus (¡vienen los robots, las vidas mayoritarias se volverán inútiles!), actualizado ahora porque nos sentimos a prueba por el teletrabajo con la inquietud sobrecogedora de que si sale bien habrá cambios irreversibles, y en principio desfavorables para el colectivo asalariado, en cuanto a las labores y el empleo. Habrá, se teme, cambios asimismo irreversibles en los usos del espacio urbano. El pánico dicta la inquietud de que no se podrá ya circular libremente (¿libremente?, como si tal cosa fuera así.). Los estados de excepción totalitarios aprovecharán la emergencia y se quedarán adonde puedan llegar. No es este el temor alentado.

No sé del todo qué pasa ni qué pasará en un escenario tan impredecible ante el cual tantas voces hablan como si supieran lo que va a suceder y vaticinan. Es curiosa esa manera de autoadministrarse una tranquilidad precariamente consoladora ante la contingencia. Los deseos, tanto de intención como de consentimiento, se manifiestan como predicción.

Preferible es decir lo que se pueda sostener de manera efectiva. Y, ante la evidencia de que nos provee el virus, aun a su pesar, o en favor de sus intereses, como dice una parodia que circula y lo hace hablar desde su punto de vista (algo así como “bésense, tóquense, deambulen, porque si no, moriré” diría el propio virus) surge una cuestión digna de formularse: si todo está tan destinado a la virtualidad y al sedentarismo frente a las pantallas, y a la oportunidad creciente de “navegar” por todo este mundo y por otros… ¿por qué multitudes viajan físicamente cada vez más y asolan el mundo con sus deambulaciones turísticas? Es una pregunta pertinente ante el cuestionamiento que surge en estas circunstancias, en que queda al desnudo el abuso general del hábitat aéreo, destructivo del mundo que se pretende atesorar con la presencia. Tal pulsión voyeurista y de tacto con las cosas y los lugares, de sabores y olores que no nos proveen las pantallas, es lo que da al virus la oportunidad de ejercer su punición sobre este otro virus que es la especie humana. Y entonces, extrae una práctica culinaria –zoonótica- muy singular y local, tan remota, y lleva sus consecuencias por todo el mundo, como una amenaza de diluvio universal. Como si dijera, “por ahora mataré a algunos entre quienes no estaban tan lejos de su fin ¿pueden esperar que nuestra variabilidad genética les ofrezca desprevención luego?” En todo ello reside la amenaza que necesitamos tanto todavía observar y explicar acerca de lo que sobreviene. Y mientras pasó inadvertido lo que valdría como vaticinio en su momento: la palabra sueca flygskam -vergüenza de volar- que se tuvo que inventar para describir algo que antiguas palabras no atinarían. Aquella palabra forma parte de la plétora de significaciones y ficciones que darán testimonio a futuros historiadores de que lo que ahora nos aterra ya estaba ahí desde hace tiempo.

Viene entonces intentar una mejor definición de la amenaza. ¿Es una amenaza? Lo es y muy grave. Que estalle la burbuja de la demanda de respiradores es una catástrofe inesperada cuya magnitud aúlla desde los testimonios y las imágenes. Pero digámoslo: no es una guerra. La bélica es una desafortunada metáfora en ocasiones pronunciada con ingenuidad, pero las más de las veces con propósito. ¿Contra quién sería la guerra? Contra el virus no es una guerra porque el virus no está en guerra con nadie. Es un conglomerado molecular tan moralmente inocente como nocivo para nuestra especie, careciente de toda intencionalidad, astucia, actitud de acecho, estrategia, odio y voluntad de poder, todas estas cualidades inherentes a la guerra, que se practica entre pares, no con cosas no humanas. Una mejor metáfora sería la del incendio, una condición físico química, la del fuego que se propaga también como el virus de modo ciegamente destructivo, inocente, sin mal pero letal. El fuego no tiene teleología hacia quien y hacia lo que destruye. Usamos metáforas de poder: diremos que el fuego “domina”, pero el fuego no domina nada. Es una condición de la materia. El fuego, el virus, no nos vienen a conquistar, ni a dominar, ni a gobernar. Podemos ser derrotados por el fuego o por el virus cuando combatimos sus efectos con obstáculos, barreras, antídotos… materiales ignífugos, vacunas… Digamos de paso que la palabra secularizada es combustión y que fuego es un término antiguo, que no dejaremos de usar en caso de avisar que sucede. No diremos combustión ni “acontecimiento térmico” sino ¡fuego!, como no diremos “diseminación de partículas virales”, sino “contagio”.

Solo lo humano alberga el mal. Solo otro u otros humanos nos conquistan, vencen, dominan. De ahí que hasta que la ciencia moderna banalizó (si se prefiere dígase “secularizó”) la investidura espiritual de las cosas, (por lo tanto investidura culposa, inculpatoria) las palabras mencionadas arriba eran adecuadas, como ahora no lo son aun cuando las sigamos profiriendo (contagio como influencia, peste como metáfora y memoria, enemistad identificada con etnias o nacionalidades –es decir, como racismo y xenofobia). Seguir profiriendo esas palabras remite a multitudes libidinales fuera del dominio de los gobiernos y el orden. Es así que en algunos discursos prevalezcan esas palabras: orden, norma, disciplina.

De modo que la metáfora de la guerra nos hará preguntarnos contra quién sería y solo quedará enfrente el propio pueblo. La declaración de guerra es contra el propio pueblo al que habrá que dominar para que obedezca en el caso de que no lo haga. Seguro que en ciertas condiciones previstas por el estado de sitio constitucional podrá imponerse esa situación con legitimidad a los ojos de la institución política. El gobierno actual es de aquellos que prefieren llegar temprano a neutralizar al virus y tarde a reprimir al pueblo. Justo la fórmula inversa alentada por países vecinos en los que primero se saca al ejército a la calle y después se ve qué se hace con los cadáveres cuyo destino no se tuvo intención de torcer cuando vivían y enfermaban. Por ello no es casual, que ya sea por ingenuidad o por propósito, tiene sentido en estos días ver quiénes y cómo llaman con entusiasmo y casi de modo excluyente a reprimir, y tienen más interés en perseguir actitudes estúpidas, temerarias o distraídas en sus deambulaciones antes que ver el cuadro de conjunto.

Estamos frente a una calamidad. Pensar en todas las opciones y matices es la tarea para quienes se han dedicado a tal menester, y también para quienes quieran emprender tal esfuerzo junto a tantas labores que demandan las circunstancias. Todo es necesario. En ninguna calamidad de la historia faltaron quienes se dedicaron a todas las actividades humanas existentes. La vida sigue mientras la respiración prosiga, tanto para ayudar a respirar a quienes el virus se lo impida ahora, como en el futuro para prevenir, o respecto del pasado para recordar y aprender de él.