En una charla en la Facultad de Filosofía y Letras, el historiador Gabriel Di Meglio diferenciaba tres formas de trabajar el saber: la investigación, la docencia y la divulgación. Lo interesante del planteo era poder vislumbrar que se trataba de tres géneros diferentes, atravesados cada uno de ellos por propósitos, lógicas, códigos y métodos diferentes.
Claro que en la historia de nuestras instituciones, esa supuesta autonomía de esferas siempre fue una ingenuidad: la investigación siempre se instaló en un lugar de jerarquía haciendo de la docencia una actividad secundaria y de la divulgación una banalización. Por eso no era inusual asistir a clases donde profesores leían sus investigaciones como si en ello se expresara el acto docente, o la reticencia absoluta por gran parte de la academia de pensar la transmisión de sus investigaciones en otros formatos que permitieran su propagación. El entrecruzamiento de las esferas privaba a cada género de desplegar su propio potencial. Claro que para ello resultaba necesaria una democratización de los criterios, esto es, comprender que se trata de géneros y que cada género se despliega a partir de lenguajes distintos.
Asumirse género es difícil para quienes creen que la clave de cualquier saber está en sus contenidos, como si fuera muy simple y seguro distinguir formas de contenidos. La investigación también posee su canon, con sus códigos, reglas y formatos. El problema es que el concepto de género remitiría a una mayor prioridad de la forma sobre el contenido, y de ese modo, el fantasma del mundo del espectáculo, de la puesta de escena -y por ello del vaciamiento conceptual-, abroquela al desarrollo del supuesto buen saber y excluye todas las otras formas posibles.
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En la docencia, la transferencia es clave. Los contenidos por si solos no dicen nada. Decir algo es antes que nada trabajar las formas de ese decir. Todo lenguaje es retórico e incluso un lenguaje neutro, supuestamente objetivo, supuestamente científico, también supone una retórica. Pero por sobre todo, los destinatarios son otros: el investigador habla para un auditorio que no es el mismo que las aulas donde miles de alumnos asisten a formarse desde otra perspectiva. Lo difícil no es hablar para lo propios, sino para los ajenos.
En todo este conflicto entre investigación y docencia, la divulgación directamente quedaba fuera. La ecuación sostenía que un saber para poder ser popularizado necesita tanto despojarse de sí mismo que finalmente, si es comprendido por muchos, entonces ya no es el saber del que se partía. El rechazo a la divulgación siempre osciló entre lo masivo y lo popular: la masividad lo colocaba en el polo de la mercantilización, mientras que su popularidad del lado de la demagogia.
Es cierto que ningún saber puede plantearse por fuera de sus umbrales epocales, y en ese sentido las transformaciones tecnológicas han modificado también al mundo del saber. Investigar, por ejemplo, en tiempos de informática ya no es encerrarse en una biblioteca. Del mismo modo, la divulgación encuentra hoy afinidades con nuevos formatos mediáticos y tecnológicos que la obligar a reinventarse y no recaer únicamente en una cuestión de simplificación de contenidos.
Hoy hay muchos proyectos como Canal Encuentro o Tecnópolis, entre tantos, que buscan afirmarse en el lenguaje de la divulgación, promoviendo el alcance de los saberes a sectores cada vez más extensos de ciudadanía. La apropiación de los saberes por sectores cada vez más amplios supone una política. Hay una política de divulgación que busca encontrar su propia autonomía sin competencia con los otros géneros. Nadie que asista a un espectáculo de divulgación científica va a terminar por ello una carrera universitaria, pero seguro se va a encontrar con la posibilidad de apropiarse de elementos de los saberes que le resultaban ajenos.
Una pregunta, un debate, una manera diferente de pensar las cosas, un conocimiento adicional de por qué algo es como es. Una ciudadanía emancipada también se juega en estas posibilidades.