Biden y El Gran Juego Siglo XXI

27 de febrero, 2022 | 00.05

Durante toda la segunda mitad del siglo XIX Inglaterra llevó adelante una cantidad de medidas diplomáticas y militares para mantenerse como la potencia preeminente en el Medio Oriente. Su gran contrincante fue la Rusia zarista cuyos grandes objetivos eran el desmembramiento del Imperio Otomano y la decadencia de los británicos en la India. Esta lucha fue asemejada a una gran partida de ajedrez, con pueblos y naciones como piezas, y la llamaron el Gran Juego. Un elemento clave, de lo que también denominaron el Torneo en las Sombras, fue que lo que se decía no era lo que se hacía. Dicho de otra manera, fue la gran época de las “fake news”. Con el conflicto ucraniano parecería que estamos en una nueva edición del torneo, pero esta vez con Estados Unidos reemplazando a Gran Bretaña como protagonista central. Lo que está en juego es que una de las potencias se resigne a dejar de serlo: mejor dicho, a que Rusia deje de serlo, mientras Estados Unidos continúe su declive sin interrupciones. 

Esto no es nuevo. Por detrás de la Guerra Fría y la lucha contra “el comunismo ateo y bárbaro”, estaba el esfuerzo norteamericano por desarrollar y mantener su hegemonía mundial. La disolución de la URSS pareció poner fin al Juego, cuando en realidad abrió lugar a una segunda etapa. Gorbachov y sus sucesores, convencidos que el enfrentamiento con Estados Unidos era ideológico, pensaron que la caída del estado soviético podría inaugurar una era de relaciones amistosas entre dos potencias capitalistas. Y mientras Yeltsin y sus asesores se esforzaban por tener buenas relaciones, los norteamericanos avanzaban firme y silenciosamente para extender su influencia sobre lo que habían sido las naciones en la esfera soviética. Mientras los empresarios saqueaban Europa del Este en la década de 1990, el Departamento de Estado, la CIA y el National Endowment for Democracy hacían caer una lluvia de dólares sobre todos aquellos políticos anti rusos que deseaban cobijarse bajo el paraguas y la dominación del imperio norteamericano. La contrapartida de esta “ayuda” económica era facilitar tanto la penetración de las empresas norteamericanas, como la integración de estas naciones al Pacto de la OTAN. Aquellos que retenían algunos visos de independencia, como Yugoeslavia, se vieron desmembrados por las fuerzas de la OTAN en apoyo de movimientos escasamente democráticos como los paramilitares (y supuestamente narcotraficantes) del Ejército de Liberación de Kosovo. Más aún, la OTAN intervino en lugares alejados de su mandato original como cuando destruyó la Libia de Muamar Khadafi.

Todo lo anterior le permitió a Estados Unidos una década de hegemonía incuestionada, pero que no resolvió su decadencia económica. O sea, la tasa de ganancia sobre capital invertido viene en descenso desde hace ya más de cuatro décadas. Esta decadencia, traducida en incrementos en la inflación, la tasa de desempleo y la productividad por hora trabajada además del crecimiento del sector especulativo en detrimento del productivo, hizo eclosión en 2009 generando descontentos entre la población norteamericana y fricciones entre los sectores de la clase dominante en torno a la política a seguir en el futuro. Para todo un sector, acaudillados por el Claremont Institute de California, la política inaugurada sobre todo por Clinton no había logrado detener la decadencia, y menos aún frenar el ascenso de China. Por ende, había que encarar una nueva política exterior donde se enfatizara a China como enemigo, mientras se mejoraban las relaciones con sus posibles aliados como Rusia. Esta fue la perspectiva del gobierno de Donald Trump, y explica el deshielo en las relaciones con Moscú, el diálogo con Corea del Norte, mientras aumentaba la presencia militar norteamericana en África y los mares de Asia.

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El sector contrario, que se remontaba a la era Reagan, y tuvo continuidad en los gobiernos demócratas y republicanos de los Bush, Clinton y Obama, considera que hay que enfrentar a ambos Rusia y China, elevando la presión sobre Rusia no sólo para acceder a sus recursos naturales sino para dificultar ese acceso tanto a China como al otro gran rival, la Unión Europea. Este sector tiene fuertes vínculos con el complejo militar industrial. Así el secretario de Estado de Biden, Anthony Blinken, un especialista en Europa del Este y China, fue segundo del Asesor de Seguridad Nacional de Obama, y es cofundador y dueño de WestExec Advisors una empresa que se dedica a “facilitar” la negociación de contratos entre diversas corporaciones y el Pentágono. Blinken y varios otros ejecutivos de WestExec y empresas similares han servido en todos los gobiernos desde 1980 hasta el día de hoy, excepto los cuatro años de Trump. Por ejemplo, Victoria Nuland, esposa de Robert Kagan que fue uno de los principales asesores de los Bush, y que fue el artífice del auge de los neonazis en Ucrania. Ni hablar de Janet Yellen, ahora secretaria del Tesoro, que fue Presidente de la Reserva Federal entre 2014 y 2018 (en caso que no se den cuenta sirvió “con honor” bajo ambos Obama y Trump).

Para este sector el gobierno de Trump fue un desastre, no solo por lo errático del “Presidente de la cabellera naranja”, sino sobre todo porque pretendía alejarse de las políticas nacionales e internacionales que nos habían brindado desde la crisis subprime hasta las guerras de Iraq y Afganistán. Esas políticas empobrecieron a millones de norteamericanos, pero también significaron que los 100 multimillonarios más grandes de Estados Unidos triplicaron y cuadruplicaron sus fortunas en menos de una década y media. Este sector orquestó la campaña electoral de Joe Biden, un demócrata derechista con fuertes vínculos con el complejo militar industrial y, a través de su hijo Hunter, con los neofascistas ucranianos. Su triunfo implicó un retorno a la política anterior a Trump, pero esta vez de forma recargada.

En cuanto asumió la Presidencia el nuevo giro se hizo evidente. Por un lado, Biden nombró al Departamento de Estado a toda una serie de expertos que se destacaban por su larga tradición anti rusa. Entre estos nuevos funcionarios no hay progresistas y tampoco moderados. De hecho, sus principales artífices en política exterior pueden ser todos denominados “halcones”. Es notable que han servido en los gobiernos de Obama y también en los de George W. Bush, y que todos están vinculados al complejo militar industrial y a diversas propuestas de intervención militar en el mundo. En todos los casos, su eje central es revertir el deterioro del poderío mundial norteamericano, enfrentando “con decisión” al “expansionismo ruso y chino”. Al mismo tiempo, no hay especialistas en América Latina o África. Todos ellos concentran sus conocimientos en Rusia y China. Por otro lado, Biden anunció su nueva postura cuando acusó a Putin de ser un “asesino” y “gángster”, no exactamente términos que faciliten el diálogo. 

Asimismo, el nuevo gobierno avanzó en sus esfuerzos por extender la OTAN hacia el Este de Europa, mientras reforzaba sus tropas y equipos militares en naciones como Polonia. También le dio respaldo diplomático al gobierno ucraniano para continuar con sus esfuerzos por “limpiar de rusos” las regiones rusoparlantes de Lugansk y Donbass. Parte de todo esto fue el esfuerzo por bloquear el nuevo gasoducto rusogermánico, Nord II, e impedir que se efectivizaran los acuerdos de Minsk II mientras que los ucranianos dejaban de asistir a las negociaciones que debían poner fin al conflicto con Rusia. Por último, Estados Unidos lanzó una campaña mediática donde se acusaba de Rusia de expansionista

Ahora un aspecto más que interesante es el poder de los medios de comunicación que maneja Estados Unidos. En todos lados el nombre de Vladimir Putin es siempre calificado por un adjetivo tipo “autoritario”, “gangsteril”. En cuanta prensa hay, Ucrania es presentada como un pobre borreguito que es inocente de todo cargo. Los comentaristas insisten que Rusia agrede porque “quiere volver a tener el imperio de la URSS”. A ver, supongamos que Rusia gastara 5 mil millones de dólares (como hizo USA en Ucrania) en derrocar al primer ministro de Canadá, luego los putinistas canadienses expulsan a los norteamericanos de su suelo y reclaman digamos Seattle como propia (o sea uno de los puertos más grandes en el Pacífico), y que tirotearan constantemente a los puestos fronterizos yanquis, todo mientras Rusia enviaba misiles y tropas, mientras el hijo de Putin se hace rico en los directorios de empresas canadienses (como lo hace el hijo de Biden en Ucrania). ¿Qué haría Estados Unidos? No sé excepto que sabemos que cuando la URSS mandó un par de misiles a Cuba los yanquis lanzaron el bloqueo que pervive aun hoy, y luego entrenaron a una banda de fascinerosos mercenarios para invadir en Playa Girón. Bueno, pero fue una excepción. Más o menos, en 1916 invadieron México para proteger sus intereses petroleros y perseguir a Pancho Villa. Y ni hablar de la Contra nicaragüense. Lo notable de la crisis ucraniana no solo es la paciencia que viene demostrando Putin, sino cómo Estados Unidos manipula la opinión mundial.

El criterio norteamericano es digno del Gran Juego. Por un lado, se trata de presionar a Rusia todo lo posible, y llevar a esa nación al borde del abismo (lo que se denomina “brinkmanship”). Si Rusia invadía a Ucrania, como lo ha hecho, Estados Unidos puede erigirse en paladín defensor de la soberanía ucraniana, todo mientras aplica sanciones que esperan dificulte el desarrollo económico ruso. Al mismo tiempo, esto le sería útil en función del competidor en las sombras: la Unión Europea. La UE, en particular Alemania, importa un tercio de su petróleo y la mitad de su gas natural de Rusia. Los multibillonarios rusos alimentan no solo la industria turística europea, sino que son algunos de sus grandes inversores. Rusia, al igual que China, han desarrollado intensas relaciones comerciales con la UE en la última década. Al mismo tiempo, a Estados Unidos le importa un bledo la soberanía e independencia ucraniana. Por eso, las promesas de ayuda llegan tarde y son escasas, y por eso la diplomacia norteamericana ha hecho ingentes esfuerzos por bloquear cualquier solución negociada al conflicto que existe desde 2014. Por último, la tradición norteamericana ha sido, desde 1916 en adelante, que ante una crisis de su economía la respuesta era una guerra que implicara gastos deficitarios del estado y permitiera recaudar impuestos (ni hablar que si participas y ganas puedes saquear a los derrotados). No es accidente que los funcionarios que aplican esta política son los vinculados al complejo militar industrial.

La contrapartida es que ni Putin es Yeltsin, ni Rusia es Yugoeslavia, ni 2022 es 1994. En realidad, Putin da la sensación de que viene preparando a su nación para este enfrentamiento desde hace rato. No solo fortaleciendo sus relaciones económicas, y reduciendo sus tensiones con China, sino entendiendo finalmente que Estados Unidos solo entiende la fuerza. Dicho de otra forma: jamás en su historia los norteamericanos han cumplido un tratado internacional sin que se vieran obligados a hacerlo; desde los acuerdos con la Naciones Indias hasta los acuerdos de posguerra, ha roto todos. De hecho, han invadido otras naciones 392 veces (y estoy seguro de que me debo quedar corto).

Queda claro que Rusia no va a salir indemne de esta guerra. Lo más probable es que el resultado se asemeje a la guerra de Georgia hace unos años: rápida y aplastante victoria rusa, que asegura la autonomía/soberanía de los territorios rusoparlantes reivindicados, mientras impide un nuevo miembro de la OTAN en sus fronteras. Al mismo tiempo, por mucho que Putin haya mejorado sus relaciones económicas con el resto del mundo las sanciones europeas van a tener su efecto, tanto sobre Rusia como sobre Europa. Y, por supuesto, Putin emerge del conflicto como el agresor, dando pie a la propaganda norteamericana.

¿Y Estados Unidos? Biden está convencido de que su política fue acertada. Pero es dudoso que esto sea así en el mediano plazo. Por un lado, Washington demostró ser “mucho ruido y pocas nueces”. No sólo porque amenazó, pero nunca fue en apoyo a los neofascistas ucranianos, sino porque se han revelado fuertes tensiones en los miembros europeos de la OTAN. Alemania ya puso límite a las sanciones económicas, y los países del este europeo si bien se han movilizado no demuestran tener interés por entrar en una guerra con una potencia nuclear que se pelearía en su territorio. Más de uno debe estar pensando que la OTAN es un tigre de papel, rememorando esos dibujos de tigres que los chinos pegaban a la entrada de sus casas para ahuyentar los malos espíritus.
El otro problema que tendrá Estados Unidos tiene que ver con su economía. En un momento de inflación y de deterioro de su productividad y los términos de intercambio, Biden sanciona a un gran productor de recursos energéticos y agrícolas. Ya están aumentando los precios mundiales del petróleo y la soja, y por ende de la inflación norteamericana. 

Como tantas otras veces, la guerra parece una solución para estadistas que jamás piensan en los miles de muertos. Pero en este caso tampoco es una solución para los problemas de Biden y de Putin. 

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Pablo Pozzi

Pablo Alejandro Pozzi es PhD en Historia (SUNY at Stony Brook, 1989) y profesor Titular Regular Plenario de la Cátedra de Historia de los Estados Unidos de América, en el Departamento de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires (Argentina). Su especialidad es la historia social contemporánea y, particularmente, la historia de la clase obrera post 1945, tanto en Estados Unidos como en la Argentina. Ha publicado artículos y libros sobre historia y sociedad norteamericana y argentina. Entre sus obras se destacan La oposición obrera a la dictadura (1976-1982) (Editorial Contrapunto 1988), Los setentistas. Izquierda y clase obrera, 1969-1976 (Eudeba, 2000), Por la sendas argentinas. El PRT-ERP, la guerrilla marxista (Eudeba 2001), Luchas sociales y crisis en Estados Unidos, 1945-1993 (El Bloque Editorial), Huellas Imperiales. Estados Unidos de la crisis de acumulación a la globalización capitalista (Editorial Imago Mundi 2003), La decadencia de Estados Unidos (Maipue), Invasiones bárbaras en la historia de Estados Unidos (Maipue 2008).