Cómo se vive una Navidad en la cárcel

Un relato sobre las vivencias que atraviesa el prisionero un 24 de diciembre.

24 de diciembre, 2019 | 15.55

En la cárcel la Navidad se vive de una manera más que especial. Nada en el orden de lo material se modifica; las rejas siguen duras, las paredes de la celda siguen midiendo lo mismo, el encierro no se toma franco. Pero la atmósfera toma un espesor más grueso. El aire adquiere un peso extraordinario y no se debe solamente al calor. Pareciera que el preso tomara una conciencia más profunda de su condición; la fecha le penetra el alma y le nubla la razón.

El 24 de diciembre, desde que se levanta, anda con una tristeza evidente: ya no se preocupa por esconderla o disfrazarla con la armadura del macho que se “para de manos”. Tampoco se preocupa por dejar que los otros internos lo vean con la guardia baja, porque esos otros transitan por una idéntica nostalgia. El ritual festivo, a pesar de eso, se mantiene intacto. Se prepara todo acorde a la tradición. En la mayoría de las cárceles ese día suele haber visita y suelen ser muchos más los visitantes. Van aquellos que quizás no visitaron a su ser querido durante todo el año. Al finalizar la visita las lágrimas se multiplican, los presos se desabrochan toda la carga tumbera, se desinhiben de todos los mandatos patriarcales. En ese momento el preso es vulnerable como no lo será después. Hasta el más picante se vuelve un osito de peluche. Es el día de pedir perdón, de decir las promesas más ridículas e improbables; el preso le promete a su madre ser un cordero ejemplar desde ahora en más, le profetiza un futuro de estricta conducta y ambas partes actúan su personaje a rajatabla, uno promete lo imposible, del otro lado simulan creerlo.

Al finalizar la visita reina la abundancia de bebidas y comidas, cada ranchada arma su mesa y compite por tener la mejor, a nadie se deja afuera ni a aquellos que no fueron visitados o que si lo fueron no tienen tanto para sumar a la mesa. También es una jornada donde reina extraordinariamente la camaradería con los guardias. Se borran las fronteras del poder momentáneamente; el preso y el guardia comparten abrazos, se reconocen ambos en la estupidez delirante de estar dentro de un lugar así, en el infierno terrestre y no allá afuera. El guardia que después te rompe los huesos y desarma tu celda en una requisa, por un rato comparte la misma mesa, se reprocha no estar con su familia y usa la oreja del preso para desplegar una enorme catarsis. Pero si hay algo que resalta en estas fechas es el orden; desde antes que suene la chicharra todos los presos limpian hasta el infinito de los detalles; baldean, liman las paredes, los marcos de puertas y ventanas, decoran y se visten de punta en blanco.

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Esa ley es para todos, incluso para aquellos que no tienen visita o que pertenecen a la manada de “gatos”, es decir, aquellos presos considerados en la escala más baja de la jerarquía tumbera; llámese haber caído por causas menores. Al igual que el protocolo de los libres nadie puede andar desprolijo, no bañado o mal vestido en una Navidad; estar preso no significa ser sucio, desprolijo ni bárbaro.

Todo lo contrario; adentro también reina lo tradicional de la cultura. A muchos presos las fiestas les pega mal, es una fecha donde abundan los cortes de venas, los estallidos emocionales violentos, los que se quieren ahorcar. Como si una represa fuera desbordada, el preso aprovecha para lastimarse, se sumerge en la irracionalidad porque le caen todas las fichas juntas de golpe. Pero sobre todo, porque cortarse las venas o amagar con el suicidio, garantiza ser dopado por el servicio médico, y estar dopado es ganarle tiempo al encierro. Estar dormido es estar en otro lado, quizás soñando que estás afuera brindando con los tuyos. Pero los que no se lamentan ni son invadidos por la necesidad de autoflagelarse, festejan y bailan acorde a las circunstancias. A las 12 como el resto de la especie que está allá afuera, se brinda y se saluda con largos abrazos, muchos de
ellos de gran falsedad.

Siendo más duraderos los abrazos entre ranchos, es decir, con quién considerás que es un leal amigo o con quien compartís la celda. A papá noel todos le piden lo mismo; una pronta libertad y salud para su familia. El preso sabe que el pago de sus platos rotos trae por añadidura el castigo a la familia, condenada al maltrato en cada visita, desviviendose para poder juntar plata que implican los largos viajes hasta el penal, para no ir con las manos vacías y llevar la tan preciada mercadería. Y afuera los familiares replican la tristeza, sienten ahora mucho más en estas fechas esa ausencia, no paran de mirar esa silla vacía a la hora del brindis. Para muchos presos las fiestas no tienen nada de festivo ni de alegría, sino que agigantan la depresión de la soledad, hacen que el encierro sea más agrio y agresivo. Pero para quien vivió varias navidades ahí adentro perdurará siempre en la memoria el recuerdo de un acontecimiento, el recuerdo de un día donde la cárcel toma otro color, donde por un rato cesan la mayoría de las peleas entre bandas y el guardia pone en remojo el traje de verdugo. Eso que se llama el espíritu navideño también arriba a Rejalandia .

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