Para el curioso que se acerca desprevenido, la imagen es, por un par de segundos, dulce: remite a la iconografía del niño dormido a la que le cantaron Spinetta como Atahualpa. Pero es un caramelo ácido, de esos que humedecen los ojos. El niño se llama Aylan y no duerme sino que murió ahogado, tratando de cruzar la frontera de Siria para escapar de la violencia de la guerra. "Espero que el impacto que esta foto ha creado ayude a lograr una solución", dijo la periodista y fotógrafa Nilufer Demir, que es la responsable de que esta imagen esté recorriendo el mundo.
En la radio, la tv y las redes sociales esta imagen dio lugar a un tsunami de indignación en todas sus variantes: indignaciones sociopolíticas ("hay que saber que en julio, más de 50.000 sirios llegaron a Grecia, en comparación con los 43.500 que lo hicieron en todo 2014"), sarcásticas ("vos, hipócrita, que te emocionás ante la pantalla de tu IPod 6"), viscerales ("en qué mundo de mierda estamos viviendo") y oportunistas ("mientras vos te emocionás con esto, aquí en Argentina tu candidato es responsable cosas parecidas..."). Nos gusta creer que todos deberían indignarse en el tono y al estilo de nuestra indignación.
¿Existe un uso correcto del enojo y de su hermana, la tristeza? Nos acercamos a los medios en busca de emociones, con la esperanza de que la empatía por el que sufre nos haga mejores. Pero "la compasión es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita", escribe Susan Sontag. "La pregunta es qué hacer con las emociones que han despertado, con el saber que se ha comunicado. Y ser conmovido no es necesariamente mejor. El sentimentalismo es del todo compatible, claramente, con la afición por la brutalidad y por cosas aún peores."
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"El pesimismo hace suyo algo del sufrimiento del otro sin un objetivo concreto. La indignación exige una acción. Intentamos salir del momento de la fotografía y emerger de nuevo en nuestras vidas. Y al hacerlo, el contraste es tal que el reanudarlas sin más nos parece una respuesta desesperadamente inadecuada a lo que acabamos de ver." señala con clarividencia John Berger, en una nota escrita en 1973 acerca de las fotos de guerra de Vietnam. Y la tristeza es estéril cuando solo sirve a la tristeza.
La culpa es un eje falso: la cuestión no pasa por si somos culpables o no de esta muerte; una vez más, la culpa es un reflejo narcisista. Una vez más las redes realizaron una de sus tareas secretas: dar testimonio de nuestra inadecuación con el mundo. Nos hemos defendido maldiciendo y culpabilizando, como si el eje "culpables/inocente" sirviera para algo. "De la indignación y el dolor no se cosechan duelantes. Se cosechan espectadores" escribía en estos días Valeria Llobet es investigadora del Conicet y profesora en la Universidad Nacional de San Martín. Entonces, preguntamos de vuelta, ¿qué hacemos con la tristeza, el enojo y la culpa que la foto de Aylan nos despertaron? Ser un duelante significa no solo dolerse sino tratar de comprender como lo sucedido nos atraviesa y qué clase de vida vamos a realizar, lentamente y en pequeños gestos, en este trabajo de duelo.
"Es nuestro el duelo cuando debajo de las lágrimas se forma una rabiosa comprensión política de la causa de esas muertes. Somos duelantes cuando comprendemos la forma en que el niño sirio muerto en la orilla de la expoliada Grecia es equivalente al niño africano tragado por el Mediterráneo siracusano, y es conmensurable al niño palestino y al niño hondureño y al niño villero argentino matado en su casilla, como Kevin, o asesinado en el Riachuelo, en los basurales, cruzando descalzo y corriendo la General Paz", agrega Llobet. Qué así nos pase.