Uno de los mayores triunfos del neoliberalismo en Latinoamérica es el de haber instalado, en la agenda de casi todos los países, el tema de “la corrupción” de los gobiernos y sus dirigentes populistas como el gran mal que afecta a la vida democrática. El argumento utilizado para ello es que la corrupción asociada a la política constituye el cáncer de la democracia, que debe ser extirpado con urgencia en nombre de la transparencia y la República.
El neoliberalismo es un dispositivo ilimitado de concentración de poder económico, político, militar y mediático, que se adueña de múltiples aspectos de la vida social y produce el sentido común a través de la imposición que realiza el monopolio comunicacional. En muchos casos ese poder accede al gobierno por un procedimiento electoral y otras veces a través de golpes de Estado con fachada institucional. El neoliberalismo funciona como un cuerpo extraño, una neoplasia que se entrama en toda la cultura, término que en medicina designa un tejido de células cancerígenas que se comportan agresivamente y se diseminan. Aplicando esta metáfora tomada de la biología al campo político, afirmamos que es el neoliberalismo, y no la corrupción, el que constituye una patología surgida en el tejido de la democracia que la conduce a un peligro de muerte.
El neoliberalismo es un fenómeno parasitario, predatorio, que genera pérdida de derechos, endeudamiento externo, desindustrialización, especulación financiera, desempleo, represión y persecución a opositores, incremento de los índices de pobreza y de la desigualdad social. El Estado deja de ser protector, orientado por la inclusión, para transformarse en un Estado penal basado en el control de la corrupción, la delincuencia y la seguridad. Si los mercados gobiernan las personas son privadas de sus tierras, talleres y seguridades; la población se convierte en superflua y excesiva, un desecho del mercado laboral.
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La concentración corporativa produce, en los hechos, la disolución de la división e independencia de poderes, el reemplazo de la pluralidad de voces por el discurso único de la corporación mediática, cuya consecuencia es una imposición de valores que formatean la vida común y atentan contra la libertad de elección y de pensamiento crítico. Los gobiernos neoliberales - nuevos totalitarismos del siglo XXl - no son posibles sin una violencia del Estado orientada a reprimir lo político y las construcciones populares, en tanto constituyen obstáculos a la pretensión ilimitada del poder, que busca instalar democracias “normales” administradas por gerentes.
Lo que comenzó como una tendencia en toda la región para debilitar a los gobiernos populistas sin debatir los resultados de sus políticas, se transformó hoy en política de Estado. La corporación mediático-judicial realiza un “trabajo en equipo” que consiste en poner en el centro del debate político y económico el tema de la corrupción, criminalizando al adversario y etiquetándolo como corrupto. Cambiemos realizó la campaña del 2015 con un gran marketing, fundado en la mentira de mantener y profundizar lo bueno del gobierno anterior y el slogan "se robaron todo". Un país en llamas desacredita las promesas gubernamentales reiteradamente prorrogadas del “próximo semestre” y de “la luz al final del túnel”, que ya no convencen a nadie. La única carta que el gobierno utiliza son operaciones mediático-judiciales (fotocopias, allanamientos, etc.) que buscan imponer la corrupción del gobierno kirchnerista como sentido común.
Estas operaciones instalan, sin proceso judicial legítimo, la figura del corrupto: un exfuncionario de la oposición que supuestamente se enriqueció en forma ilícita, es transformado en “el culpable”, un ser indigno y peligroso para el cuerpo social. La centralidad que toma el “corrupto” cumple diversos objetivos: funciona como cortina de humo que intenta ocultar la crisis socio-económica, y hace creer al colonizado que la situación se debe a “los bolsos de López”, las supuestas coimas ya que “se robaron todo”. No es casual que el corrupto sea siempre un miembro de la oposición, un dirigente político o líder de pueblo perseguido, encarcelado, denigrado y transformado en enemigo público.
La figura del corrupto es configurada como agente del mal nacional, intentando borrar las pistas que conducen a las verdaderas causas: el neoliberalismo vampiro-depredador, que se alimenta con la sangre de las naciones y su gente. El chivo expiatorio producido por el poder opaca el verdadero problema, el de una corrupción estructural llamada neoliberalismo, que implica una transferencia intersectorial de recursos de una magnitud incomparable con cualquier corrupción individual. Se desplaza el patrimonio público a lo privado, se endeuda al Estado por generaciones y se provoca la destrucción del empleo de vastos sectores económicos, llegando a la desaparición íntegra de ramas de actividad.
El plan incluye otra transferencia, el desplazamiento tramposo de hacer creer que la crisis sufrida no se debe a un modelo político de país, sino que responde a un problema moral. La supuesta mala conducta de gobernantes populistas se castigará con la cárcel como solución, mientras el neoliberalismo avanza y el sacrificio del pueblo se naturaliza. La responsabilidad de un Estado se transforma y se enmascara en búsqueda de culpables.
No se trata de minimizar la deshonestidad personal de los funcionarios, sino de ubicar los problemas en su justa dimensión. El objetivo de estas operaciones de “lucha a favor de la decencia” no es mejorar la moral pública, sino valerse del argumento de la corrupción para criminalizar la política. De este modo se pretende alejar a las mayorías de la preocupación por la cosa pública y orientar al cuerpo social hacia la anti política. La desconfianza hacia los partidos, dirigentes políticos e instituciones públicas conduce a muchos al escepticismo y a la adopción de estrategias individualistas. La expresión “son todos iguales” significa el éxito de la operación.
Si el problema se convierte en la lucha entre el bien y el mal u honestos versus deshonestos, el conflicto político entre modelos opuestos se diluye y las fuerzas conservadoras lo agradecerán. La política no es la moral ni se dirime como un asunto penal, si se falla en el diagnóstico lejos estaremos de las soluciones. La corrupción debe resolverse por la vía de un ejercicio legítimo de la justicia y de los controles institucionales que hagan falta.
La utilización de la corrupción es una operación que encubre el mal radical, el neoliberalismo que produce la tragedia de convertir a la democracia en un sistema totalitario, lo que no es posible sin un Estado de excepción que realice acciones fuera del marco legal: represión, censura y persecución política, con operaciones de inteligencia para dominar a la población.
El neoliberalismo constituye el triunfo arrasador de células malignas en el cuerpo social, pulsión de muerte, que opera a favor de la desintegración del tejido social produciendo odios, racismos y salvajes destituciones de la subjetividad y la vida democrática
Es necesario pensar en nuevos diques políticos que digan Nunca más terrorismo de Estado, Nunca más neoliberalismo.