Sergio Massa es un animal político. Como tal, tiene un solo objetivo en mente: el premio mayor. Desde hace más de una década, cuando pegó el salto de la intendencia de Tigre a la jefatura de Gabinete de Cristina Kirchner; cuando fue, un año más tarde, candidato testimonial junto a Néstor Kirchner y Daniel Scioli; cuando rompió con el oficialismo en 2013 y ganó holgadamente las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires; cuando se jugó a todo o nada en 2017 con una arriesgada postulación a senador nacional que terminó devolviéndolo al llano, Massa siempre apostó a ser Presidente.
Esta semana volvió a lanzar su precandidatura, justo cuando Roberto Lavagna, que le disputa el rol de tercero en discordia entre el oficialismo y CFK, empezaba a tomar centralidad en la escena. Massa sabe que, otra vez, no tiene las mejores cartas en la mano. Pero cree que, esta vez, la suerte puede sonreírle. Se mira en el espejo de Kirchner en 2003: el candidato que llega de atrás, resiste los embates y termina quedándose con todo. Imagina una campaña imprevisible y virulenta. Tiene el cuero curtido y en sus planes, el último en ceder reclamará la recompensa. Está aferrado a su voluntad. El que abandona no tiene premio.
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Su acto de relanzamiento gozó de una virtud escasa en estas épocas: fue propositivo. Su programa de diez puntos “para la transformación argentina” le permitió primerear ideas en una campaña que, hasta ahora, se monta sobre el silencio de algunos protagonistas y el antagonismo de todos con todos. También mostró su rostro más opositor desde diciembre de 2015. Hubo sólo dos protagonistas en su discurso: él mismo y Mauricio Macri, el presidente “caprichoso” y “soberbio” que “fracasó” en su tarea. La ancha avenida del medio quedó reducida, en el mejor de los casos, a un angosto despeñadero en el que no caben sus aspiraciones.
Otro detalle que no pasó desapercibido el martes en La Rural fue la ausencia de sus compañeros de Alternativa Federal. Lo cierto es que Juan Manuel Urtubey aparece en estos días más preocupado por apuntalar un sucesor en Salta, Juan Schiaretti no quiere intervenir en la discusión nacional y Miguel Ángel Pichetto ya trabaja full time en la candidatura de Lavagna, que esta semana lanzó su propio espacio, más cerca del radicalismo disidente y el progresismo blanco que de disputarle votos al peronismo. Massa ya intentó ese camino en 2017, con malos resultados. Sabe que su base de sustentación estará en el conurbano de las grandes ciudades o no estará.
El lanzamiento de Lavagna fue una estocada en el corazón. Además de la amistad que los unía, el ex ministro de Economía había sido el jefe de su equipo de asesores durante un lustro y decidió disputar la presidencia sin consultarle. A partir de la famosa foto con sandalias y medias, su amigo le restó metraje en los medios, respaldo económico y el apoyo de algunos aliados clave, como el sindicalista Luis Barrionuevo. Y para peor, decidió armar por su cuenta en lugar de aportar a Alternativa Federal para fortalecer ese tercer espacio. “Estamos en dos proyectos políticos distintos”, dijo el jueves, volviendo a rechazar el convite a una interna. La relación está rota, aunque ambos, cortezmente, lo nieguen.
La relación entre Sergio Massa y Roberto Lavagna está rota
Sí, en cambio, existen varios canales de diálogo abiertos con el kirchnerismo. Wado de Pedro es su interlocutor preferencial, rol que supieron cumplir también Máximo Kirchner y Alberto Fernández. Aunque en el equipo de Massa nieguen terminantemente la posibilidad de un acuerdo con la ex presidenta, hay señales de descongelamiento de una relación que llevaba años en el freezer. El panel que compartió con el economista de La Cámpora Santiago Fraschina el miércoles, en Escobar, es una. El abrazo de gol entre Máximo K y Diego Bossio, jefe de campaña del tigrense, festejando el título de Racing el jueves en el Congreso, es otra. El fútbol tiene razones que la política no sabe entender.
La prioridad para Massa es que Macri no siga en el Gobierno a partir del 11 de diciembre
En el Instituto Patria destacan un dato no menor: de todos los precandidatos presidenciales de Alternativa Federal, Massa es el único que tiene votos propios. A esta altura, con sobredosis de encuestas, nadie puede arriesgar si son cinco puntos o diez o quince. Ni Urtubey, ni Lavagna ni mucho menos Pichetto pueden exhibir un galardón semejante. Si no logra hacerlos crecer hasta darles forma de una candidatura competitiva, esos votos podrían garantizarle, en una negociación, mantener su bancada en el Congreso y (más importante aún) en la legislatura bonaerense, además de conservar un puñado de municipios. Suena a bastante más que un premio consuelo.
Por ahora, Massa jura que no. Que es Presidente o nada. Sabe que tiene a sola firma un boleto a la gobernación bonaerense, pero teme quedar entrampado en un cargo que le costó la carrera política a más de uno. “La provincia es inviable sin un proyecto de país que la saque adelante”, diagnostica puertas adentro. Paradójicamente, en ese territorio, donde asentó sus bases, tiene su principal debilidad: le falta una figura competitiva para disputar ese distrito. Por estas horas maneja dos opciones heterodoxas: que un solo candidato a gobernador de todo el peronismo unificado se cuelgue de más de una boleta a presidente; o que Marcelo Tinelli acepte el convite y salga a recorrer la provincia.
Lo cierto es que, aunque todavía parezca lejos de su objetivo, Massa supo ponerse nuevamente en un lugar clave en la política argentina. Aunque no le alcance para ser él ahora, su decisión puede volcar la elección, y el futuro del país, hacia un lado u otro. Hace cuatro años, cuando quedó afuera del ballotage entre Mauricio Macri y Daniel Scioli, se mantuvo prescindente. No se arrepiente de haberlo hecho: hoy cree que el ex motonauta hubiese tenido un gobierno tan malo o peor que el de Cambiemos. De todas formas, si la historia lo pusiera esta vez en una posición similar, es posible que su respuesta sea otra. La prioridad, asegura, es que Macri no siga en el gobierno a partir del 11 de diciembre.