No fue una asunción común por muchísimas razones. No es común que un dirigente vuelva al poder para un tercer mandato después de más de una década y, mucho menos, que lo consiga después de pasar casi dos años en la cárcel por una condena injusta, pero celebrada por todo el círculo rojo. Tampoco es común que un líder transforme una clara señal de polarización política y debilitamiento institucional -como lo fue la fuga de Jair Bolsonaro a Estados Unidos antes de terminar su mandato- en una oportunidad para incluir a los que nunca son invitados al corazón del poder: los olvidados por el Estado y los más golpeados por sus políticas de ajuste. Por estas anormalidades y muchas más que caracterizaron la jornada, la toma de posesión de este domingo en Brasil fue movilizante para millones de brasileños y, especialmente, para Luiz Inácio Lula da Silva.
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El veterano dirigente del Partido de los Trabajadores (PT) ha dado sobradas evidencias en su vida de ser un hombre pragmático, no ajeno a la moderación cuando el contexto lo demanda. Su última campaña presidencial, de hecho, mostró exactamente eso: una amplia coalición con antiguos rivales, una fórmula con un detractor que celebró su condena a prisión y un giro hacia un discurso más cercano a las comunidades religiosas, la base donde el bolsonarismo mejor construyó poder en estos últimos cuatro años. Pero este domingo, cuando volvió a jurar como presidente y se puso la banda frente a una multitud, mostró al otro Lula: el que se niega a perder la esperanza de cambiar profundamente a su país y el que no puede contener las lágrimas cuando habla del hambre y la angustia de familias que, como la suya cuando era niño, luchan como sea solo para sobrevivir.
Se emocionó en muchos momentos del día y, en su segundo discurso, cuando ya tenía la banda puesta y le hablaba directamente a la marea humana que había inundado la zona de los edificios públicos más importantes de Brasilia, ni intentó contener las lágrimas cuando se quebró. Estaba hablando del hambre, de la desigualdad y de las injusticias que habían crecido, multiplicado en los últimos seis años, desde el golpe parlamentario que derrocó a su sucesora y delfín, Dilma Rousseff.
Pero de la misma manera que no ocultó lo que significaba para él la vuelta a la Presidencia, fue muy claro al denunciar el estado del país que dejó Bolsonaro y cuáles serán sus prioridades: "El diagnóstico que recibimos en el Gobierno de transición es aterrador, vaciaron los recursos de salud, desmantelaron la educación, la cultura, la ciencia, la tecnología, destruyeron la protección del medio ambiente. No dejaron recursos para merienda escolar, vacunas, seguridad pública, protección a las selvas y a la asistencia social desorganizaron la gobernabilidad de la economía, del financiamiento público, el apoyo a las empresas, a los emprendedores y al comercio externo dilapidaron a las estatales y a los bancos públicos entregaron el patrimonio nacional y los recursos del país fueron hechos rapiña para saciar la estupidez de los rentistas y accionistas privados en las empresas públicas. Es sobre estas ruinas terribles es que asumo el compromiso de reconstruir el país para hacer un país para todas y para todos".
Adelantó que implementará políticas para garantizar el acceso a la salud, educación, cultura y seguridad públicas; volverá a apoyar a las pequeñas y medianas empresas, reactivará la actualización constante del salario mínimo para que no pierda con la inflación, recuperará su política de desarrollo económico con el Estado -y sus empresas productivas e instituciones financieras- en el centro, y los programas sociales que fueron emblemas de sus dos primeros Gobiernos y sacaron a millones de personas de la pobreza. Finalmente, ratificó una promesa que fue eje en su campaña: deforestación cero en la Amazonía y emisión cero de gases de efecto invernadero en la matriz energética nacional.
Aunque no hay dudas de que una parte importante del mismo círculo rojo que celebró su condena a prisión ahora lo apoyó para derrotar a Bolsonaro -cumplió con su agenda neoliberal, pero se había vuelto demasiado errático e incontrolable para garantizar completamente sus intereses-, Lula le habló una y otra vez a los que más están sufriendo. Y cuando llamó a mirar para adelante y dejar atrás las diferencias y la polarización, lo hizo reconociendo que no todos parten del mismo lugar. "Divididos seremos siempre el país que nunca llega. Si queremos vivir en un país para todos y todas, no puede haber desigualdad. Nadie es feliz en medio de tanta desigualdad," sostuvo y habló de todos los tipos de desigualdad -de género, racial, laboral y entre la ciudad y el campo- pero el foco al que siempre volvió el ex líder sindical fue la desigualdad social.
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Por eso, destacó: "No es justo ni correcto pedirle paciencia a quien tiene hambre. Ninguna nación se levantó ni podrá erguirse sobre la miseria de su pueblo. Los derechos e intereses de la población, el fortalecimiento de la democracia y la retomada de la soberanía nacional serán los pilares de nuestro gobierno."
Quizás, el momento más pragmático del día llegó cuando Lula adelantó cuál será el rumbo de su política exterior frente a varios mandatarios latinoamericanos, entre ellos Alberto Fernández: "Los ojos del mundo nos han mirado durante las elecciones. Nuestro compromiso será con Mercosur y el resto de las naciones soberanas de nuestra región. Tendremos un diálogo activo con Estados Unidos, la Unión Europea y China. Haremos más alianzas para tener más fuerza de ahora en adelante. Brasil tiene que ser dueño de su destino, tiene que ser un país soberano.