La solidaridad es el ejercicio del amor al prójimo. El intento de subsanar un dolor ajeno a costa de ceder parte de nuestros privilegios o placeres. Es un imperativo moral al cual nos comprometemos en pos de un objetivo que nos trasciende y que encuentra en la amistad su etapa superior.
Pero luego de que recientemente se hicieran públicas las argumentaciones del presidente de la Nación, Alberto Fernández, sobre el "nuevo método de re-equilibrar las cargas del esfuerzo fiscal", algunas personas se han empezado a preguntar si es legítimo imponer la solidaridad como pauta cultural orientadora de la norma.
En relación a este "dilema" lo primero que habría que hacer (creo yo) es reflexionar sobre por qué a nadie se le ocurrió interrogarse alguna vez si era legítimo imponer el egoísmo como estereotipo deseado de organización social. Pero eso quedará para más adelante.
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Lo cierto es que sí se puede imponer y de hecho se impone. El régimen solidario de reparto -que ordena nuestro sistema previsional- es un claro ejemplo de ello. Un pacto intergeneracional que parte de la premisa que la vida en comunidad implica asumir que nuestra existencia está unida a la de otras personas. Incluso a la de aquellas que aún no han nacido.
Para quienes buscamos la construcción de un orden social verdaderamente democrático, la solidaridad es un complemento de la justicia y entendemos que forma parte de nuestro contrato social.
Pero por si éstas líneas de razonamiento fueran poco, queda a las claras que el resultado electoral reciente reafirma aún más estos valores humanistas de cohesión social.
Raúl Alfonsín solía decir que la República democrática -para ser tal- debía avanzar de un Estado de Bienestar hacía un Estado de Justicia... pero eso amigues, es motivo de otra nota.