En medio de la singularísima y dramática situación que atravesamos a propósito de la expansión del coronavirus por todo el mundo y ciertamente también entre nosotros, se va instalando en el discurso de políticos y de periodistas una especie de lugar común que no por reiterado deja de ser perfectamente verdadero, que es el que asegura que de esta crisis sanitaria solo será posible salir “con más Estado” y constata que de izquierda a derecha existe en todo el espectro de posiciones ideológicas y políticas una “demanda de Estado” generalizada. En efecto, no deja de ser significativo que exponentes del pensamiento liberal o neoliberal más consecuente en su repudio del Estado, de su expansión y de su “invasión” de nuestras vidas sean unánimes hoy en su expresión de la necesidad de que sean los gobiernos de nuestros Estados los que desplieguen políticas públicas activas para garantizar la salud de sus poblaciones y de la población del mundo.
El tema es, por supuesto, enorme, además de muy añejo. Las posiciones de las distintas tradiciones políticas acerca del Estado han variado a lo largo de los siglos y de las geografías. De manera general, es fácil consignar, como se lo ha hecho muchas veces, el dominio de una tendencia “estatalista” en el pensamiento filosófico político europeo que se tiende entre las obras de Hobbes (que hizo del Estado la condición misma de la vida de sus ciudadanos) y de Hegel (que hizo de él la forma última de la comunidad jurídicamente organizada), y una tendencia a poner al Estado del lado de los problemas más que del de las soluciones en las grandes tradiciones críticas (la socialista, la liberal, la anarquista, la autonomista) que, después de Hegel y contra Hegel, hicieron de él el nombre mismo de aquello que debían llevarse puesto, en su lucha por la libertad y por la emancipación, los individuos, las clases y los pueblos.
En América Latina, donde el Estado ha tenido un protagonismo fundamental en la forja misma de nuestras naciones, dos posiciones disputan, cual duelistas de Joseph Conrad, desde hace mucho tiempo: una tiende a ser anti-estatalista en nombre de la evidencia de que el Estado es una máquina de reproducir relaciones sociales de desigualdad y explotación, de violar los derechos y las libertades de los ciudadanos, de disciplinar a las sociedades o de heteronomizar las conciencias; otra observa que todo eso puede quizás ser cierto, pero que del otro lado del Estado no suele encontrarse nunca la autonomía ni la libertad finalmente realizadas, sino por regla general las formas más despiadadas del mercado, y que sin Estado no tendríamos ni escuela para todos ni salud pública ni Asignación Universal por Hijo ni condiciones mínimas para la vida de millones de personas. Por supuesto, lo más sensato parece concluir que unos y otros tienen algo de razón, que el Estado es un monstruo de dos cabezas, y que necesitamos tener sobre él una perspectiva menos simple que la que ofrecen las dos posiciones extremas que acabo de presentar.
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En cualquier caso, es obvio que en situaciones como la que hoy vivimos esto se vuelve particularmente evidente, y no solo los pensamientos teóricos sobre la política que tienden a sostener posiciones contrarias a la expansión del tamaño y de las funciones del Estado, sino también los actores políticos, sociales y económicos que en general levantan esas mismas posiciones empiezan a reconocer, incluso si mantienen sobre el Estado una mirada general de recelo o de sospecha, que hay tareas que solo al Estado corresponde llevar adelante y que solo el Estado puede llevar adelante, y llevar adelante bien: con eficacia y con éxito. Y es posible que, en efecto, y tal como muchos vienen sosteniendo, de esta situación que vivimos terminemos saliendo no solo gracias a la intervención activa del Estado (cuyo gobierno, en nuestro país, ha asumido con fuerte dinamismo la iniciativa que el estado de las cosas parece reclamar) sino con más Estado en nuestras vidas, y con cierto consenso general sobre la conveniencia y la necesidad de esta mayor presencia del Estado en nuestras vidas. Hasta aquí parece haber hoy un acuerdo muy extendido.
Lo que, en este marco general, algunos empiezan a advertir, es el peligro de que ese fortalecimiento de los Estados que es una muy probable consecuencia del modo en que con seguridad puede atenderse y resolverse la situación que hoy enfrentamos no vaya acompañado de un correlativo fortalecimiento de nuestras democracias. Que el tipo de Estado que hoy la emergencia sanitaria lleva a las sociedades a reclamar en todo el mundo no sea necesariamente un tipo de Estado compatible con una mayor democracia, sino un tipo de Estado que tal vez exija incluso que las sociedades se vuelvan un poco menos exigentes en materia de libertades, derechos y garantías democráticas. Que la demanda que hoy se dirige a los Estados sea una demanda de eficiencia, de ejecutividad. Que, de hecho, no sea tanto una demanda dirigía a los Estados como una demanda dirigida a sus poderes ejecutivos, con poca preocupación por los sistemas de límites y de contrapesos que nuestros sistemas de gobierno suelen prever y nuestros pensamientos políticos suelen valorar. Se ha señalado incluso, en las últimas horas, el peligro de que, so pretexto de las exigencias de la salud pública, los gobiernos de los Estados puedan reforzar una cantidad de mecanismos de disciplinamiento social particularmente odiosos.
Es posible que siempre sea así. Si la élite dirigente argentina, en el paso del siglo XIX al siglo XX, abandonó algunas típicas preocupaciones liberales de la generación inmediatamente previa no fue por falta de convicción sobre la bondad de esos principios, sino porque en un contexto de fuerte inmigración, de estallido del precario sistema sanitario urbano, de enfermedades y de pestes, la preocupación por la salud pública tendió a subordinar la atención a las libertades individuales. A esa élite se la ha llamado alguna vez liberal-positivista, pero ese guión es engañoso. Esa élite fue primero liberal y después positivista, y cuando empezó a ser positivista se empezó a resentir como liberal. Recuérdese el famoso óleo de Juan Manuel Blanes sobre la fiebre amarilla, con los dueños del saber científico, médico, parados en la puerta de la casa en cuyo interior yace el cuerpo muerto de una mujer inmigrante. El dramatismo de la escena es tan grande que nadie se detiene a preguntarse lo que cualquier buen liberal preguntaría: ¿quién le abrió la puerta a esos médicos, a la ciencia, al Estado? No la mujer, que está muerta. No su marido, que está muerto o agonizando en el catre de atrás. No el bebé, naturalmente. Nadie. ¿Es posible forzar una cerradura en nombre de un valor superior al de la libertad individual, como lo es la salud pública? Sin duda que es posible, y a veces necesario. Pero nadie dirá que no hay en eso algo a lo que estar atentos.
Por supuesto que las situaciones son diferentes. Y no solo porque se trate de dos pestes muy distintas, sino también porque la idea de democracia que hoy tenemos es muy distinta a la que tenían los miembros de las generaciones del 80 y del 90 del siglo XIX. Quiero decir: que nuestra idea de democracia no es solo la de un sistema político en el que los ciudadanos eligen a sus representantes y después no deliberan ni gobiernan sino a través de ellos, a cambio de que ellos les garanticen, en contrapartida, un conjunto mínimo de libertades individuales, sino la de uno que incluye la posibilidad de los ciudadanos de participar, de manera deliberativa y activa, en los asuntos públicos (o sea: que hoy no pensamos la democracia solo en términos de la garantía de una libertad de, sino también en términos de la defensa de una libertad para), y la de ver garantizados, por el Estado, un amplio conjunto de derechos. Libertades negativas, entonces, libertades positivas y derechos: ésa es la fórmula de la democracia que desde 1983 hasta acá se ha ido configurando, con idas y venidas, con avances y retrocesos (algunos muy graves, como los que sufrimos en los últimos cuatro años, de fortísimo desprecio tanto a las libertades como a los derechos), entre nosotros.
Después de esos cuatro años de verdadero oprobio y bobería en la vida política argentina, las apariciones públicas y los dos o tres discursos que le hemos oído al presidente Fernández son tan reconfortantes como esperanzadores. En su discurso de apertura de las sesiones del Congreso de este año, hace en realidad muy pocos días, las muy meditadas citas a Manuel Belgrano, Juan Perón, Raún Alfonsín y Néstor Kirchner revelan un modo de Fernández de comprender la democracia complejo y sutil. Fernández tiene una alta estima y una aguda reflexión sobre las ideas de libertad, de derechos y de soberanía popular, que son los componentes de los que está hecha la más exigente idea sobre la democracia que hoy podamos levantar en un contexto que, incluso antes de este episodio tremendo de la peste, que nos ha cambiado a todos las agendas y las preocupaciones, se revelaba en toda América Latina (sacudida por golpes de nuevo pero también de viejo tipo, por gobiernos de derecha autoritaria o que deviene autoritaria en su propia andadura, por brutales represiones a la protesta popular) particularmente inquietante.
Por eso no es poco relevante que en su breve discurso de hace tres o cuatro días anunciando la cuarentena general obligatoria, el presidente haya insistido, y no una vez, sino dos, en que lo que se está proponiendo, o más bien, ordenando, es consistente con la democracia, “con lo que nos permite la democracia” (creo recordar que dijo): el presidente no parece desconocer los riesgos que para una convivencia democrática puede acarrear la perentoria necesidad de eficacia, de ejecutividad, de responsabilidad y disciplina ciudadana, de capacidad estatal de contralor del cumplimiento de lo que se indica y de eventual represión de su incumplimiento. El presidente parece saber muy bien que no solo todo eso es necesario, sino que nunca hubo tanto consenso social como para avanzar con energía en dirección a garantizarlo. Por eso es tan interesante que no deje de decir, en un discurso en el que nadie esperaba oír aparecer la palabra “democracia”, porque no era de eso, en principio, de lo que se trataba, que es en ese marco y solo en ese que el gobierno se propone, en esta emergencia, proceder.
La situación, dicen los que saben y los que nos traen las noticias sobre lo que ocurre en todo el mundo, es dramática, y requiere acciones (por supuesto: en primer lugar de los gobiernos de los Estados) decididas, enérgicas y eficaces. En ese marco, y en un clima, insisto, de mucho consenso social y de muy generalizada comprensión de esta necesidad por parte de la mayoría de la población, detenerse a reclamar el respeto a los límites que imponen las reglas de la democracia podría parecer un prurito más o menos caprichoso. Sin embargo, en un discurso que no careció de dramatismo ni buscó disimular lo grave de la situación, fue el propio presidente de la nación quien se impuso esa exigencia. Tarea muy difícil: cómo garantizar el gobierno, no solo para el pueblo sino del pueblo y por el pueblo, con los ciudadanos cuidándose en sus casas, vedada su posibilidad de reunirse a discutir, a deliberar y a gobernar en nombre propio.
Será un desafío enorme. Los medios (que una ley de la nación despreciada y maltratada en años todavía recientes indica como responsables de garantizar un bien público y un derecho humano universal) tendrán una tarea decisiva. Pero que el desafío se encare, desde el inicio, desde la propia cima del poder político del Estado que asume (porque así se lo exigimos todos y porque cualquier otra cosa fracasaría) la conducción de esta tarea colectiva, con una explícita preocupación por salvaguardar al mismo tiempo la salud de la población y la democracia que tenemos es un muy buen punto de partida. Si esta epopeya colectiva sale bien, puede ser que de ella la Argentina salga con más Estado, con más comprensión de todo el mundo de la necesidad de un sistema de salud pública preparado para emergencias como ésta, y con más (y no con menos) democracia: con más libertades, con más derechos y con más soberanía.