Una camioneta de Gendarmería transita lentamente por una angosta calle del barrio, arriba van cuatro efectivos enchalecados y con casco de guerra puesto, del estéreo del móvil sale música de Damas Gratis a todo volumen, avizoran un grupo de pibes en una esquina, la camioneta frena, se bajan los efectivos con las armas apuntando a la cabeza, todos contra la pared, requisa minuciosa, un cachetazo por acá, una patada por allá, no les encuentran nada y los invitan a que se retiren a paso redoblado. En continuado uno de los gendarmes frena un auto que se acercaba por la calle e invita a su conductor a que se baje, lo revisan rápidamente, a él y a su auto, se termina la canción de Damas Gratis y empieza otra de la misma banda, dejan ir al conductor y se vuelven a subir a la camioneta. Hay carcajadas entre ellos, se ríen de lo asustado que estaba uno de los pibitos que requisaron antes. Para los gendarmes esto es mucho más divertido que estar todo el día custodiando la inmensidad absorta en alguna frontera. La brutalidad con la que trata esta fuerza a los habitantes de los barrios populares es quizás la más dolorosa herencia que dejaron los gobiernos populares de CFK. Empezaron a mediados del 2010, con Nilda Garré como ministra de seguridad.
Las escenas de razzias indiscriminadas, invasiones intimidatorias a hogares sin orden judicial, maltrato físico, arrogancia y burla a los vecinos son omnipresentes en estos barrios. Sobre todo en aquellos que aparecen ya desde el nombre propio como una maldición en el imaginario de la sociedad, una negatividad permanente difundida en los noticieros, en productos del espectáculo, una negatividad que se construye con la alianza indispensable de las imágenes. Al mal la sociedad necesita verlo para creerlo. Los barrios populares son hiper-mostrados como ejemplos concretos del mal. El bien en nuestros tiempos es la doctrina policial, entonces el bien debe ir a donde está el mal y combatirlo hasta ganarle, por el bien de los buenos, que viven separados de donde está el mal.
Desde que desembarcó esta fuerza, de índole casi militar, instruida para enfrentamientos armados masivos, la vida en los barrios no ha sido la misma. Una fuerza armada como un ejército para combatir (aunque la cantidad de combates en lo real es inexistente) a banditas de pibes que salen a robar, en muchos casos con revólveres sin percutor o sin gatillo, eso de bandas de narcos que gobiernan los barrios con arsenales sofisticados no es más que una fantasía; el promedio de armas de alto calibre encontrada en los allanamientos, que son diarios en los barrios, es muy bajo. Lo importante es imponer un nuevo esquema para la cotidianeidad, donde es casi imposible pasar unas horas sin ser requisado. Se perdió la libertad ambulatoria. A la hora de las rutinarias vejaciones no se discrimina edades ni géneros, tanto estudiantes y trabajadores son siempre frenados y obligados a rendir cuentas de todo tipo.
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Luego de más de una década de convivencia ciertos bandos intercambiaron estéticas, lenguajes y formas de ser; los gendarmes a veces se comportan como pandilleros, y los vecinos del barrio han adquirido comportamientos de gendarmes, adoptaron un modo policial de existencia, empezaron a denunciar a sus propios vecinos por motivos absurdos, a exigir más mano dura, a festejar la caída en desgracia de algún jovencito, e incluso muchos empezaron a anotarse en las convocatorias para reforzar las filas de las legiones de la represión, situaciones que antes eran escasas o nulas en los barrios populares. Así como existe un sector de la comunidad que apoya y adora el verdugeo constante de los gendarmes, hay otro sector que resiste, que se niega a bajarles la mirada y que se les planta con la frente en alto, estos son, sobre todo, los adolescentes y jóvenes, tanto varones como mujeres, que si bien en número son los menos, su presencia constante en la calle los hace parecer una multitud. Son los adolescentes quienes más tiempo están fuera del hogar, lo que los convierte en blanco fácil para los represores, pero también son quienes menos temor tienen a la lucha cuerpo a cuerpo. Hace pocos días en “La Gardel” una jovencita se trenzó a golpes con otra muy joven gendarme, previo a la riña las contrincantes acordaron el protocolo; la piba del barrio pidió que sea mano a mano y gritó a los compañeros de su rival que no se metan, exigió que la gendarme se saque el chaleco y el cinturón, la uniformada aceptó, y pidió las mismas garantías al grupo que respaldaba a la joven vecina, también acordaron no agarrarse de los pelos ni patearse en el piso. La pelea fue bastante limpia, un empate técnico de puras piñas. Desde las ventanas de los monoblocks el público observaba en su mayoría en silencio.
Pero no es lo habitual este choque mediado por los buenos modales, lo habitual es que la vida en estos barrios pareciera regir bajo toque de queda; pasó a estar casi prohibida la reunión, donde se ven a más de 3 personas juntas en una esquina no pasa mucho tiempo hasta que irrumpen los gendarmes a maltratar, y a aclarar, que si vuelven a hacer eso volverán a estar ahí. Se amparan en muchas de las cámaras de seguridad instaladas adentro de los barrios y villas mismas, al estar el centro de monitoreo adentro de los barrios, el control social no solo es muy eficaz, sino que por cuestiones de cercanía, permite una inmediatez que no existe ni siquiera en Capital Federal. Los niños juegan en los pasillos acostumbrados a ver pasearse efectivos armados como para la guerra, niños acostumbrados a ver cómo se llevan a algún familiar de los pelos por el simple hecho de estar parado afuera de su casa. No existen los feriados para esta forma de vida, pero los fines de semana la rabia recrudece; los gendarmes llegan adonde haya un cumpleaños, una “jodita”, adonde haya música fuerte o un grupo de amigos bebiendo, para cortar el mambo. Entonces surgen las escaramuzas, los jóvenes que aún no apagaron su rebeldía, desafían a los gendarmes e inevitablemente terminan arrestados con unos cuantos golpes encima. El arresto se cumple en las mismas mini comisarias colocadas en los barrios desde la llegada de Cambiemos. Un gobierno que se aprovechó de la herencia de estos planes de seguridad para llevar a cabo más impunemente sus macabros lineamientos de mano dura.
Gendarmería Nacional no es la única fuerza presente en los barrios, en algunos lugares del Gran Buenos Aires se reparten el control con la policía bonaerense, una fuerza que mantiene otros ritos y conductas en su relación con los habitantes. Muchos vecinos tienen mejor consideración por la policía. Afloran internas y micro-rivalidades entre las distintas facciones de la “seguridad”. Hace unos días atrás en la Villa Carlos Gardel hubo un partido de fútbol entre jóvenes del barrio y policías, resultando ganadores estos últimos. En medio del juego aparecieron los gendarmes como en un acto de celos, como queriendo justamente marcar la cancha, a requisar a parte de los pibes que estaban observando la afrenta. Una vez que los verdes se fueron los pibes y los policías hacían chistes sobre ellos.
Si la policía tiene que disparar a un vecino lo va hacer y efectivamente lo hacen, si tiene que encubrir a un colega gatillo fácil no habrá duda, pero a diferencia de la Gendarmería es una fuerza de seguridad con una presencia más arcaica en los barrios, conocedora y parte de los códigos de los subsuelos de la marginalidad.
Más allá de estas paradojas entre las fuerzas represoras, lo que resalta en la atmósfera de los barrios es la resignación absoluta de sus habitantes a tener que vivir así, en perpetua requisa, con la posibilidad del arresto siempre abierta, más allá de cometer un delito o no. Abruma el sentimiento de: “nos merecemos esto por vivir donde vivimos”.