Es frecuente hablar de la “judicialización de la política” y de la “politización de la justicia” que, como dice una canción de Silvio Rodríguez, no es lo mismo pero es igual en sus efectos distorsivos y dañinos para la Democracia.
La judicialización de la política, a lo que he hecho alusión en otra nota, importa la intromisión de la Justicia -las más de las veces a instancias de quienes renuncian a hacer política- en temas que no corresponden a su competencia específica. Constituyen una clara desviación de las funciones judiciales, pronunciándose sobre cuestiones no justiciables por definición, que hacen a la oportunidad, mérito o conveniencia de las decisiones adoptadas por otros Poderes del Estado, y en tanto no significan agravio constitucional alguno.
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Un reciente y resonante caso ha sido la intervención judicial del Partido Justicialista, con argumentos tan pobres como carentes de la más elemental legalidad que no merece mayores comentarios.
La politización de la Justicia, por su parte, se evidencia conceptualmente por sus efectos distorsivos cuando los funcionarios judiciales pretenden ejercer actos políticos propiamente dichos. Buscan intervenir en y desde la política en terrenos extraños a sus concretas incumbencias, sirviéndose formalmente de los cargos que ocupan para imponer, sustituir o impedir medidas de aquella índole adoptadas de conformidad a la división de poderes y las instituciones republicanas.
Desde ya que lo afirmado no supone negar el derecho a las preferencias partidarias ni a las concepciones ideológicas que naturalmente ostentan quienes integran la judicatura, como se reconoce a cualquier ciudadano. En modo alguno se trata de pretender que sean ángeles, aunque los hay –y en grado creciente-, no por ostentar virtudes de inocencia o ingenuidad sino por la falta de testículos u ovarios para tomar resoluciones conforme a Derecho, cumpliendo el mandato específico que les asigna la Constitución.
Confusión de roles
La Justicia es un poder político del Estado, uno de sus tres Órganos principales. Se expresa como tal, pero necesariamente –para su legitimación- debe ceñirse a los cometidos que nuestra Ley Fundamental le reserva.
Es su deber ineludible tutelar la efectiva vigencia de los derechos y garantías, actuando de acuerdo al procedimiento reglado toda vez que se verifique una amenaza o violación al Ordenamiento Jurídico, cualquiera fuere el sujeto (privado o público) responsable de esa virtual o real transgresión.
Reconocer esa básica caracterización lejos está de admitir que los magistrados actúen como operadores políticos o como apéndices –simples mandaderos- de Gobiernos y Corporaciones en resguardo de sus intereses sectoriales.
Tampoco significa que el apego a sus funciones jurisdiccionales resulte de la mera sujeción a la letra de la norma, apelando a un positivismo extremo que niegue los datos de la realidad (aspectos sociológicos) que subyacen al conflicto traído a decisión del juez, o se desentienda de los valores en juego (aspectos axiológicos) en el contexto histórico concreto en el cual debe resolver el caso.
A la Justicia se le exige, valga la redundancia, que haga justicia. Pero no de cualquier modo, no por el mero voluntarismo del juzgador incurriendo en un decisionismo judicial cuyo único sustento es el deseo –honrado o espurio- del magistrado de arribar a una determinada solución, a pesar de ser consciente de su apartamiento del Derecho.
Actuaciones impunes cada vez más comunes
Es alarmante la cantidad, frecuencia y aparente naturalización social de las actuaciones ostensiblemente ilegales de los jueces, sea por exceso o por defecto en el desempeño de sus funciones jurisdiccionales. Tanto como la aceptación pasiva de su total impunidad, favorecida por el blindaje de los medios de comunicación masivos y celebrada por periodistas muy bien rentados.
El caso de Lula Da Silva en Brasil es una de las expresiones más brutales de lo que se viene señalando, todo el proceso que culminó –como lo había resuelto desde un inicio el juez Moro- con su condena, cárcel y pretensión de proscribir su candidatura -mediando serias posibilidades de acceso a un nuevo período presidencial- denota una absoluta ilegalidad.
Sin embargo, superando toda imaginación, se registran los últimos episodios del domingo pasado como formando parte de un realismo mágico y trágico.
Un Tribunal superior al juez de la causa compuesto por tres magistrados pero que durante la Feria judicial funciona con sólo uno de ellos, el juez de Feria, resuelve favorablemente una petición formal de excarcelación de Lula Da Silva. El magistrado inferior –estando de vacaciones en Portugal- decide que no se cumpla lo que ordenó su Alzada, una resistencia que por sí misma importa el delito de prevaricato (incumplimiento deliberado de la ley), que se agrava en tanto que la legislación brasileña prohíbe a un juez pronunciarse no estando en actividad y menos aún fuera del país.
En horas nomás, advertidos de la inconsistencia de esa contraorden a la policía federal con relación a la inmediata liberación del detenido político, el Presidente del Tribunal de Alzada -sin función ninguna en la Feria- dicta un acto que deja sin efecto el anterior de su colega, a sabiendas que esa decisión solo era revocable por el Pleno del Tribunal, o sea, culminada la Feria y con la integración de los tres jueces.
¿De qué Democracia y República hablamos?
La parte orgánica de nuestra Constitución Nacional –cuyas bases resultaran de la de EEUU- establece un sistema republicano curioso, consagrando por un lado dos Órganos o Poderes de raigambre democrática cuyos miembros son elegidos por el voto popular (el Ejecutivo y el Legislativo), mientras que por otro consagra un Poder (el Judicial) francamente aristocrático y antidemocrático, vitalicio y minúsculo en su máxima expresión (la Corte Suprema).
Los rasgos caracterizantes de este último se acentúan a poco que sus miembros se corporativizan, acceden o se aferran –viciada y cómplicemente- a sus cargos y entregan sus almas a cambio de la eternidad jurisdiccional.
Si además se apartan de sus competencias específicas, se partidizan o se someten dócilmente a los poderes fácticos vernáculos y foráneos, la Patria como la Democracia corren un grave peligro.
Durante décadas nos hemos mirado en un espejo lejano como ajeno a la idiosincrasia, realidades y necesidades de nuestros Pueblos latinoamericanos, pareciera que las actuales circunstancias imponen dirigir nuestras miradas con mayor atención a lo que sucede cerca nuestro y advertir las similitudes con lo que nos ocurre a nosotros mismos.
Romper el cerco mediático, abandonar la cómoda situación de espectador, sobreponerse a la resignación frente a la injusticia y pronunciarse con mayor vehemencia cuando resulta de la actuación –por acción u omisión- de la Justicia, ganar la calle para hacer visible la resistencia al opresor y la defensa de la Patria, son deberes impostergables.
Sin ninguna duda, esta es la Hora de los Pueblos.