La cuarentena por coronavirus como disputa política

Las lamentaciones por el supuesto peligro del “unanimismo” y la añoranza del “pluralismo” son cantos de sirena de una derecha que se resiste a aceptar el inicio de un tiempo de crisis que va más allá de la pandemia.

29 de marzo, 2020 | 00.05

Una de las consecuencias que ha traído la pandemia del coronavirus, sobre todo después de la disposición de la cuarentena obligatoria, es el desarrollo de un sentimiento de unidad nacional, de patriotismo que posterga las diferencias y los conflictos y fortalece los vínculos comunitarios. Es una experiencia muy interesante para un país que vive envuelto en un clima de agudos enfrentamientos desde hace ya varios años.

Quienes portamos ya “edad de riesgo” recordamos un episodio con muchos parecidos formales en cuanto al clima colectivo: la guerra de Malvinas. La confluencia de entonces tenía un signo patriótico y antimperialista, aun cuando el conflicto fuera irresponsablemente iniciado y aviesamente manipulado por la dictadura cívico-militar de entonces. En aquel momento, resurgieron voces largamente ocultadas en los años duros del terror: recitales de rock, canciones “de protesta”, encuentros de solidaridad regional habitaron de modo impensado las mismas calles que poco tiempo antes habían sido recorridas por secuestros y asesinatos de luchadores políticos y sociales en escala nunca vista ni antes ni después. Mal que les pese a los desmalvinizadores de entonces y de ahora, aquello fue un momento importante del proceso que desembocó en la recuperación de la democracia. Claro que la defección militar y la derrota fueron la desembocadura de aquellos episodios y fueron fundamentales en la creación de un clima de frustración y resignación que condicionó mucho los acontecimientos inmediatamente posteriores.

Hoy, como entonces, proliferan las voces de alerta contra lo que se percibe como la amenaza del “unanimismo”, es decir la proliferación de acuerdos tan intensos y generalizados que tienden a silenciar voces disidentes y a permitir abusos por parte de los portadores simbólicos de esa unidad nacional. Así, por ejemplo, la decisión de la oposición de acompañar las medidas impulsadas por el gobierno de Alberto Fernández constituiría una amenaza al “pluralismo” y sería una circunstancia favorable a la emergencia de liderazgos autoritarios.

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Lo que, en realidad, está detrás de esas voces de alerta es la agenda política que ha nacido en el país a partir de la pandemia. Es una agenda que no ha nacido como producto del cálculo de un grupo de audaces, sino el reconocimiento bastante extendido de que la crisis señala un antes y un después. Y no solo para el país sino para el mundo entero. Abandonemos el registro de las presunciones conspirativas, que ven la plaga como un producto de acciones propias de la “tercera guerra mundial por partes” de la que habla el Papa Francisco. No es que desde aquí se descarte la existencia de tales acciones y de tales causalidades: son completamente probables. Pero será difícil probarlas. Lo que sí está completamente a la vista es que, aún de modo aleatorio y suponiendo la inexistencia de acciones que la provocaran, la crisis es un rayo en el cielo aparentemente sereno del mundo del capitalismo global.

Estamos ante el interesante, aunque un poco penoso fenómeno de un conjunto de líderes nacionales –empezando por el de la que es todavía la principal potencia mundial- que han desplegado una especie de catecismo neoliberal neo-apocalíptico, que podría tener por título “la vida por los mercados autorregulados”. Junto a Trump, forman en primera fila, Boris Johnson, del Reino Unido y el inefable presidente del Brasil, Jair Bolsonaro. “Que funcionen los mercados aunque el mundo perezca” es la consigna de presidentes que podrían ser pintorescos, si las consecuencias de sus actos no fueran tan nefastas. Los países gobernados por esos líderes van avanzando a pasos agigantados hacia una crisis política de incalculables proyecciones; simplificando un poco se podría decir que en Brasil, con un presidente en estado de delirio y gobernadores que procuran ordenar un poco la escena, no aparece un destino intermedio entre la dictadura cívico-evangélico-militar y una estrepitosa caída del régimen impuesto a base de mentiras, corrupción judicial y proscripción.

La gran discusión tiene el nombre de la cuarentena: sí o no retirar a las poblaciones a sus casas para salvar vidas. No parece una gran discusión teórico-política. Pero lo es. Lo es porque se discute el rol fundamental del Estado como organizador de la comunidad. Lo es porque, en consecuencia, desplaza a los automatismos del mercado y del capital como asignadores exclusivos de poder material y simbólico. Establece prohibiciones, moviliza e intenta centralizar la administración de recursos de salud, de alimentos y otros soportes esenciales. Ayuda activamente a los sectores socialmente más vulnerables, afectando, en muchos casos, los más sacrosantos “principios”, los de la propiedad privada, los del capital. Vivimos una suerte de agonía histérica de un mundo en el que las ganancias y las pérdidas monetarias son la única brújula que orienta las conductas de un mundo habitado por guerras de expansión, hambrunas gigantescas, concentración impúdica de riqueza en pocas manos y destrucción sistemática del medio ambiente.

¿Cómo puede decirse todo esto en un país en el que los gobernadores oficialistas y opositores participan del comando de operaciones contra la crisis y se prodigan mutuas expresiones de reconocimiento y afecto? ¿No es que estamos cerrando la grieta? Efectivamente la grieta, es decir el odio, la mentira, la chicana y el golpe bajo se han corrido de la escena –parcial y provisoriamente- de la política partidaria. Y ese es un activo importante. Ahora bien, eso no quiere decir que desaparezca el conflicto de fondo sobre el futuro de la sociedad argentina. Los neoliberales no se han vuelto democrático-populares ni a la inversa. Razones trascendentes de humanidad han orientado, felizmente, a nuestra clase política a una conducta positiva. Pero también ha influido el cálculo, que en política nunca está ausente. Ese cálculo ha llevado a muchos a pensar que si después de cuatro años de derrumbe económico, hoy se levantara la consigna (que Macri parece que dijo pero después dijo que no dijo) de “no frenar la economía”, entonces sucedería aquello de lo que no se vuelve: el ridículo.

Las lamentaciones por el supuesto peligro del “unanimismo” y la añoranza del “pluralismo” son cantos de sirena de una derecha que se resiste a aceptar el inicio de un tiempo de crisis que va más allá de la pandemia. Porque el hecho es que el virus ha venido a visitar un mundo que ya se estaba acercando a una encrucijada histórica. Nada más que una inocente propuesta, llamada cuarentena ha abierto una experiencia de vida en la que las viejas certezas han implosionado. Dolorosas como son y serán sus consecuencias, nuestro pueblo y todos los pueblos del mundo no serán iguales después de esta experiencia.