Si algún paciente observador de nuestra historia reciente se tomara el trabajo de repasar todos los mensajes pronunciados por nuestros presidentes (y presidenta) frente a la Asamblea Legislativa, podría descubrir varias joyas de la política vernácula. Escenarios hipercontrolados de la vida democrática, protocolares y solemnes, estos eventos han sido también la oportunidad para que, voluntaria o involuntariamente, nuestros líderes políticos enuncien, como parte de abigarrados y extensísimos discursos, algunas de las marcas distintivas de sus respectivas épocas.
Un sábado 10 de diciembre de 1983 Raúl Alfonsín pronunció ante los legisladores un discurso épico y conmovedor, consagrando una frontera con el horror de la dictadura que venía de concluir: “Hoy enfrentamos dos desafíos: gobernar la Nación en la crisis y consolidar definitivamente la forma de gobierno”; “a los problemas que esta crisis ha agravado enormemente se tratará de aprovecharlos para combatir la democracia”, pero, decía el presidente, “el pueblo argentino aprendió la lección y estará a nuestro lado”.
La Asamblea colmada escuchaba a un Alfonsín todavía brillante y fresco, para quien la democracia era una forma de convivencia y un instrumento de transformación, por entonces todavía a salvo del test de las presiones corporativas que no tardarían en llegar: “Nosotros vamos a trabajar para el futuro”, pero “los problemas que debemos resolver son los de nuestra época”, decía.
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Desde Alfonsín, las referencias a la “crisis” y a la necesidad de “unidad entre los argentinos” fueron constantes en los discursos de los presidentes frente al Congreso. El 8 de julio de 1989, Carlos Menem nos decía que enfrentábamos “una crisis dolorosa y larga. La peor. La más profunda. La más terminal. La más terrible de todas las crisis de las cuales tengamos memoria”; una crisis que, lo sabríamos después, sería usada por este presidente para justificarlo casi todo.
La promesa de una “Argentina unida” contra el abismo amenazante de las “dos Argentinas”, y el deseo de Menem de ser “el presidente de la Argentina de Rosas y Sarmiento, de Mitre y de Facundo, de Angel Vicente Peñaloza y Juan Bautista Alberdi, de Pellegrini y de Yrigoyen, de Perón y de Balbín”, auguraba ya que el presidente no vería ninguna contradicción entre haber prometido “Salariazo” y “Revolución Productiva” en la campaña electoral para ganar, y luego gobernar con y para el Grupo Bunge y Born, entre otros grandes representantes del poder económico.
Más de una década después, el 10 de diciembre de 1999, Fernando De la Rúa deslizaba ante la Asamblea una afirmación que, de ser descubierta por nuestro atento observador de discursos presidenciales, podría generarle un profundo estupor. El presidente que poco después sería el responsable máximo de la crisis de 2001, la más profunda de la era democrática, y que tendría que fugarse en helicóptero desde la terraza de la Casa Rosada, afirmaba que sólo sabría si había cumplido su deber cuando recibiera “el aplauso en el momento de entregar el mando a otro presidente elegido por el pueblo”.
Los presidentes kirchneristas harían de sus presentaciones frente a la Asamblea Legislativa escenarios de despliegue. Allí, Néstor Kirchner mostraría su estilo discursivo rústico pero conmovedor, y Cristina Fernández su carisma y su preferencia por las exposiciones extensas y didácticas.
El 25 de mayo de 2003 Kirchner enunció la marca originaria de una fuerza política nueva, que gobernaría la Argentina durante los próximos diez años. Integrada por miembros de una “generación diezmada” que no dejaba sus “convicciones en la puerta”, esta fuerza joven “venía desde el Sur del mundo” para “proponer un sueño”, decía el presidente. Un sueño que entonces, tras la devastación de 2001, parecía tan simple como imposible: el sueño de “una Argentina unida, una Argentina normal”.
El 10 de diciembre de 2007 la presidenta Cristina Fernández convocaba a “todos los hombres y mujeres de mi país, a los jóvenes, a los ciudadanos, a las ciudadanas, a las que nos votaron y a los que no lo hicieron” a apoyarla. Le pedía “a Dios que me ilumine para que me equivoque lo menos posible, que me ayude a escuchar, que me ayude a decidir”, como un augurio de que vendrían tiempos difíciles.
De su mano, la cuestión de la desigualdad de género se coló con fuerza en los discursos presidenciales frente a la Asamblea. “Tal vez me cueste más porque soy mujer, porque siempre se puede ser obrera, se puede ser profesional o empresaria, pero siempre nos va a costar más”, nos decía la primera mujer elegida presidenta en la historia argentina. Su fortaleza eran su propia fuerza y convicción, pero sobre todo el ejemplo de otras grandes mujeres de la historia de nuestro país: “no solamente de Eva que no pudo, no pudo, tal vez ella lo merecía más que yo”, sino también el “de unas mujeres que con pañuelo blanco se atrevieron donde nadie se atrevía y lo hicieron, las Madres y las Abuelas de la Patria”.
Entre todos estos antecedentes, al paciente observador de discursos presidenciales le será un poco más difícil extraer alguna frase fundacional, algún brillo particular, de las presentaciones del presidente Mauricio Macri en el Congreso. Fuera de vagas apelaciones al fin de una grieta que su gobierno se ocupó de fomentar, acaso la imagen que más perdure sea la de los gritos con que cerró su discurso frente a la Asamblea el 1° de marzo de 2019, su último año de gobierno. "Que la resignación o el miedo no le ganen a la desesperanza”, “yo estoy acá por el voto de la gente", “sus insultos no hablan de mí, hablan de ustedes”; son todas frases que quedarán en la historia, o al menos en la libreta de notas de nuestro paciente observador, mostrando al último expresidente como un opaco personaje que, inmune a todos los coucheos, siempre se sintió un poco extranjero en los grandes escenarios de nuestra política democrática.
*Paula Canelo es socióloga. Autora de ¿Cambiamos? La batalla cultural por el sentido común de los argentinos, Siglo XXI Editores.