El tercer Trump se encamina a controlar todos los resortes del poder. A partir de enero ocupará el Salón Oval de la Casa Blanca y el Partido Republicano ya se garantizó el control del Senado y se encamina a consolidar una mayoría en la cámara baja. La supermayoría conservadora en la Corte Suprema quedará resguardada por muchos años más. Su alianza con la élite de megamillonarios de Silicon Valley que diseña las opacidades del algoritmo goza de excelente salud.
Nunca en la historia reciente, al menos desde Ronald Reagan, un presidente de Estados Unidos concentró tanto poder. Nunca hubo alguien en ese cargo con tan pocos incentivos y menos predisposición a acatar los límites escritos y de los otros que le dan su contorno a la democracia. La primera lección de la noche es una que deberíamos haber aprendido hace cuatro u ocho años (y nos hubiéramos ahorrado tantos problemas): las cosas cambiaron y ya no van a volver a ser como antes.
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Trump no solamente pudo imponerse en los siete Estados en disputa que definían la elección. Mejoró sustancialmente su performance a lo largo y a lo ancho de todo el país, incluso en terrenos históricamente hostiles a los republicanos y a su figura, como California o Nueva York. Se explica sobre todo por el acompañamiento que pudo conseguir entre la población latina, afroamericana e islámica, en particular de varones jóvenes de bajo nivel educativo en esas comunidades.
Las brechas por origen se volvieron más difusas mientras que tomaron mayor relevancia el género y la clase. Sobre esa novedad se montó el tercer Trump para quedar muy cerca de un triunfo, por primera vez, en el voto popular. El escenario hacia adelante cambia radicalmente. La muralla azul en el norte industrial voló por los aires y el sunbelt en el sur volvió a teñirse íntegramente de rojo, lo que obliga a los demócratas a buscar nuevos caminos si quieren reconstruir una mayoría.
El riesgo sobre la democracia más antigua del planeta es concreto. Trump tiene 78 años y, según las reglas actuales, no puede ser reelecto. Un fallo reciente de la Corte Suprema le brinda inmunidad casi absoluta a sus actos de gobierno. El establishment que no pudo, no supo o no quiso evitar que llegue hasta aquí difícilmente pueda ponerle frenos ahora. El tercer Trump existe porque antes el primer Trump y el segundo Trump pudieron salirse con la suya.
Es importante entender la diferencia. El primer Trump, el de 2016, llegó a la Casa Blanca para sorpresa de todos, incluso de él mismo. Su base de apoyo crítica, el núcleo duro, eran los MAGA, esos muchachotes WASP, algo rústicos, con organizaciones a nivel local en algunos Estados y poco más. Su proyecto político tenía aristas poco definidas, excepto en temas periféricos como la inmigración. Su discurso no tenía, por entonces, definiciones ideológicas demasiado novedosas.
Si el primer Trump era el de MAGA, el segundo Trump fue el de QAnon, el foro digital creado durante su presidencia que permitió que esos grupos aislados comenzaran a organizarse, coqueteando con teorías conspirativas y llamados a la acción directa. Cuando fue derrotado en 2020 por Joe Biden, intentó activarlos para quedarse en la Casa Blanca. El resultado de eso fue el fallido asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. Una fecha que sigue siendo clave en esta historia.
Ese día el mundo de los algoritmos tomó por asalto la realidad de tres dimensiones. Avatares devenidos en personas se lanzaron contra uno de los poderes del Estado más poderoso de la tierra. Banderas de naciones inventadas flameaban junto a insignias neonazis en el centro político de Washington DC. La consecuencia de extremar, por izquierda y derecha, la política de identidades, es que cuando no queda nada en común lo que percibimos como realidad pierde espesor.
Ahora, con el diario del lunes, urge revisar la respuesta que tuvo ese ataque: el reflejo cancelatorio. El discurso de Trump la noche de la elección fue interrumpido por casi todas las cadenas de televisión. Sus posteos en redes sociales venían con carteles que advertían contra las fake news. Luego bajaron su cuenta en Twitter y cuando llamó a sus seguidores a sumarse a otra red social, Parler, la dieron de baja de las tiendas de apps y de los servidores donde estaba alojada.
El progresismo y la izquierda celebraron. Argumentaron que no se veía afectada la libertad de expresión porque se trataba de decisiones soberanas de empresas privadas y existían otros lugares donde expresarse. A nadie le hacía ruido que los tipos más ricos del planeta tuvieran un botón para decidir quién puede hablar y quién no. Cuatro años más tarde, todos ellos juegan para el tercer Trump, que ya no es el de MAGA ni el de QAnon sino que es el de Silicon Valley.
Ya no es solamente el reflejo de la rabia de los excluidos de 2016 ni el mesías de una secta delirante como en 2020. El tercer Trump es la vanguardia de un proyecto ideológico: el plan para reemplazar la democracia por un sistema que le resulte más eficiente al gran capital, representado por figuras como Elon Musk, protagonista de este proceso y posible futuro funcionario del nuevo gobierno. Es la cabecera de playa del ataque de los megamillonarios contra el resto de la humanidad.