Hace ya más de un mandato que Lula no es presidente ni ocupa ningún lugar institucional en Brasil. Sin embargo, un par de gestos suyos alcanzaron para ocupar el centro de la escena política, con el fin de salvar al cuarto gobierno consecutivo del PT que, por estos días, se debate ante el precipicio de un juicio político en el Congreso o una ola de descontento social en las calles, como se volvió a escuchar este domingo con el "Fora Dilma".
Más allá de todos sus logros en materia social y económica, Lula inventó una forma de gobernabilidad cuando en el 2002 se convirtió en el primer presidente obrero de su país. Esa gobernabilidad estuvo asentada en dos pilares: por un lado una alianza con el partido político menos ideológico pero más poderoso de Brasil, el PMDB. Por el otro, una apuesta por la versión carioca de la "burguesía nacional", corporizada en las grandes empresas constructoras como Odebrecht, Camargo Correa, OAS o Andrade Gutierrez.
Después del triunfo más que moderado de Dilma frente a Aecio Neves (3%), esa gobernabilidad entró en crisis. El PMDB se convirtió en un socio poco confiable en el Congreso, volcándose hacia posturas reaccionarias y dificultando la aprobación de los proyectos enviados por la presidencia.
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Al mismo tiempo, el avance de las investigaciones sobre los sobornos entre la estatal Petrobrás, las grandes empresas constructoras y los partidos políticos traspasó una frontera impensada: el 19 de junio, Marcelo Odebrecht, CEO y nieto del fundador de la multinacional, quedó preso. Al otro día, su padre Emilio le dijo a la prensa que "van a tener que hacer tres celdas más: una para mí, otra para Lula y una más para Dilma".
La alianza de gobernabilidad inventada por Lula había quedado efectivamente rota.
La tormenta perfecta se completa con un contexto internacional cada vez más difícil (caída del precio de los commodities, China creciendo cada vez menos, Europa con su mercado interno deprimido por las políticas de "austeridad") y la elección de Dilma de responder a ese escenario con recetas de ajuste, bajo la batuta del neoliberal Joaquin Levy en el ministerio de economía.
"¿Y ahora quién podrá ayudarnos?" debe haber parafraseado más de un petista en medio de este desgraciado cuarto mandato presidencial del partido de izquierda más grande de occidente.
Lula decidió en estos días ahorrarse cualquier sutileza y se instaló en Brasilia, sede del gobierno federal, desde donde tuvo reuniones directas con el vicepresidente Michel Temer y la cúpula del distanciado PMDB. La estrategia de Lula es clara: aislar al cuasi golpista Eduardo Cunha (presidente de la Cámara de Diputados y referente del PMDB), quien había pedido públicamente que su partido abandone el gobierno, y reforzar los lazos con los sectores moderados, liderados por el senador Renan Calheiros.
De esas reuniones, Lula consiguió que el Calheiros y el PMDB presenten una "agenda Brasil", con iniciativas legislativas, una base para reconstruir los puentes entre ese partido y el PT.
Al igual que lo hizo en el 2005, cuando el escándalo de corrupción del "mensalao" amenazó con expulsarlo del poder, Lula también buscó revitalizar el apoyo de los movimientos sociales, deprimidos por el giro ortodoxo de Dilma.
El miércoles pasado Lula y Dilma participaron de la "marcha das margaridas", que se realiza cada cuatro años. Unas 35.000 mujeres campesinas reclamaron por la igualdad de género, el acceso a la tierra y reforma agraria. Sugestivamente, Lula no pidió "defender los últimos seis meses, sino los primeros cuatro años del ella", en alusión a Dilma.
Esta misma semana, el ex presidente convenció a Dilma para que reciba al Movimiento de los Trabajadores Sin Techo, dentro del palacio de gobierno. Algo inusual en Brasil, aún para un gobierno del PT. En la ceremonia, los militantes cantaron "fuera Levy".
Este cinturón protector que Lula está creando para Dilma intenta servir de freno al nuevo golpe que recibirá la mandataria cuando el jueves próximo cientos de miles de personas salgan a la calle a pedir el fin del gobierno en la principales ciudades del país.
Como puede apreciarse a simple vista, todos los gobiernos progresistas de la región atraviesan un momento delicado, con elecciones reñidas, economías tambaleantes y "círculos rojos" enardecidos. Frente a eso, el rol de los líderes políticos -aunque no ocupen ya la presidencia- no parece desdeñable.