Había una vez una Bruja Malvada que con sus negras artes se apoderó del Reino del Sur. La Bruja Malvada había hechizado a los Campesinos Ignorantes con Flan Envenenado. Hipnotizados, los campesinos seguían mansamente los malignos designios de la Bruja Malvada.
Los Nobles Laboriosos no podían defenderse ni romper el sortilegio. Humillados y sometidos, debían pagar el tributo de oro que los Duendes Salvajes se llevaban las noches de luna llena al Castillo Embrujado.
Nadie se atrevía a levantarse contra la Bruja, a excepción de un valiente escudero que registraba cada uno de sus movimientos en lo que hoy conocemos como el Libro Oculto de las Crónicas del Mal.
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Incapaz de suportar tanta injusticia, el Príncipe Mauricio decidió bajar desde el Reino del Norte para vengar a su padre, el primero entre los Nobles Laboriosos, y liberar al Reino del Sur del hechizo del flan envenenado. Un noche tormentosa, el Príncipe Mauricio llegó en su corcel -blanco, puro, hermoso- y emprendió la Guerra Santa contra la tiranía maléfica de la horrenda Bruja.
Cuentan los bardos que entre otras hazañas, el Príncipe Mauricio logró romper el encantamiento del Flan Envenenado con una poción -amarga pero efectiva - que trajo del Reino del Norte e hizo beber a los Campesinos Ignorantes.
Luego, tras una dura batalla contra los trasgos y orcos de la Bruja Malvada, el Príncipe Mauricio logró capturar al Jefe de los Duendes Salvajes, recuperar una copia esmerada del Libro Oculto de las Crónicas del Mal - el original se perdió en misteriosas circunstancias - y ponerlo todo en manos del Santo Tribunal de la Inquisición. Afortunadamente, el Juez Justo logró con su santo oficio ablandar el corazón del Jefe de los Duendes Salvajes.
El Duende, rompiendo en llanto, se arrepintió de sus fechorías y confesó ante el Juez Justo los crímenes de la Bruja vengativa y sanguinaria. Entonces, sonaron los clarines, cantaron los juglares y el Juez Justo dispuso la hoguera para terminar de una vez y para siempre con la Bruja Malvada.