Desde que Raúl Alfonsín dio el batacazo de 1983 sabemos que para llegar a la Presidencia hay que zurcir partes de la sociedad. Lo hizo Mauricio Macri para acceder al Gobierno. El peronismo también lo hizo. Y, como Penélope, lo deshizo. Y lo rehizo.
En general, no hay nada más peligroso que un dirigente político -o un analista político- en busca de un actor social o de un “sujeto político”. No hay actores sociales “elegidos”. No hay actores sociales que por sí solos puedan o por sí solos motoricen. Largos debates sociológicos nos han enseñado que no fueron sólo los “migrantes internos” los que estuvieron en la base del peronismo. Que tampoco fueron los más oprimidos los que encendieron la chispa del Cordobazo. No fueron, finalmente, los piqueteros, ni los asambleístas barriales de 2001, los nuevos agentes de algún nuevo orden social. Los caminos de la sociedad son insondables.
Para completar estas premisas: a esta altura debe quedarnos claro que cuando la sociedad no responde a un cierto llamado el problema no es de la sociedad, si no del/los que llaman.
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Pero volviendo al principio, cuando alguna propuesta política -por qué no algún líder- logra unir algunos pedazos de la sociedad para construir una mayoría y, suponiendo que la virtud y la fortuna le permitan mantenerla unida, queda una tarea adicional. Se trata de una tarea que, hasta el momento, nuestra democracia no ha podido lograr: que los gobiernos democráticos encuentren una élite empresarial dispuesta a moderar sus estrategias -al decir de la socióloga Ana Castellani- cortoplacistas y predatorias.
Y eso como parte de un objetivo superior y urgente: morigerar los rápidos y abruptos ciclos económicos y políticos que, como una fiebre intermitente, dejan a la sociedad y al Estado cada vez en peor forma. Sólo si esos ciclos se vuelven más suaves, menos dramáticos, se puede pensar en modificar en algo una estructura económica que no le ha permitido a nuestro país mostrar un crecimiento sostenido.
¿Existe ese actor social? ¿Existen esas elites? ¿Bajo qué incentivos podrían modificar sus habituales estrategias?
¿Qué nos dice la historia? El gran empresariado fue áspero durante el gobierno de Alfonsín. Durante el menemismo, las privatizaciones fueron el santo y seña para que reingresaran por un tiempo capitales al país. Algunos sectores del gran empresariado, bajo un esquema de acuerdos entre capitales locales y extranjeros, pudieron hacerse de muy buenos negocios a bajísimo costo. Pero hacia fines de los 90 el modelo se agotó, la recesión se alargó y los acuerdos se deshicieron.
La mega devaluación de 2002 también funcionó como un guiño para un ciclo de crecimiento relativamente largo, que años más tarde encontraría límites estructurales. ¿Y ahora? Alberto Fernández habla de la convocatoria a un Acuerdo social y económico por seis meses. ¿Con qué actores empezar a “jugar” en este acuerdo? ¿Cuáles podrían comprometerse seriamente? ¿Quiénes son los que aceptarían dejar el fracasado esquema financiero actual y avanzar hacia una dinámica productiva de manera sostenida? ¿Bajo qué premisas?
Aunque pudiera parecer paradojal, creemos que el Estado -y los diferentes gobiernos que estuvieron y estén circunstancialmente en la administración-, tienen una profunda responsabilidad en este aspecto de hacer más eficientes y productivas a las elites empresarias argentinas. Hasta aquí hemos probado diferentes formas de relacionamiento: un Estado que intenta ponerles freno, otro que es porosamente filtrado por la corrupción que les genera negocios fáciles, otro que intenta una suerte de asociación sectorial y, el último de ellos, donde el proyecto político y económico del macrismo, el mismo que ahora fracasó, fue llevado adelante por una porción de esas elites.
Por esto necesitamos de un Estado fuerte, decidido y comprometido inexcusablemente con la transparencia, la eficacia, la eficiencia y la planificación: porque las señales a las elites empresarias dominantes deben ser de cooperación y de exigencia, de generación de oportunidades de negocios y de riqueza al mismo tiempo que de firmeza a la hora de repartirla. Debe ser el Estado el vértice de una pirámide que, de manera democrática y consensual, articule los intereses contrapuestos de una sociedad vigorosa.
Esta responsabilidad estatal no exime, ni mucho menos, las propias responsabilidades de las elites empresarias argentinas: su tendencia al rentismo, a las ganancias fáciles en poco tiempo, a la ausencia de inversiones duraderas y productivas. Es un escándalo el observar a aquellos empresarios dueños de empresas con calidad del tercer mundo pero que viven sus vidas como magnates del primero. Resulta, también, ofensivo a la razón y a los negocios aquellos dueños de grandes empresas que sostienen modelos económicos de financiarización y especulación aún en contra de sus propios intereses y el de sus accionistas. Y si no basta chequear cómo han perdido hasta casi dos tercios de su valor las empresas que cotizan en Nueva York por el desmanejo de un modelo económico como el actual que destrozó sus activos. Esa disforia de clase sí se puede ver.
Por supuesto que sería preferible para todos, en especial para los humildes de nuestro país, que esta nueva crisis que ocasionó el macrismo no hubiera sucedido. Pero si pudiéramos intentar alguna mirada optimista sobre una situación tan compleja es la ineludible necesidad que tendremos, para encontrar una salida, de todos los actores sociales. Los políticos, los sindicatos, las organizaciones de la sociedad civil y, por supuesto que también, los empresarios. Ojalá que cada uno de esos sectores, en su medida y armoniosamente, estén a la altura de lo que demanda la Argentina para ponerse una vez más de pie.