En el imaginario liberal-conservador del gobierno de Cambiemos subyace cierto pensamiento ramplón y superficial sobre el éxito alcanzado por Menem para gestionar profundas reformas de mercado con alta legitimidad política, durante su primer mandato.
El mundo que siguió al final de la guerra fría experimentó una fuerte expansión del comercio internacional, la incorporación masiva del complejo electrónico a la vida cotidiana y un flujo de capitales positivo hacia Latinoamérica. La apertura en ese contexto gozaba de cierta viabilidad y consenso, sobre todo porque Menem supo combinar la reestructuración de la deuda heredada por la dictadura cívico-militar en el marco del Plan Brady con la venta de los activos estatales, que le aseguraron un ingreso de u$s 26.000 millones frescos, provocando un impacto de modernización y crecimiento de la economía en el lapso 1991-1994, posterior a la catástrofe hiperinflacionaria de 1989.
Fue el tiempo en que el pueblo peronista parecía haber abandonado sus viejos conflictos con el poder económico y que la puja por la oferta de divisas entre grupos empresarios nacionales y el capital extranjero se saldó hasta fines de la década.
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Volver a los 90 en búsqueda del paraíso perdido fue el experimento de gobierno que llevó adelante la ignorancia y también el mesianismo de clase imperante de Cambiemos. Con este objetivo se impulsó un programa de apertura comercial y financiera ajeno al contexto global y el choque contra el mundo no se hizo esperar.
Esta semana con la cotización del dólar mayorista cerrando en $ 36,85, la tasa de referencia de política monetaria en 60 %, el riesgo país en 776 puntos y la pérdida de u$s 10.000 millones de reservas internacionales -equivalente a dos tercios de lo aportado por el FMI el 22 de junio- finalizó el experimento "vintage" del macrismo. Ni el pueblo está dispuesto a soportar el ajuste dominante, ni los grupos empresarios nacionales aceptan pasivamente la cooptación de sus activos a cambio de monedas.
El Presidente hizo gala de un apoyo internacional inexistente y los agentes económicos le respondieron desmadrando el tipo de cambio y las cadenas de abastecimiento y pagos, los gobernadores evalúan presentar un proyecto de Presupuesto alternativo, los intendentes recurren a la justicia por la eliminación del Fondo Federal Solidario, la CGT convocó a un paro general el 25 de septiembrey los universitarios se movilizan masivamente en contra de los recortes presupuestarios. Mientras tanto, Dujovne partió a Washington, anunciando medidas para el lunes y dejando trascender un objetivo de malos recuerdos: "déficit cero", remedo del programa fiscal de 2001 (como nombrar soga en casa del ahorcado, dirían mis mayores).
Sería saludable para el Gobierno -pero esencialmente para los argentinos- que se regule el sector externo acorde al contexto mundial, se utilice el financiamiento multilateral para reestructurar los vencimientos de la deuda contraída, se alcance el equilibrio fiscal reinstalando al Estado como redistribuidor social en acuerdo con las Provincias y se convoque a una negociación de precios, tarifas y salarios destinada a procurar un shock de demanda interna que relance la economía.
Cuando se afirma desde las esferas gubernamentales que "el rumbo no se modifica", renace el pesimismo de traumatismos graves sobre la sociedad argentina. En una democracia no existen visiones exclusivas de una clase social, y menos cuando los resultados del "rumbo" son desastrosos. Es hora de que el Gobierno asuma el fracaso de su gestión y busque consensos para una salida distinta.
Si el lunes Dujovne le habla sólo a los "mercados", la democracia argentina habrá sido golpeada una vez más y una crisis que reúne una inflación de dos dígitos con un desempleo también de dos dígitos -es decir lo peor de 1989 y del 2001- golpeará a la puerta.