Golpe y contragolpe en Brasil

11 de julio, 2015 | 15.25

Cada vez con más naturalidad, Brasil se acostumbra a vivir con la idea de que el gobierno puede Dilma caer. Crisis económica, elección de un rumbo de ajuste ortodoxo, aliados convertidos en opositores, medios sedientos por lograr esta vez lo que no pudieron hacer con Lula, el universo de factores es amplio, pero todos coinciden en hacer cada día más difícil el cuarto mandato consecutivo del PT.

Una encuesta de la empresa Ibope, publicada recientemente, muestra el desplome de la imagen presidencial: del 40% de aprobación que tenía en diciembre del año pasado, justo después de las elecciones presidenciales, sólo conserva un 9%. Por el contrario, los que piensan que la gestión de Dilma es "mala o pésima" saltaron del 27 al 68%.

Las alarmas dentro del PT sonaron particularmente fuerte al saberse que incluso en la región del Nordeste, de donde provienen la mayoría de los votos oficialistas, sólo un 18% sigue apoyando a la presidenta.

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Más allá de estos números, el día a día del gobierno de Dilma se complica por la pérdida de aliados. A los sectores tradicionalmente opositores (grandes empresarios, medios de comunicación, partidos de derecha), hay que sumar las bancadas del supuestamente oficialista PMDB. En ambos casos, quienes lideran la Cámara de Diputados y Senadores, Eduardo Cunha y Renán Calheiros respectivamente, se convirtieron en osados jugadores que votan en contra de los proyectos que envía la presidencia y fabrican otros, contrarios a los deseos de Dilma.

Montados en este escenario de debilidad -donde el Poder Judicial también suma sus porotos con un tratamiento particularmente duro contra imputados del PT y particularmente ligero para las demás fuerzas políticas- el gobierno parecía impávido, como una presa que sólo espera la próxima mordida de su atacante.

Las culpas por esta situación son, en primer lugar, de la propia Dilma. Ante un escenario de desaceleración económica, empezó su segundo mandato reforzando el protagonismo del ala ortodoxa que siempre tuvo un lugar en los equipos ministeriales de los gobiernos del PT.

La respuesta fue un ajuste al presupuesto, lo que reforzó la recesión económica y la caída de indicadores sensibles como el empleo, que superó el 8%.

La primer respuesta del gobierno durante este año fue la realización de un Congreso del PT, donde se reafirmó el apoyo al gobierno, pero donde también se m ostraron tensiones internas, por el disgusto que despertó el giro ortodoxo de Dilma.

"Yo no voy a caer", dijo Dilma el martes pasado, en un reportaje exclusivo para el diario Folha. La frase deja ver hasta donde llegó el deterioro del poder presidencial, tanto como un punto de inflexión, donde sólo queda pelear contra quienes intentan que se produzca un fin anticipado del gobierno.

Estas declaraciones vinieron de una medida que va en el mismo sentido: después de meses donde Dilma sólo intentó congraciarse con los sectores de poder mostrándose como una alumna aplicada, junto a las centrales sindicales para anunciar un plan de protección del empleo.

La base del programa es que, en la medida que las empresas acrediten una caída en sus ventas, pueden reducir hasta un 30% del horario laboral, con el consecuente descuento en el salario. El gobierno se hace cargo de pagar la mitad de esa reducción salarial. La otra mitad (el 15% del salario) lo pierde el trabajador.

Resulta evidente que no se trata de una medida revolucionaria. Pero ante un escenario de pérdida del empleo, con caídas muy relevantes del nivel de actividad industrial, la medida va, al menos, en un sentido expansivo.

Los mismos sindicatos venían pidiendo un programa similar desde hacía un año, ante la evidencia de la multiplicación de los despidos y suspensiones. Además, la medida impide el despido en las empresas que se inscriban en el programa y mantiene todos los derechos adquiridos de los trabajadores.

Pero lo más importante sea tal vez la incipiente recuperación de la alianza social que sostuvo al PT en estos doce años: la población incorporada mediante los programas sociales y los trabajadores asalariados. Aquellos que, en su mayoría, votaron por Dilma en octubre pasado y que, hasta ahora, vieron a su gobierno actuar con la agenda de quienes supuestamente habían perdido.