El odio y la impotencia política

15 de septiembre, 2018 | 20.00

El antidemocrático poder neoliberal tiene un mismo plan para toda la región: etiquetar de corruptos a los líderes populistas como Lula, Cristina y Correa, luego encarcelarlos e inhabilitarlos de por vida para cargos políticos. Analicemos la versión local.

El grupo Clarín y sus inescrupulosos empleados “periodistas”, sectores judiciales irresponsables, que no creen en la Justicia, y parte del poder político, envenenan la sociedad instalando el odio mediante la técnica del chivo expiatorio. Estos agitadores presentan un enemigo interno alimentado con el padre nuestro de cada día, la monserga de que “se robaron todo”. Estimulan un sadismo extremo hacia los “otros” que justifica la represión, la venganza y la violencia en sus diferentes manifestaciones: desprecio, injuria, persecución y cárcel sin el debido proceso judicial. Los periodistas de los medios de comunicación concentrados, voceros del poder, enferman la cultura transformándola en un campo de batalla que lleva a la destrucción del espacio común. Formatean la opinión pública de modo de conseguir los consensos necesarios, en una sociedad civil colonizada, para imponer sus planes y negocios con impunidad. Alimentan el racismo, la xenofobia, el machismo y la agresividad, con racionalizaciones que son presentadas como normas necesarias para la civilización. El odio injurioso, consistente, articulado con el argumento de la lucha contra la corrupción kirchnerista, las mentiras y las falsas promesas fueron la estrategia central en la campaña de las elecciones 2015. En la Argentina de Cambiemos, a dos años y meses de esa gestión, el gobierno perdió toda credibilidad, ya no hay lugar para mentiras y promesas, el odio será el caballito de batalla fundamental de la campaña 2019.

Los grupos de poder promueven el odio expresado como violencia y desprecio al pueblo y sus dirigentes, convirtiendo el conflicto político en una lucha entre corruptos y decentes, lo que acarrea la degradación de la democracia a una guerra entre dos bandos enemigos. Se produce un verdadero bullying social que estimula una violencia psicológica, verbal, material y física; un abuso hacia los más vulnerables que se acompaña con la actitud contrastante de arrodillarse con fascinación ante el FMI. La instalación del odio tiene un estatuto antipolítico, cumple la función de dominar por medio de la violencia, la angustia y el miedo, alimentando la segregación y atentando contra los lazos solidarios y la formación democrática de la comunidad.

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El odio es signo de totalitarismo

Charles S. Peirce define al signo como lo que "representa algo para alguien", por ejemplo, el humo es signo de fuego. Por su parte, en El conflicto de las Facultades, Kant afirmó que el entusiasmo que suscitaba la Revolución Francesa era el signo de un progreso hacia algo mejor, una mayor libertad.

El odio social es signo de totalitarismo, un sistema que se caracteriza por producir una masa conformada a partir del odio. Las masas se constituyen cuando una persona, una idea o un valor se ubica como un ideal compartido por muchos y se establece entre ellos un enlace de sugestión hipnótica con debilidad del pensamiento, en el que el contagio y la repetición banal son la norma. Se obtienen así algunas ventajas: una cohesión social por el camino de la hostilidad hacia un elemento segregado -el enemigo interno- que satisface la agresividad y la venganza de los miembros. También se legitima socialmente la represión y un sistema autoritario, y se despolitiza distrayendo a la opinión pública de cuestiones acuciantes.

Si el odio y la satisfacción en la venganza hacia el adversario político es la regla naturalizada en una cultura ¿por qué una persona se cuestionaría su accionar, su conducta, su desprecio por la vida de los demás? Una subjetividad colonizada por los imperativos invisibles del aparato mediático justifica el odio y lo envuelve con ideales morales, sin hacerse responsable de que odia, al estar guiada por una obediencia inconsciente a los mensajes comunicacionales.

El neoliberalismo, dispositivo caracterizado por una concentración inédita de poder financiero, mediático, simbólico y militar, es un totalitarismo en el que la democracia se vuelve un simulacro. Fundamentado en la tiranía de un orden supuestamente natural, consiste en una angurrienta concentración de poder que aspira a un goce absoluto, sin distribución, al servicio de minorías privilegiadas.

El poder enloquece ante lo que percibe como un peligro amenazante: la emergencia de la política disconforme, desobediente e insumisa con la concentración neoliberal. Frente a esa rebelión que agujerea y descompleta el orden establecido, los expertos y los coaches no tienen nada que decir. El poder, intentando cancelar lo político a través de la represión y la violencia, transforma los conflictos en un asunto de policía, conformando enemigos que denominan grupos violentos; se trata de una práctica autoritaria que en el fondo no es otra cosa que impotencia política. El psicoanálisis denomina proyección al mecanismo que atribuye al otro los propios rasgos: la violencia y el odio del neoliberalismo adjudicados al campo popular expresan un rechazo de la política y encubren, como su reverso, la impotencia del poder.

El neoliberalismo, nueva forma de totalitarismo, al no ser posible sin odio, resulta incompatible con la vida democrática, que se caracteriza por el diálogo político, el debate plural, la orientación permanente hacia la ampliación de derechos, libertades y felicidad para las mayorías.