En la madrugada del 24 de febrero de 2022, cuando las primeras bombas rusas cayeron sobre el territorio de Ucrania, nadie sospechaba que la invasión, que el presidente Vladimir Putin designó con el eufemismo de una "operación militar especial", iba a convertirse en una guerra de largo aliento. Hasta ese momento, cada vez que Moscú había reafirmado su influencia en el ex espacio soviético participando activa y abiertamente en un conflicto separatista en favor de fuerzas pro rusas lo había hecho con una guerra o intervención cortas, y una estrategia muy clara y efectiva. A un año de la invasión a Ucrania es evidente que nada de esto sucedió: el Kremlin ya reconoció que la guerra no avanza como esperaba y, aunque consiguió ocupar y hasta anexar una importante parte del este y sur del país, sufrió varios reveses y no logró doblegar al Gobierno de Volodimir Zelensky, quien se reinventó -con el beneplácito de sus aliados estadounidenses y europeos- como el líder de la resistencia de "Occidente" frente a Rusia y, claro, su aliado, China.
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Putin: de una operación para "desnazificar" a Ucrania a una guerra contra la OTAN
Minutos antes de que comenzara la invasión, el presidente ruso anunció que había autorizado una "operación militar especial" para "desnazificar y desmilitarizar Ucrania" y en contra de los que habían maltratado y cometido crímenes contra civiles en las provincias orientales de Donetsk y Lugansk, las dos regiones en donde milicias pro rusas se habían levantado en armas en 2014 y, tras pedir sin éxito que Moscú las anexe -como había hecho con la península de Crimea, en el Sur-, habían librado una guerra separatista con las Fuerzas Armadas ucranianas. Pasaron ocho años, un sinfín de crímenes -por parte de ambos bandos, según la ONU- y, al calor del conflicto, los sucesivos Gobiernos ucranianos avanzaron sobre la población ruso parlante, en general, y la oposición que pedía repensar el quiebre con Rusia, en particular.
En las primeras semanas, el avance de las fuerzas rusas fue rápido y eficaz. Aún si Moscú nunca movilizó completamente su poderío militar, la asimetría con su vecino es tal que nadie confiaba en que los ucranianos pudieran evitar que el país y, principalmente, la capital, cayeran. Lo reconoció el mismo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en su reciente visita sorpresa a Kiev. A finales de marzo, tras un incipiente diálogo entre enviados de Rusia y Ucrania, Putin decidió poner fin a su asedio a Kiev y retiró a sus tropas de los suburbios, la primera retirada rusa del conflicto.
Pero lo que primero se vio como un gesto de buena voluntad terminó siendo el punto de partida para una profundización del conflicto que nunca paró. Con el repliegue de los soldados rusos, aparecieron cadáveres y todo tipo de evidencia de crímenes de guerra en los pueblos y localidades que habían estado ocupadas, especialmente Bucha. El Gobierno ruso denunció un "montaje" y el ucraniano mostró las fosas comunes y los cuerpos tirados en las calles y patios de las casas, mientras que la prensa internacional difundió las escalofriantes denuncias de aquellos que vivieron bajo la ocupación extranjera. El diálogo se rompió y nunca se retomó. Por el contrario, las posiciones, de ambos bandos, y también de sus aliados externos, se extremaron.
La ayuda militar, económica y de inteligencia de, principalmente, Estados Unidos al Gobierno ucraniano creció exponencialmente desde este punto y la guerra entró en la etapa de desgaste de todos los conflictos armados de largo aliento. Tras las imágenes de los muertos en Bucha, el dramático asedio posterior a la ciudad portuaria de Mariupol y con la certeza de que el Gobierno de Putin no se derrumbaría ante la presión externa ni ante una presión interna que nunca llegó, el frente de potencias occidentales cerró filas y, gradualmente, fueron accediendo a todos los pedidos de ayuda de Ucrania, excepto intervenir de manera directa, por ejemplo, con una zona de exclusión aérea. Y cuanto más explícito y central se volvía el rol de los aliados, más argumentos ganaba Rusia para redefinir el conflicto como una guerra contra la OTAN, la alianza militar que hace tiempo dejó atrás los acuerdos de la posguerra fría y avanzó hacia las fronteras rusas.
Este giro también coincidió con las primeras victorias militares de Ucrania. Desde septiembre hasta diciembre, las fuerzas locales recuperaron el control de parte de la frontera alcanza en el noreste, en la región de Karkiv, y del sur, en el límite de la provincia de Kherson. La avanzada de la llamada contraofensiva fue tan contundente -dada la asimetría militar entre ambos países-, que hasta el presidente ruso Putin reconoció en diciembre que la situación era "extremadamente complicada" en las cuatro provincias ucranianas ocupadas y anexadas por Rusia: las dos que se habían levantado en armas en 2014, Donetsk y Lugansk, y al sur, Zaporizhzhia y Kherson. Ya en septiembre había convocado a 300.000 reservistas para engrosar las filas y retomar la ofensiva.
Ucrania: una defensa tenaz que reavivó la memoria de la resistencia a la URSS
En solo unos meses, Zelensky pasó de ser un presidente excéntrico que se había hecho conocido por su personaje de televisión al símbolo que las potencias occidentales adoptaron frente a su confrontación con Rusia. Desde el inicio de la guerra, el ucraniano cultivó cuidadosamente esa imagen: videos de él y sus guardaespaldas vestidos de estricto verde militar caminando por Kiev a oscuras los mismos días del asedio, encendidos discursos que describían la lucha en Ucrania como una lucha mundial por la libertad y comparaba la resistencia ucraniana con la que enfrentó al nazismo o a la extinta Unión Soviética.
Pero nada alimentó su imagen de líder como el sufrimiento que está viviendo su país. Según la ONU, tras 12 meses de bombardeos y combates, al menos 7.000 civiles han muerto. En realidad, como suele suceder en toda guerra, se trata de una cifra muy conservadora ya que es muy peligroso y difícil estar en todos los frentes de batalla para confirmar todas las víctimas de los constantes ataques. Lo que sí se hizo más visible fue la cantidad de personas que tuvieron que escapar y dejar todo lo que tenían detrás. La ONU estimó que alrededor de seis millones de ucranianos escaparon fuera del país y se fueron principalmente a los países vecinos europeos que los recibieron con abrazos abiertos, mientras que un número similar abandonó su casa pero buscó refugio dentro del mismo territorio.
Esto significa que más de un cuarto de la población que tenía Ucrania antes de la guerra perdió casi todo.
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Estas historias de sufrimiento y resistencia de los civiles, el nuevo status internacional de Zelensky y la tenacidad demostrada por las fuerzas ucranianas sirvieron, a su vez, para aplacar cualquier cuestionamiento a las autoridades de ese país. Las denuncias -preexistentes a la invasión rusa- sobre la presencia de neonazis dentro del Ejército y la falta de transparencia en todos los estamentos del Estado se volvieron verdades incómodas para las potencias occidentales que necesitaban hacer de Kiev un símbolo en su propia pelea contra Rusia. Como sucedió en otros conflictos antes, los aliados, con Estados Unidos a la cabeza, comenzaron a hacer fluir miles de millones de dólares a Kiev en armamento, sin escuchar los reclamos cada vez más minoritarios de fiscalización. También fue creciendo la ayuda financiera para apuntalar un presupuesto nacional dinamitado por las pérdidas provocadas por la falta de control de parte del territorio, destrucción de infraestructura crítica y cultivos, y la suspensión del comercio exterior durante gran parte del último año.
Tras la ruptura del diálogo, Putin puso como condición para volver a sentarse a dialogar que el Gobierno ucraniano reconozca la anexión de las cuatro provincias ocupadas del este y sur del país, además de la península de Crimea, que ya había sido anexada en 2014. Fiel a su discurso patriota y su promesa de pelear hasta el final, Zelensky rechazó de cuajo esta opción. "No nos hemos quebrado, nos hemos sobrepuesto a muchas dificultades y triunfaremos. Haremos que los responsables de provocar este mal, esta guerra en nuestra tierra, sean responsabilizados", sentenció esta semana, a horas del primer aniversario de la invasión.
Con el mismo énfasis y sin importarle las repetidas negativas, presionó a sus aliados -en público y con discursos cargados de dramatismo- para que amplíen y mejoren su apoyo militar. Durante meses, Estados Unidos y Europa se negó a entregarles tanques blindados hasta que finalmente lo consiguió hace unas semanas. Ahora reclama aviones de combate, una pregunta que casi diariamente la prensa occidental le hace a los líderes estadounidenses y europeos, repitiendo la presión pública que ya dio resultado en el pasado.
Los aliados de Kiev: de las sanciones a las armas pesadas y entrenamiento
La invasión rusa, hace exactamente un año, había desnudado el bluf de Biden. Una vez que Rusia inició la guerra directa, sus promesas de defender a Ucrania mutaron a apoyar a Ucrania y defender el territorio de la alianza militar occidental OTAN, es decir, de los vecinos de Ucrania. Durante el primer tiempo, al mandatario estadounidense se lo vio incómodo desescalando su discurso y limitando su respuesta a sanciones financieras, comerciales y política, que él mismo reconoció que no harían retroceder a Rusia en el corto plazo. De hecho, la economía rusa cayó en 2022, pero no estuvo ni cerca del derrumbe pronosticado por Washington.
Pero cuando la guerra se convirtió en un conflicto con final abierto, el mandatario estadounidense encontró un nuevo rol: el de construir una alianza lo más grande posible contra Rusia y, por lo tanto, recuperar el tan deseado liderazgo global que Donald Trump dinamitó y que Barack Obama perdió parcialmente a fuerza de sus marchas y contramarchas en el plano internacional. Y lo consiguió. Biden llegó a este primer aniversario de la guerra con un rechazo muy mayoritario a la invasión de Rusia, como lo demostró la votación de la Asamblea Nacional de la ONU esta semana, y con una Europa, en donde solo un Gobierno de extrema derecha como el de Hungría se siente cómodo como para criticar la más feroz ofensiva política y económica contra Moscú desde el fin de la Guerra Fría, aún en medio de una crisis energética provocada enteramente por sus propias sanciones.
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En este contexto, Biden fue convenciendo a sus aliados europeos de dar los mismos pasos que iba dando él: aumentar la ayuda militar, cambiar su posición sobre qué tipo de armamento estaban dispuestos a transferir a Kiev sin poner en peligro un conflicto directo con Rusia -una potencia nuclear-, entrenar a militares ucranianos en su territorio e incrementar de manera constante las sanciones y el aislamiento a Moscú. Consiguió quebrar definitivamente la alianza que había construido la ex canciller alemana Angela Merkel con el Kremlin a través de gasoductos y hasta puso en jaque una de las coaliciones de Gobierno progresistas de ese continente, la de España. Cuanto más cierra filas el socialista Pedro Sánchez con la política de apoyo irrestricto al Gobierno ucraniano, más se tensa su relación -siempre conflictiva- con Unidas Podemos.
Es cierto que los socios de Rusia en el BRICS - Brasil, India, China y Sudáfrica- intentan mantener una posición de no alineados en esta creciente polarización internacional. No se plegaron a las sanciones de las potencias occidentales, como tampoco lo hicieron muchos países de América Latina -entre ellos Argentina-, África y Asia, y junto con Turquía -el único miembro de la OTAN no plegado a la línea de Estados Unidos- son las principales voces que proponen mediaciones para reabrir un diálogo entre Ucrania y Rusia. Sin embargo, este bloque no logró articular una estrategia concreta como sí Washington. Ni siquiera China, la potencia que Estados Unidos intenta arrastrar una y otra vez al centro de la confrontación mundial que abrió la guerra y que, por ahora. Beijin por ahora solo se limita a oponerse a las iniciativas estadounidenses en los foros internacionales y afianzar su alianza con Moscú, aunque sin anuncios grandilocuentes ni giros realmente significativos.