El gobierno de Alberto Fernández decidió retirar a la Argentina del Grupo de Lima, creado en 2017 y del que su país fue uno de sus fundadores bajo la presidencia de Mauricio Macri. Este Grupo fue creado como un mecanismo de presión regional para contribuir al objetivo central de los Estados Unidos: derrocar a Nicolás Maduro y sacar al chavismo del poder por todos los medios posibles.
En el comunicado de la cancillería argentina se sostiene que las acciones contra el gobierno de Venezuela no obtuvieron resultados, propone el diálogo entre todos los sectores y rechaza las sanciones y bloqueos impuestos en el contexto de la pandemia. Si bien el Grupo de Lima apela a una retórica de fortalecimiento de la democracia en Venezuela, no nació para buscar una salida pacífica y negociada a la crisis multicausal. El Grupo desconoció los procesos electorales del gobierno y las instituciones electas, adoptó las posturas de los sectores opositores más radicales, incorporó a su seno a un representante opositor y reconoció como “presidente encargado” a Juan Guaidó, quien no fue electo al cargo por el voto popular y no controla ni un milímetro del territorio.
Si bien Estados Unidos no participa formalmente del Grupo, lo utilizó como elemento de presión diplomática y económica, así como las intervenciones de Luis Almagro -secretario general de la OEA (Organización de Estados Americanos)-, cuya principal actividad es denunciar al gobierno de Maduro. Almagro, quien incluso deslizó la posibilidad de una intervención militar en Venezuela, participó junto a los presidentes de Chile, Colombia y Paraguay de un festival organizado en febrero de 2019 en la frontera colombo-venezolana para apoyar una supuesta ayuda humanitaria que debía entrar a Venezuela. Algunos interpretaron que ese cruce fronterizo sería un paso para derrocar a Maduro, pero también terminó en un rotundo fracaso.
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La salida argentina del Grupo de Lima no es solo por el tema Venezuela como se podría interpretar de manera superficial; hay que leerla también en clave de un reacomodamiento de índole regional.
Al comenzar el siglo XXI, la novedad en América Latina fue el desarrollo de una corriente progresista que decidió crear organismos regionales para fomentar la integración latinoamericana y caribeña porque los existentes en su mayoría tenían -y aún tienen- como eje temas económicos y aduaneros. Lo novedoso fue la decisión de articular políticamente la región. Es así que primero se creó la UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas) y luego la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) incorporando a Cuba sin Estados Unidos y Canadá, con la clara intención de que la OEA pasara a jugar un rol secundario, algo que todavía no se logró.
En este juego de posiciones, los gobiernos conservadores y de derecha no se quedaron quietos. En 2011, mientras la UNASUR se fortalecía, Chile, Perú, Colombia y México crearon la Alianza del Pacífico, supuestamente para fortalecer los vínculos comerciales entre ellos.
Y en 2017, aprovechando que en Argentina gobernaba Mauricio Macri, en Brasil Jair Bolsonaro y en Ecuador Lenín Moreno, formaron el Grupo de Lima por fuera de la UNASUR para acorralar a Nicolás Maduro, conscientes de que hubiera sido imposible en al marco de los organismos existentes.
El gobierno argentino intenta recuperar la centralidad de los organismos regionales en América Latina y el Caribe como únicos mecanismos de articulación entre los gobiernos. Y la salida del Grupo de Lima es un paso más en este camino.