A pocos días de cumplirse un año de la operación militar especial de Rusia en Ucrania, no aparece en el horizonte una perspectiva de solución al conflicto que, de acuerdo a los últimos sucesos, más bien amenaza con escalar, en las múltiples dimensiones en que se libra esta guerra.
Este martes, la OTAN se reunió a evaluar la situación y se comprometió al aumentar la producción de municiones, la revisión de reservas para abastecer a Ucrania ante faltantes y a reforzar el envío de armamentos, así como también debatió el aumento del aporte económico de sus países miembros, entre otros temas como los enfrentamientos contra Bielorrusia por la guerra y contra Turquía por frenar el ingreso de Suecia y Finlandia a la Alianza.
Sin embargo, más allá de las últimas noticias que revelan algunas limitaciones materiales de los países occidentales para continuar armando a Ucrania y la potencial ofensiva para la que se prepara Rusia, es imprescindible hurgar en las causas profundas del conflicto para comprender su impacto y no perder de vista los escenarios (múltiples, como ya hemos dicho) en los que se libra este enfrentamiento.
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No es menor recordar que el conflicto ruso-ucraniano se remonta incluso más allá del año 2014 y los acuerdos de Minsk reiteradamente incumplidos. Un dato que entre otras cosas, relativiza los términos en que Occidente plantea el inicio del conflicto como una “invasión rusa” sobre Ucrania.
Mirar más allá del síntoma, puede ayudar a comprender hasta dónde se proyecta esta disputa, desbordando las dimensiones bélicas, si es que aún cabe pensar que las guerras se limitan sólo al enfrentamiento armado de ejércitos regulares.
Europa en el centro de la disputa.
La oposición estadounidense respecto de los avances para la culminación del gasoducto Nordstream II, que hemos categorizado como el casus belli de este conflicto, fue explícita y clara desde que Biden asumió la Presidencia y develó el interés concreto del país norteamericano en desconectar a Europa de Rusia, en la búsqueda de golpear sobre Rusia pero además alinear al proyecto europeo a los intereses angloamericanos. Sin ir más lejos, la OTAN y sus aliados han sido garantes de la continuidad del conflicto con sus asistencias militares y financieras que han superado ya los U$S 100.000 millones, de los cuales más de la mitad fueron aportados por Estados Unidos.
A principios de febrero Seymour Hersh, ganador del Pulitzer, publicó una investigación en la que afirma que las explosiones en los gasoductos Nord Stream I y II del pasado 26 de septiembre fueron planificadas y ejecutadas por Estados Unidos bajo órdenes expresas de Biden y operacionalizadas por la CIA y por buzos de la marina que colocaron los explosivos durante el ejercicio de la OTAN “Baltops”. Esto, que de comprobarse podría ser una causa de guerra, reavivó la denuncia de que el conflicto bélico involucra de manera directa a Estados Unidos y la OTAN y que la operación rusa es una reacción defensiva a sus acciones en la región.
Tras conocerse tal información, Viacheslav Volodin, presidente de la Duma Estatal de Rusia, la Cámara Baja del Parlamento, dijo que "los hechos publicados deberían convertirse en la base de una investigación internacional, llevar a Biden y sus cómplices ante la Justicia, así como pagar indemnizaciones a los países afectados por el ataque terrorista", y que se habían colocado explosivos "bajo el amparo de la OTAN y con el apoyo de Noruega". La respuesta estadounidense, mediante un breve comunicado de Garron Garn, portavoz del Pentágono, se limitó a decir que "Estados Unidos no estuvo involucrado en la explosión de Nord Stream". En términos prácticos, la respuesta de la OTAN pudo verse esta semana en el anuncio realizado por Jens Stolenberg de la creación de una célula para proteger las infraestructuras críticas submarinas “para evitar y contrarrestar las amenazas a la infraestructura crítica, incluidos los cables y tuberías submarinos".
Lo cierto es que, aunque se comprobara o no esta denuncia, Biden había declarado el 7 de febrero de 2022 que “si Rusia invade Ucrania, no habrá Nord Stream 2”, develando una intencionalidad en la que no importa si Europa se queda sin energía para producir o calefaccionar los hogares, sino lograr la subordinación económica y política del continente mediante su descapitalización.
En el marco del conflicto, Estados Unidos presionó por extender la influencia de la OTAN en la región y logró encolumnar, aunque no sin algunas resistencias, al gobierno alemán, para el beneplácito de las industrias armamentísticas y de gas norteamericanas, que rápidamente se aprestaron para cubrir el desabastecimiento. Este asunto no fue gratis en la interna norteamericana, en la que el republicanismo sumó argumentos para criticar a Biden por destinar recursos escasos a la economía doméstica, con un frente interno complicado en esa materia. Sin embargo, algunas campanas mediáticas como el New York Times continúan presionando en favor de una intervención mayor del país norteamericano en defensa del orden liberal del reparto del mundo.
A (casi) un año de aquel 24 de febrero en el que Putin anunció la operación militar, los resultados han demostrado que, en el ámbito político y económico, Europa ha sufrido mayores consecuencias que la propia Rusia, que ha logrado sortear una maquinaria de “sanciones” redireccionando su comercio hacia oriente por medio del fortalecimiento de su relación con China, llegando incluso a inaugurar vías comerciales que aceleraron en gran magnitud el flujo comercial bilateral en todos los sectores económicos.
El escenario secundario de una guerra mayor
En el marco de un mundo en tránsito hacia un nuevo orden, asentado sobre un proceso de digitalización de los procesos de producción e intercambio, es conocida la disputa que el país norteamericano mantiene con China, en un intento de controlar el primer eslabón de la cadena global de producción de las nuevas tecnologías, la industria de los semiconductores. De aquí el recrudecimiento de la guerra comercial y las provocaciones sobre Taiwán, donde se asienta una parte importante de esta industria.
En estas semanas se llevó adelante una operación mediática de escala global en la que Estados Unidos derribó “globos de espionaje chinos” en Alaska y Canadá y advirtió al mundo sobre las amenazas que implican estos instrumentos encontrados en diferentes puntos de la atmósfera. Que las operaciones de inteligencia y espionaje existen no es ninguna novedad, pero que se lleven adelante con medios tan visibles y difíciles de controlar, en una época de máxima sofisticación de las tecnologías de la información y la comunicación, resulta algo extraño. Lo cierto es que esta excusa sirvió para volver a poner en el centro de la escena el verdadero enemigo: China y su proyecto económico-financiero digital de escala global.
El pasado octubre, Estados Unidos publicó un documento sobre su estrategia de seguridad nacional en el que aclaró que "Rusia y la República Popular China plantean retos diferentes”. Al respecto, afirmó que "Rusia supone una amenaza inmediata para un sistema internacional libre y abierto, ignorando temerariamente las leyes básicas del orden internacional imperante”, mientras que China tiene la "intención de remodelar el orden internacional, y con un poder económico, diplomático, militar y tecnológico cada vez mayor para avanzar en este objetivo".
El documento evalúa, sin dejar lugar a dudas, “el ascenso de China como nuestro principal competidor y uno de nuestros mayores socios comerciales, y las tecnologías emergentes que no encajan en las normas y regulaciones actuales". Esto, sumado a la apreciación estratégica de que “la globalización ha aportado inmensos beneficios a Estados Unidos y al mundo, pero ahora es necesario un ajuste para hacer frente a los dramáticos cambios globales”. Las declaraciones de carácter estratégico-militar expresan la magnitud del verdadero enfrentamiento que se libra en el mundo, en el que dos proyectos estratégicos de escala global, encabezados por un conjunto de actores financieros y tecnológicos, se disputan el orden mundial y su respectivo control. Como venimos afirmando, la guerra en territorio ucraniano, es un teatro de operaciones de este enfrentamiento de fondo.
Lo que oculta el sentido común en relación a la guerra es que quienes verdaderamente conducen e inciden en estos enfrentamientos superan la institucionalidad de los Estado-Nación. Ejemplo de ello fueron las declaraciones enfrentadas del multimillonario George Soros y Henry Kissinger en el Foro de Davos del 2022.
Mientras Soros decía que “la mejor y quizás la única forma de salvar nuestra civilización es derrotar a Putin lo antes posible” y que “debemos movilizar todos nuestros recursos para terminar la guerra", Kissinger afirmaba: "Rusia ha sido una parte esencial de Europa durante 400 años. La política europea durante este período estuvo influenciada principalmente por su evaluación del papel de Rusia (...). La política actual debe tener en cuenta que es importante restaurar este papel para que Rusia no se vea obligada a una alianza permanente con China". Abogaba también por “la creación de Ucrania como Estado neutral, como puente entre Rusia y Europa, como línea divisoria”. Tales declaraciones, entre el abrazo a Rusia y la conciliación o la búsqueda de doblegar al país caucásico, expresan posturas concretas sobre el conflicto, a las que se han ido alineando la mayoría de los actores políticos y económicos de Occidente.
Otro ejemplo de la influencia de actores supraestatales es el de Elon Musk, propietario de StarLink, empresa que proveyó de internet satelital a Ucrania luego de que su infraestructura de comunicación se viera afectada. Sin embargo, en los últimos días la empresa bloqueó el acceso a la conectividad para el manejo de drones por parte de Ucrania, y Musk argumentó que buscaba con esto evitar "una escalada que lleve a la III Guerra Mundial". La privatización de las capacidades que antes se circunscribían al ámbito estatal nos habla de la existencia de actores que detentan un poder que supera las demarcaciones de la geografía política del siglo pasado.
Los acontecimientos que se fueron desarrollando durante estos doce meses de enfrentamiento bélico y la reciente escalada de movimientos disuasivos por parte de la administración de Biden, no han hecho más que confirmar que el mundo se encuentra transitando un reordenamiento global, donde las disputas se resuelven en un teatro de operaciones que no siempre se visibilizan de manera clara.
Ucrania es el escenario secundario de un conflicto extra territorial que a Estados Unidos no le ha costado ni un solo muerto, mientras que, se ha cobrado cientos de miles de vidas rusas y ucranianas, ha impactado de lleno en el abastecimiento de energía y materias primas para la producción de alimentos y ha estremecido las economías del globo. Una válvula por la que drenan tensiones, que son consecuencia de la disputa principal: lograr escribir las reglas del nuevo orden mundial, luego de una pandemia, catalizadora de un cambio de fase del capital en la que se enfrentan dos redes de capitales entrelazados, con asientos territoriales en China y Estados Unidos.
Aún no hay ganadores con la capacidad de imponer su proyecto estratégico, pero ya avistamos a los grandes perdedores. La taba está en el aire y las balas de la OTAN, en Ucrania.