Comer en Brasil es una odisea, por lo menos para 33 millones de personas que sufren hambre. El regreso de la economía más grande de América Latina al Mapa del Hambre de la ONU, en un contexto de aumento de los precios de los alimentos y de la energía, hizo disparar la asistencia a los comedores públicos en la ciudad de San Pablo, la capital industrial y financiera del Brasil. El centro histórico de Brasil ya no tiene tantos turistas sino que está atascado de filas de personas en buscan de alimentos a cualquier hora. El salario mínimo es de 1.212 reales, 230,70 dólares. 40 millones lo reciben y más del 70% se va a la canasta básica de alimentos, según informaciones del Senado.
"Lo que pasa es que hay gente que tiene que elegir entre comprar comida o pagar el alquiler", dijo a Télam Cleo, una de las encargadas de organizar una de las cocinas de Bom Prato (Buen Plato), la red de comedores públicos que funciona desde el 2000 en el estado de San Pablo, adonde se desayuna por 0,50 reales (13,66 pesos al cambio oficial) y se almuerza o cena por 1 real (27 pesos al cambio oficial), en virtud del subsidio provincial.
Bom Prato es una red de 94 restaurantes públicos en todo el estado de San Pablo que, desde 2019, se vio obligada a expandir su capacidad en 40%.
En el centro antiguo de San Pablo, en la calle del comercio popular 25 de Marzo, comienzan las filas, largas y concurridas aun bajo la lluvia débil, desde las 10.30. Son para comer un plato con arroz, porotos, ensalada, una fruta y un pedazo de carne. Todos los miércoles y sábados, como esta vez, le toca a la famosa feijoada, comida típica brasileña: un guisado de frijoles negros, cerdo y chorizos.
"Vengo todos los santos días", exclamó en la fila ante una pregunta de Télam Robson Ribeiro, especialista en transporte de vigas para las obras del subterráneo de la ciudad de San Pablo. Su trabajo le causó una enfermedad en las manos y fue expulsado del mercado laboral y ahora cobra una mínima pensión temporaria del INSS, el equivalente al ANSES en Brasil.
Robson, de 41 años, aprovecha su ida a la fila del comedor para vender Paçoquitas, una suerte de pasta de maní parecida al mantecol, y así hacer alguna diferencia, juntar los reales necesarios para comer tres veces por día y poder pagar la pensión. Vive muy cerca, en una habitación ubicada en lo que ya es casi una pequeña favela, una ocupación irregular del espacio entre los edificios antiguos y derruidos del comercio popular mezclados con gente durmiendo en la calle.
Al mediodía, en este comedor hay una fila de 1.500 personas para comer por un real. Según Cleo, ya no hay sólo personas en situación de calle, cartoneros o adictos sin rumbo. "Vienen empleados de todo tipo, porque es cada vez más caro comer", comentó.
El restaurante tiene 86 sillas plásticas, distribuidas en mesas para cuatro personas. Hay un dispensador de agua del que cada uno puede servirse en vasitos plásticos. Después de almorzar, cada comensal limpia su plato en un gran tacho de residuos: tira el vaso plástico y la servilleta de papel en otro y deja la bandeja con el plato vacío y los cubiertos sobre un mostrador.
Parece una peregrinación.
Según la red Penssan (Red Brasileña de Investigación en Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional), en Brasil hay 33 millones de personas que sufren hambre, es decir, que no saben si van a comer cuando se despiertan, y otras 115 millones con algún tipo de inseguridad alimentaria, o sea, que tienen algún tipo de obstáculo en el presupuesto para adquirir los alimentos necesarios.
El Gobierno de Jair Bolsonaro ha expandido desde agosto hasta fin de año el auxilio de emergencia, un plan social que pasó de 400 reales (76 dólares) a 600 reales (114 dólares).
Iago tiene 25 años, vive en la principal plaza del centro de Sao Paulo, enfrente de la Catedral da Sé, en una carpa. Forma parte de los 45.000 sin techo que viven en las calles de la mayor ciudad sudamericana, según la Pastoral del Pueblo de la Calle de la Iglesia Católica.
"Vengo a comer acá cada vez que me duele la panza y no aguanto más del hambre. Pero vengo casi todos los días, a veces me arreglo con algún pan que me dan los amigos, pero si tengo el real para venir, vengo. Lavo algún parabrisas en una esquina y me dan el real para comer. Hago trámites para algunos comercios y con lo que gano como", contó el joven.
Antes de la pandemia Iago trabajaba en una tienda, pero quedó desempleado, viviendo en una favela con su esposa e hija en Grajaú, barrio de la periferia sur de la metrópoli. La mujer, recordó el joven, lo echó de casa porque todo lo que tenía lo gastaba en la llamada "marihuana sintética" conocida como K2 o "spicy". "Es una mierda pero es difícil dejarla", agregó.
El plato de feijoada es lo único que tendrá en el día. Si no logra obtener un real en un semáforo, se pondrá en otras filas, de organizaciones no gubernamentales que distribuyen sopa por las noches. El programa Bom Prato ofrece a los sin techo que se registran en la intendencia de las ciudades el plato en forma gratuita.
Pocos en la fila o dentro del comedor del restaurante quieren hablar de política, de las elecciones del 2 de octubre, en las que aparece como favorito el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010), famoso mundialmente por haber implementado el Plan Hambre Cero, por delante del actual presidente Bolsonaro.
En un país sin paritarias ni aumento del salario mínimo desde 2019 y desacostumbrado a la inflación repentina, la canasta básica de alimentos aumentó en el acumulado de 12 meses un 23,5 %, según cifras oficiales del IBGE. La inflación de alimentos en general se ubicó en el 9,8% en agosto, mientras que la inflación acumulada en 12 meses fue de 8,73%, más del doble de la meta del Banco Central. Aún así, en agosto y septiembre, Bolsonaro logró su objetivo de que el índice oficial marcara una deflación, sobre todo por la caída abrupta de los impuestos incluidos en el precio de los combustibles.
El salario mínimo es de 1.212 reales, 230,70 dólares. 40 millones lo reciben y más del 70% se va a la canasta básica de alimentos, según informaciones del Senado.
Danilo, de 32 años, y Fábio, de 48 años, trabajan en una empresa de celulosa, son empleados registrados y se quejan de que la inflación avanzó y los sueldos se estancaron desde 2019. Mientras, esperan para ingresar a comer en Bom Prato. "El problema no es que el salario no aumente todos los años como antes, sino que el salario cada vez alcanza para menos cosas, hay que buscarse otras actividades para llegar a fin de mes. Entonces mientras esperamos que las cosas cambien a partir del año que viene, conviene venir a comer por 1 real cuando en un barcito el plato ejecutivo no cuesta menos de 25 reales (683 pesos al cambio oficial)", dijo Fábio a Télam.
Para él, "nadie se muere de hambre en San Pablo porque cada vez más hay organizaciones distribuyendo comida".
"Yo sí veo hambre", acotó Danilo, que votará por Lula en estas elecciones. "En mi barrio hay gente que no cocina más con gas porque no puede comprar la garrafa".
A pocos metros, en la fila para comer feijoada, Ney Lopes da Silva, de 52 años, contó a Télam que iba por primera vez a comer al comedor del gobierno paulista y que su opción electoral es Bolsonaro: "Vine a trabajar al centro y la verdad es que no me alcanza para comer un plato en un bar o un restaurante. Hay muchos problemas para comprar alimentos y la única solución es la reelección de Bolsonaro. Si gana Lula se meterá con el precio de los alimentos y habrá desabastecimiento", aseguró este vendedor de bolsas de polietileno que vive en la periferia de San Pablo.
Creado en 2000 en la gestión del entonces gobernador Geraldo Alckmin, hoy candidato a vice de Lula, el Bom Prato es una de las políticas públicas del estado de Sao Paulo defendidas por Rodrigo García, gobernador del Partido de la Social Democracia Brasileña candidato a la reelección. De hecho, la secretaria de Desarrollo Social paulista, la economista Laura Muller Machado, sostuvo: "Este es un programa de seguridad alimentaria de referencia en Brasil. No hay otro igual, porque San Pablo, con crisis o sin crisis, garantiza el acceso barato al alimento. Es una solución que debe ser acompañada de otros programas de inclusión productiva y renta. En momentos de crisis es esencial como plataforma para otros derechos".
Unas voces en español rompen el silencio del restaurante. Son del ayudante de albañil José Losada, oriundo de Táchira, y de Gladys, de Caracas. Sin empleo fijo, dicen que están pensando en volver a Venezuela. "Todo está muy caro, sobre todo la comida y las tarifas, ahora nos conviene volver", dijo la inmigrante.
Con información de Télam