El gobierno de Alberto Fernández no es una excepción en esta historia, ni siquiera ante la crisis derivada del coronavirus. Por el contrario, los períodos de crisis suelen agudizar tensiones que, en tiempos de normalidad, se canalizan silenciosamente. Los aprietes públicos de las grandes empresas que despiden personal o rebajan salarios en medio de la pandemia, ignorando el decreto de prohibición de despidos, plantean abiertamente una afrenta a la autoridad presidencial. ¿Qué vale más, desafían con crudeza? ¿La decisión de la máxima autoridad política del país o la voluntad del 1% privilegiado de la población?
No se trata solo de enfrentar la muy buena imagen pública que alcanzó un gobernante que se propuso defender la vida en medio de la pandemia, sino también de un episodio más dentro de una larga ofensiva estratégica para debilitar al Estado, que no es otra cosa que ponerlo al servicio del privilegio.
La disposición de la cuarentena demostró que el gobierno argentino supo prever la situación y tomar medidas valoradas en todo el mundo. Eso les resultó inaceptable. Por eso los voceros mediáticos de la derecha rápidamente aprovecharon los errores en la organización del pago de pensiones, jubilaciones y asignaciones para desprestigiar la capacidad organizativa del Estado. Por eso también machacaron cuando quedó al descubierto un negociado inaceptable en la compra de alimentos, donde el mercado “se le plantó” al Estado. Claro que hay errores, algunos muy graves, así como existen ineficiencias, esperables luego de cuatro años de destrucción de las capacidades estatales. Pero en ambos casos la respuesta del Presidente fue rápida y contundente. No dejó lugar a dudas.
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Desde 2008 el establishment argentino buscó instalar, con bastante éxito, que los conflictos son el resultado de una voluntad pendenciera de los gobernantes populares. Que Cristina Kirchner era la responsable de dividir al país y que ahora Alberto Fernández estaría recayendo en el mismo error al citar al Papa Francisco, quien califica como “miserables” a los ricos que aspiran a salvarse solos. De esa manera, las autoridades del Estado serían las que “perturban” el funcionamiento “normal” de la sociedad, al impedir o buscar contrarrestar la perpetuación de los privilegios de una minoría. Se vuelve invisible, así, la intolerancia inmediata del 1% que, ante la más tímida medida que afecte sus intereses, se levanta de forma virulenta.
Las ideas liberales, muy influyentes en los sectores medios, aceptan que la intervención del Estado es necesaria pero solo para los pobres, que precisan políticas focalizadas. A quienes no pueden pagar una prepaga o un colegio privado, que el Estado les brinde un servicio mínimo, aunque sea de mala calidad. Quienes no cuentan con servicios de seguridad privada, que los cuide la policía (y de paso los vigile).
Sin embargo, la pandemia deja más claro que nunca que el 99% restante de la sociedad necesita del Estado, necesita instituciones que junto a las organizaciones populares le pongan un límite a la voracidad de las minorías, que organicen la salud pública, que administren las necesidades más importantes del país, que prioricen las industrias estratégicas, que cuiden que nadie se quede afuera de la alimentación, del trabajo, de la educación, que nadie sufra la violencia o el despojo.
Un gobierno en disputa
Si algo unificó a todas las fracciones del establishment en 2015, superando momentáneamente sus diferencias, fue la decisión de concluir la experiencia del kirchnerismo, en la que por primera vez en 37 años de democracia sintieron en carne propia la experiencia de quedar totalmente afuera del comando del Estado.
Con el triunfo de Macri, por primera vez el gran empresariado llegó al gobierno sin mediaciones. Era el país atendido por sus propios dueños. Sin embargo, a poco de andar, el proyecto neoliberal de Cambiemos provocó que dentro del frente empresarial también surgieran ganadores y (relativos) perdedores. Los negocios privilegiados fueron la exportación de productos primarios y derivados, las inversiones en energía y, sobre todo, las finanzas. Por eso, la parte del empresariado menos beneficiada sostuvo contra viento y marea durante cuatro años la supervivencia de una tercera vía, hegemonizada por el Frente Renovador.
Pero el fracaso del macrismo condujo en 2019 a estos sectores a afrontar una situación adversa: si acompañaban a Macri estaban condenados a una derrota, pero a la vez la polarización política impedía el crecimiento de una candidatura alternativa. En esas condiciones, no les quedó mejor alternativa que aceptar a regañadientes la propuesta de Cristina Kirchner, quien postuló a Alberto Fernández precisamente para generar condiciones de gobernabilidad más sólidas ante lo que se venía. Con la incorporación del Frente Renovador al Frente de Todos, las cartas estuvieron echadas y pudieron reconstruirse las alianzas que se habían empezado a romper en 2008.
¿Puede pensarse que el rigor del macrismo le enseñó a estos sectores del poder económico que es preferible ganar plata bajo un gobierno nacional y popular que perder (o ganar menos) con un gobierno neoliberal? Sería ingenuo creerlo, después de tantos ejemplos históricos que muestran lo contrario. Es más realista asumir que, ante la falta de opciones, estos sectores volvieron a optar por el apriete al Frente de Todos para imponer las políticas que las urnas le negaron. Se trata nada menos que de tratar de disciplinar al gobierno electo para que traicione el mandato de sus votantes.
De ahí el permanente intento por generar divisiones al interior del Frente de Todos. ¿El objetivo de máxima? Estigmatizar y aislar a Cristina, a Máximo Kirchner, a Axel Kicillof. Apostar a un 2021 o un 2023 en el que Alberto Fernández “se saque de encima” al componente kirchnerista de su coalición y se acerque al armado de Roberto Lavagna e incluso a los sectores dialoguistas de Juntos por el Cambio.
Todo esto no hace más que realzar el valor de las decisiones que Alberto Fernández está tomando ante la pandemia. Las transferencias de ingresos a los sectores populares, el cuidado del empleo y de las pymes, la prioridad por la salud de la población, la reafirmación del valor del Estado, la idea de que “nadie se salva solo”.
El Frente de Todos está atravesando un periodo cuyo desenlace va a ser decisivo para la consolidación de la identidad que asuma como coalición de gobierno. En efecto, los gobiernos se definen en buena medida por las respuestas que eligen ante las circunstancias que les toca afrontar. En ese sentido, probablemente la pandemia va a parir al real gobierno de Alberto Fernández.