Una bandada de cisnes negros sobrevuela la elección en los Estados Unidos. La noticia de que el presidente Donald Trump dio positivo de coronavirus fue el último eslabón de una larga serie de acontecimientos que no hacen más que sumar incertidumbre sobre lo que suceda antes, durante y después de los comicios. Ya no se trata solamente de la incógnita natural alrededor del resultado; a treinta días de la fecha estipulada para la votación, está en duda si podrán llevarse a cabo sin irregularidades, si el ganador de la contienda estará claro al final de esa jornada, si el perdedor aceptará ese saldo y si la sociedad norteamericana, convulsionada en el marco de una crisis sanitaria, económica, social y política inédita en medio siglo podrá transitar esas turbulencias sin que las fisuras que crujieron durante los últimos cuatro años y se volvieron ensordecedoras a partir de marzo terminen de partirse.
En la mitología que rodea las elecciones yanquis, que tradicionalmente se celebran el primer martes de noviembre, existe un lugar destacado para la “sorpresa de octubre”, un evento inesperado de magnitud tal que pueda alterar el resultado. Por lo general, esa correlación no se ratifica en los hechos, y nada asegura que esta vez sea una excepción, pero sin dudas el contagio de Trump marcará el tono del tramo final de la campaña, con consecuencias difíciles de predecir. En gran parte, dependerá de cómo se desarrollen los acontecimientos. Todavía no conocemos a ciencia cierta algunas variables que pueden afectar profundamente las consecuencias de la enfermedad: cuán graves serán sus síntomas, a quiénes pudo haber contagiado, cuánto tiempo estará apartado de la campaña, si participará o no de los próximos debates y si llegará o no a curarse a tiempo para el 3 de noviembre, entre otros.
Si bien el candidato demócrata a la presidencia Joe Biden dio negativo en el primer testeo que se hizo después de conocer la enfermedad de Trump, todavía no puede descartarse que se haya contagiado cuando debatieron cara a cara, el martes por la noche, 48 horas antes de que se detectara el virus en un test del mandatario, y deberá esperar a que pase una semana para descartar esa posibilidad. Aunque se tomaron precauciones, como reducir la cantidad de público o distanciar los atriles, entre las medidas que se informaron no figura ninguna mención al sistema de ventilación del salón donde se llevó a cabo el debate. La naturaleza de esa clase de eventos, que los tuvo compartiendo el mismo espacio durante una hora y media, sin barbijos, hablando de manera permanente y muchas veces con tono elevado, es de alto riesgo. Biden decidió, a pesar de todo, continuar con su campaña.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
La edad elevada de ambos candidatos (el incumbente tiene 74 y el retador 77) significa un factor de riesgo elevado y probablemente a la luz de los acontecimientos tome una relevancia mayor el en general intrascendente debate entre los vices, que tendrá lugar la semana que viene. Pero lo cierto es que el reglamento de republicanos y demócratas establece que en el caso de que los candidatos a presidente no estén en condiciones de llegar al día de las elecciones, el reemplazo correrá a cargo de los comités centrales de cada partido, que tendrán libertad para elegir un nuevo candidato. Por supuesto, los compañeros de fórmula, Mike Pence y Kamala Harris, correrían con ventaja, y más a tan pocos días del comicio, cuando una disputa interna puede tener un costo altísimo. Sin embargo, técnicamente, no hay restricciones a la hora de escoger un sustituto.
Cualquier especulación sobre el resultado electoral, en este contexto, es endeble. Antes del test positivo, el escenario era complicado para el Presidente, aunque menos de lo que se podía suponer en el marco de una pandemia que él mismo gestionó de la peor manera posible. A diferencia de 2016, la fluctuación en las encuestas nacionales durante todo el año electoral fue mínima: la constante marcó a Biden con ventajas que se movieron entre los cinco puntos, como mínimo, y los dos dígitos. El candidato demócrata, además, parece haber recuperado parte del voto de trabajadores industriales que habían preferido hace cuatro años a Trump por sobre Hillary Clinton. A esta altura del partido, parece inevitable que Biden sea el candidato más votado, e incluso es de esperar que su margen en el voto popular sea incluso mayor al que tuvo Clinton. Pero eso no le garantiza el triunfo.
El sistema norteamericano establece que el Presidente se elige en un colegio electoral al que cada estado aporta delegados de manera (más o menos) proporcional a su población. Salvo excepciones muy contadas, el sistema establece que el ganador en un distrito se lleva todos los votos que le corresponden, aunque la diferencia sea de pocos votos. Existen, según los últimos sondeos, ocho estados donde la diferencia en las encuestas es menor a cinco puntos. Entre todos, suman 134 votos en el colegio electoral, casi la mitad de los 270 necesarios para ganar la elección. Entre ellos hay algunos estados “swing”, cuya preferencia suele oscilar, pero también otros tradicionalmente republicanos, como Texas. Eso significa que si Trump mejora su posición, la elección se tornará extremadamente competitiva; pero también que si Biden se consolida puede ganar por un margen histórico.
Las principales incógnitas, a esta altura del partido, pasan por otros escenarios, menos usuales, como la posibilidad de que en algunos estados, la legislatura local, con mayoría republicana, se arrogue el derecho a elegir a los delegados de ese distrito sin importar que el resultado del voto popular les haya resultado adverso. Existe un antecedente cercano: en 2000, cuando fue George W. Bush se adjudicó la presidencia en Florida por alrededor de 500 votos, la legislatura de ese estado, que gobernaba su hermano Jeb Bush, se había arrogado el poder de decidir el voto de sus representantes en el colegio electoral. Finalmente, la Corte Suprema falló a favor de Bush y la jugada no llegó a concretarse. Dicho sea de paso, el apuro de Trump de llenar la vacante más reciente en el máximo tribunal no está despegado del peso que pueden tener los jueces en la el resultado final de la próxima elección.
El principal peligro que amenaza el favoritismo demócrata, sin embargo, es uno muy antiguo: la supresión del voto. Como cada estado establece sus propias reglas para la votación, históricamente en los distritos republicanos se establecen normas que dificultan el acceso a los comicios de poblaciones mayoritariamente opositoras, en especial las minorías étnicas y particularmente los negros. Los métodos son variados. Sin ir más lejos, en Texas, esta semana el gobernador anunció que habrá un solo lugar en cada distrito donde se puedan depositar los votos anticipados, que suelen favorecer a los demócratas. En otros casos, se implementan exigencias burocráticas, se establecen los centros de votación en zonas geográficamente inaccesibles o se restringe los horarios para sufragar en un país en el que se vota de manera optativa y durante un día laborable.
A un mes de las elecciones, la única certeza es que nadie puede garantizar que el proceso pueda culminar con éxito, en parte porque el principal responsable de hacerlo es también quien más ayuda a sembrar dudas. La negativa de Trump a comprometerse a reconocer el resultado echa un manto de dudas sobre lo que pueda pasar a partir de la noche del 3. La violencia callejera que fue protagonista todo este año es el último ingrediente de este cocktail explosivo. Son escenarios que incluso en la extrañísima campaña de 2016 hubieran sido considerados inverosímiles, y acá estamos. Al cierre de esta nota, la Casa Blanca notificó que el Presidente, menos de 24 horas después de haber dado positivo de coronavirus, tuvo que internarse y es sometido a un tratamiento experimental. Menuda sorpresa de octubre, pero nadie puede garantizar que vaya a ser la última.