El mismo día que los ex funcionarios del macrismo celebraban en las redes que la Argentina había logrado mejorar posiciones en el Índice de Percepción de la Corrupción, que publica la organización global no gubernamental Transparencia Internacional (TI), también se sabía que la empresa aceitera Vicentin se había declarado en default a pesar de haber recibido préstamos que hoy acumulan un pasivo de U$S 350 millones con el Banco de la Nación Argentina. Ese monto significa el 20% del patrimonio del banco, cifra que supera lo que la normativa permite otorgar como préstamo a una empresa y dado el cese de pagos, pone en riesgo financiero al mismísimo Banco de la Nación. Para completar el cuadro la empresa fue la mayor aportante para la campaña electoral de Juntos Por el Cambio en 2019.
Las dos caras que emergieron el mismo día sobre este tema inagotable pone en evidencia que el concepto mismo de corrupción está muy lejos de alcanzar un consenso político respecto a qué nos estamos refiriendo, mucho menos acerca de cómo alcanzar una “solución” sobre él. Desde luego el tema no es nuevo y ni siquiera puede remitirse a las últimos 4 décadas: la cuestión de la corrupción ha sido mentada desde los orígenes de nuestro país, e incluso en cualquier sistema u organización política que haya existido sobre la tierra. No es, de ninguna manera, un “problema argentino”. Pero pareciera que en la percepción de la sociedad civil la corrupción se ha convertido en un problema en el que se avanza en círculos: el tema siempre está presente, pero la sociedad percibe que no existen avances para controlarla. A su vez esa sensación de estancamiento hace mucho más complejo la implementación e impacto de políticas nuevas, pues deben afrontar un contexto de alta desconfianza por parte de distintos sectores sociales.
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Enfrentamos un problema recurrente sobre la corrupción en parte porque no hay consenso acerca de a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de ella, y por lo tanto el diseño de políticas que al menos la limiten, se torna difícil. Existe una primera mirada sobre la corrupción que es básicamente moral: personas que no guían sus conductas por una moral republicana, son las que generan la corrupción, es un problema estrictamente individual, porque habría personas buenas y personas malas.
Y cuando los fenómenos de corrupción se abordan como problemas morales, en una dimensión delictiva que lo empuja a abordajes policiales, las salidas tienden a ser restringidas a la casuística, individualizadas (sucedieron porque allí estaban esas personas corruptas) y en ocasiones trágicas. Recordamos que hace menos de un año quien fuera ex Presidente de Perú, Alan García, decidió quitarse la vida antes de ser arrestado por la Policía por una denuncia por corrupción. Así en lugar de que el sistema político lo procese y genere respuestas superadoras, nos quedamos en las acusaciones centradas en el individuo sin vincular esa situación al proceso político que implica. Aquella no fue solo una tragedia personal y de la familia de Alan García, fue un fracaso político del sistema cuando se discute y procesa la corrupción como un tema policial (cuando no de persecución, como ha sucedido no pocas veces en nuestro país). Y lamentablemente son muchas las personas que afirman que existen “personas corruptas” y “personas honestas”, separadas como castas, por marcas que les dio la naturaleza (o la neurociencia).
Sin embargo el núcleo que me parece más complejo y determinante a la hora de pensar la falta de políticas públicas eficaces en descender actos de corrupción, proviene de las lecturas políticas. Volvemos entonces sobre el trabajo de Transparencia Internacional. Los resultados suelen ser presentados de manera errónea en los medios ya que se lo menciona como una medición de la corrupción en los países, que arrojaría saber cuáles son los más y los menos corruptos, y no es así. Como explica la organización se trata de un índice de percepción, lo que nos deja en la pregunta ¿percepción de quiénes? Como señala TI en su página web “el IPC 2019 se basa en 13 encuestas y evaluaciones de expertos para medir la corrupción del sector público”. No solo, pero muchos de esos expertos son hombres y mujeres del mundo de los negocios, ya que varias de las organizaciones consultadas por TI, se dedican a analizar climas de negocios. Otras analizan situación económica y política en general. Entonces lo que tenemos con este índice es la opinión de expertos muchos de ellos vinculados al mundo de las empresas que dan su parecer, su percepción, sobre el grado de corrupción que existe en determinado país.
En algunos casos las preguntas son muy directas respecto a la existencia de prácticas delictivas para acceder a realizar negocios (pedidos de coima). De este modo, según los resultados, los hombres de negocios afirman que en la Argentina ha habido menos corrupción durante el gobierno de Mauricio Macri, que hizo nuestro país pasar del puesto 85 al 66. Ahora bien, el informe señala un aspecto interesante: “El Índice de Percepción de la Corrupción clasifica a 180 países y territorios según sus niveles percibidos de corrupción en el sector público, según expertos y empresarios. El análisis de este año muestra que la corrupción es más generalizada en países donde grandes cantidades de dinero pueden fluir libremente a las campañas electorales y donde los gobiernos solo escuchan las voces de individuos ricos o bien conectados.” Y aquí retomamos la situación de Vicentin. En mayo de 2019, por iniciativa del oficialismo de entonces, se modificó la ley de financiamiento de los partidos políticos permitiendo el aporte de empresas privadas a las campañas electorales, situación prohibida por la anterior modificación del año 2009. Como ha señalado Martín Astarita desde su cuenta de Twitter (@elloropolitico), la firma Vicentin fue el mayor aportante a la campaña electoral 2019 de Juntos por el Cambio, con la suma de $13,5 millones; De este modo queda planteada la cuestión de si la habilitación del aporte privado no facilita situaciones de corrupción, como la misma TI sugiere en su informe. Pero para el macrismo este tipo de injerencias no implicaba potenciales situaciones de corrupción; como tampoco entendía que la designación de que gerentes de empresas pasaran a ocupar espacios de decisión en el Estado donde debían regular al sector del que provenían. Se declamaba que la corrupción quedaba circunscripta al pedido de una coima o al desvío de fondos, que efectivamente constituyen actos ilícitos, pero de los más básicos y que muchas veces implican menores sumas de dinero y un daño al Estado relativo frente a otros hechos también ilegales (¿O no es un acto grave de corrupción que el Estado no haya completado el calendario de vacunas?). Y allí radica el por qué del otorgamiento de préstamos al principal aportante del partido que gobernaba en aquel momento: no es visibilizado como un acto grave. Y ese es el consenso que nos falta completar.
La corrupción no puede estar limitada a actos sumamente simples aprovechando la gestión de gobierno como la coima, sino que debe expandirse a aquellas prácticas estructurales que afectan al conjunto del funcionamiento del Estado y condicionan su accionar en pos de garantizar los derechos de todos los habitantes. La coima es un hecho grave y por tanto injustificado; su nivel de impacto en la política pública, puede ser de diverso tipo. La apropiación de espacios del Estado para el beneficio exclusivo de una empresa o un sector económico, erosiona el conjunto de las capacidades del mismo Estado y hace peligrar su función en beneficio del conjunto. Por eso es necesario cambiar el enfoque: la corrupción no es un problema para el funcionamiento del mercado, lo que como sociedad nos preocupa es que la corrupción es un escollo para el desarrollo de las capacidades estatales, en el cumplimiento de su función de trabajar por un crecimiento sostenido e inclusivo de nuestro país en su conjunto. Eso sucede cuando alguien pide una coima, cuando una empresa se apropia de un sector estatal o cuando este es administrado por representantes de empresas poderosas. Es hora de trabajar ese consenso, de llevar adelante las reformas legales necesarias y de promover procedimientos y orientaciones en las políticas públicas para lograr un Estado capaz de generar desarrollo inclusivo.