Periódicamente reaparece como tema de interés mediático el programa 6,7,8. Hay una corriente entre los comunicadores que formula una curiosa tesis que podría enunciarse así: “para asegurar la libertad de expresión es necesario que ese programa no exista más”. Es decir, la proscripción como recurso de la libertad.
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El tema, claro está, no es el regreso del programa. Se trata de algo distinto, de una obsesión que tienen algunos periodistas: que no haya en los medios de comunicación un espacio de crítica a esos mismos medios y a los periodistas que trabajan en ellos. Para sostener esa curiosa restricción se apela a una manifiesta deformación y falseamiento de aquella experiencia que estuvo en la pantalla de la televisión pública entre 2009 y el final de 2015. Se le atribuye al programa la “persecución de periodistas”, lo que claramente es una versión deformada y autodefensiva de lo que en realidad era el sistemático develamiento de la trama del discurso mediático dominante entonces y ahora. Se puso negro sobre blanco la sistemática manipulación de la opinión pública con el objetivo permanente de la defensa de los intereses de los grupos sociales dominantes. No se trataba entonces de ninguna cuestión personal con uno u otro periodista. Lo que ocurre es que un puñado de comunicadores –básicamente los que en estos defendieron a capa y espada el proceso de destrucción del país llevado a cabo durante la presidencia de Macri- aparecía de modo intenso en esa pantalla por el obvio motivo de que eran las figuras salientes de los operativos permanentes dirigidos a la desestabilización de los gobiernos de esos años. ¿Por qué es normal y aceptable que, por ejemplo, se inventen cuentas bancarias en el exterior de determinados funcionarios y, en cambio, es repudiable que se denuncien esas mentiras? ¿Todo lo que hace el periodismo debe ser defendido en nombre de la libertad de opinión menos la crítica de sus usos perversos y antidemocráticos? ¿La defensa de Daniel Santoro, procesado por el uso extorsivo de sus notas periodísticas, es una causa noble y el borramiento de un programa y sus participantes de la pantalla televisiva debe ser festejado como una conquista democrática?
Seguramente el programa es discutible y tenía muchos defectos; quien esto escribe asume los propios. Su línea editorial tenía una clara definición política de defensa del gobierno entonces en funciones. Si eso fuera un delito, lo sería muchísimo más la defensa incondicional que el gobierno de Macri ha tenido en estos años; un verdadero blindaje, acompañado con la censura de voces disidentes y la sistemática persecución sufrida por dueños de medios alternativos que hoy están en la cárcel. No hay, está claro, ninguna comparación posible. Se ha dicho –lo dijo el candidato a presidente Alberto Fernández- que el problema era que 6,7,8 formaba parte de la programación de la TV pública. El punto es digno de ser discutido: ¿en qué otro canal hubiera podido funcionar? Miremos un poco los contenidos que hoy proponen los medios dominantes y rápidamente concluiremos que no hay el mínimo resquicio para un mensaje como el de aquel programa. A eso hay que sumar los aprietes gubernamentales sistemáticos a emisoras no alineadas. ¿Está mal que la televisión pública le dé voz a quienes no forman parte del consenso ideológico sustentado por los medios dominantes?
En el programa estuvieron y hablaron muchas voces disonantes con su línea editorial y otras fueron permanentemente invitadas aunque el clima creado contra lo que se caracterizaba como “escraches”, determinó que algunos prefirieran no participar. La crítica a los medios y a sus periodistas siempre se sostuvo en términos políticos, lejos del agravio y del insulto que es desgraciadamente habitual entre los más connotados periodistas favorables al actual gobierno.
Ahora bien, es curioso que el tema de ese programa esté tan presente en la agenda de la discusión política. A tal punto lo está que forma parte del cuestionario habitual en las entrevistas con los principales candidatos del frente de tod@s. ¿Por qué tanto interés? Es evidente que lo que está en discusión desde hace ya un largo tiempo en el país –y el programa fue vocero de ese debate- es el tema de la pluralidad de voces en términos político-culturales. Y esta discusión lleva a una cuestión central de las democracias contemporáneas: el problema de los monopolios y oligopolios comunicativos, lo que conlleva una manifiesta asimetría de recursos entre las voces que defienden el estado de cosas y las voces de quienes lo cuestionan. Ese problema que en nuestro país existe hace mucho tiempo fue colocado en el centro de la agenda por los gobiernos kirchneristas y no ha sido totalmente desalojado de allí, ni siquiera en los tiempos de la censura y los aprietes a comunicadores críticos que han sido los tiempos de Macri.
Hay que agregar también que el movimiento popular ha encontrado nuevas formas y nuevos soportes para mantener viva la pluralidad, aún en el contexto de la virtual derogación por decreto de la ley de medios audiovisuales perpetrada por el muy “democrático” y muy “institucionalista” gobierno de la segunda alianza. El medio en el que se escribe esta nota es un ejemplo de las nuevas estrategias de la comunicación libre del dominio de los emporios mediáticos. Cuando fue despedido de la televisión, Roberto Navarro dijo “nos echan hacia el futuro”. Y así parece ser: si hubiera una verdadera medición de audiencias independiente de los oligopolios podríamos establecer el verdadero alcance de estas novedades. Aún sin ese recurso, intuimos –sobre todo después del resultado de las primarias abiertas- que el blindaje mediático del establishment tiene importantes fisuras. Y en consecuencia la lucha por la libertad de opinión cuenta con nuevos recursos.
Aun así la pluralidad de voces en los medios tradicionales debe ser defendida. Y debe elaborarse un nuevo nunca más a los atropellos del poder que incluya el nunca más a la censura de voces alternativas.