Un joven de El Alto, el anillo de población mayormente aymara que cubre La Paz, se alista para ir al trabajo. Como suele hacer, toma su mejor ropa y se perfuma. La mamá lo despide con un beso y promete hacerle su plato favorito a la noche. Apenas sale del hogar una ráfaga de tiros abierta desde el cielo sobre un helicóptero del Ejército termina con su vida. La madre se entera luego que cuerpos médicos están haciendo un reconocimiento de ese cadáver en la capilla San Francisco. Esa señora y su marido serán reprimidos, gaseados y baleados, cuando junto a otros familiares pidan justicia por las víctimas mortales de la masacre de Senkata, ejecutada por el gobierno de facto de la presidenta Jeanine Añez cuando a sangre y fuego buscó romper un bloqueo alrededor de una planta de YPFB.
Ese matrimonio no concurrirá al hospital público para pedir auxilio, carecen de dinero, pero eso no es lo que los frena. Temen ser interrogados, o apresados, en la institución sanitaria. Otras personas que han resultado gravemente heridas en las represiones implementadas por el golpe cívico militar y partidario que tomó el Palacio Quemado también rehúsan ir a los hospitales. El gobierno supremacista blanco de Añez, y su mentor el empresario gasífero de Santa Cruz Luis Camacho, han implementado una cacería contra los sectores mayoritarios populares. La represión puede implementarse a cielo abierto, o dentro de las instituciones del Estado. Las vendedoras ambulantes de la ciudad capital, en general mujeres de pollera aymaras o quechuas, son barridas y expulsadas por la policía del régimen porque el gobierno de Añez no desea ver ese color cobrizo en las calles céntricas de La Paz.
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Organismos internacionales como la Delegación de Derechos Humanos del Parlasur o enviados de la CIDH han confirmado las últimas horas que lo dicho por el presidente derrocado Evo Morales, y negado por el presidente saliente Mauricio Macri, es verdad: desde la toma del poder con la biblia en una mano, y un fusil en la otra, el gobierno de facto produjo 32 muertos, 832 heridos y 1513 detenidos. A esas cifras la Delegación Argentina en Solidaridad con Bolivia, una misión de actores multidisciplinarios, compuesta por el jurista Roberto Carlés o el dirigente social Juan Grabois, suma con el informe presentado hoy martes detalles escalofriantes del terrorismo desatado tras haber tocado suelo boliviano la semana pasada.
El documento preliminar, que se presentó hoy martes en la sede del sindicato de periodistas SIPREBA, tendrá una versión ampliada y definitiva en unos veinte días. “Se tomaron testimonios de un centenar de personas en una locación segura de la localidad de El Alto, se visitaron domicilios particulares de otras víctimas, se visitaron personas hospitalizadas y se realizaron reuniones en distintos puntos de La Paz con actores de la política y los movimientos sociales urbanos, campesinos e indígenas. La delegación no pudo realizar la totalidad de las actividades programadas por las amenazas explícitas del Ministro de Gobierno (de facto) Arturo Murillo y el accionar de grupos de choque civiles”, explicita el trabajo desarrollado la Delegación argentina en las primeras páginas de su informe.
El Destape habló con Victoria Freire, socióloga y militante feminista, referente del espacio Patria Grande e integrante de la mencionada Delegación, para conocer qué vio y cómo se siente vivir el aliento represivo de Añez y Camacho en las calles de La Paz: “Hay grupos de choque dedicados diariamente a violentar la estancia de las comunidades originarias que habitan La Paz, hay testimonios que dan cuenta sobre disparos abiertos desde helicópteros hacia la población, eso sucedió en Senkata. Existen casos de personas heridas que se guarecieron en sus casas y no fueron a los hospitales por temor a ser apresados ahí, un dirigente de la CSUTB –la confederación campesina indígena- nos contó que saquearon su sede capitalina. En Potosí y Oruro también se registraron hechos de violencia. Algo común en todos los testimonios es el miedo a ser descubiertos, apresados, muchos dirigentes han optado por pasar a la clandestinidad para sobrevivir a un gobierno de facto que actúa por la fuerza”, comienza diciendo Freire.
Por último Victoria Freire hace hincapié en el sesgo claramente racista y patriarcal del gobierno de facto: “De fondo observamos una profunda violencia racista contra los sectores populares, y contra sus símbolos identitarios como es la bandera whipala. Ese es el cuadro con el que nos encontramos en Bolivia. Las propias dirigentes campesinas describen al golpe como profundamente discriminatorio, enemigo de la población vulnerable rural, con una carga de odio muy fuerte hacia las mujeres aymaras y quechuas que son las que han recibido ataques sumamente violentos. Las amenazas hacia la población indígena mujer alcanza el hostigamiento económico, las vendedoras ambulantes quechuas son expulsadas de las plazas céntricas. Incluso registramos testimonios sobre delitos contra la integridad sexual llevados a cabo por los uniformados”.