Joe Biden derrotó a Donald Trump, que este fin de semana, a medida que se acumulaban los saludos a su rival de referentes republicanos y líderes de todo el mundo, se quedó sin margen para torcer el resultado de las urnas. La pregunta ya no es si se irá o no sino cuánto daño hará antes de hacerlo. A pesar de haber sido derrotado, el Presidente no perdió su poder de fuego. Y aunque él no quisiera usarlo (y nada nos lleva a ser tan optimistas), a esta altura es algo que escapa a su voluntad.
Contra todos los pronósticos, después de cuatro años de una gestión escandalosa, con un juicio político y una derrota en las elecciones de medio término a cuestas, en medio de una pandemia que ya causó un cuarto de millón de muertes en ese país y de la recesión económica más importante del último siglo, repudiado por buena parte de su propio partido, defenestrado, no sin cierta razón, por prácticamente todo el establishment mediático, Trump amplió su electorado, cuanti y cualitativamente.
A pesar de la derrota y de haber sacado unos cinco millones menos que su rival, el Presidente superó la marca de 70 millones de votos, mejorando más de siete millones su performance de 2016. De hecho, detrás de Biden, que recibió la mayor cantidad de sufragios que se tenga registro, Trump es el segundo candidato más votado de la historia de los Estados Unidos, superando la marca que estableció Barack Obama en 2008. El incremento en el voto, además, se corroboró de manera pareja en prácticamente todo el país.
Pero no sólo eso: pudo ensanchar su base de representación en prácticamente todos los sectores poblacionales, incluyendo a votantes negros y sobre todo a hispanos. Esto no se corroboró únicamente entre los cubanos y venezolanos que le dieron el triunfo en Florida; en Texas obtuvo triunfos históricos para un republicano en el Valle del Río Grande, pegado a la frontera con México. Paradójicamente, su derrota se debe a una fuga importante en el voto blanco de los suburbios que hace cuatro años le había dado la espalda a Hillary Clinton.
El Presidente podrá o no tener sobrevida política a esta derrota. Aunque las costumbres locales indican que los debe retirarse de la vida pública, él no suele atender a costumbres y no hay impedimento legal para que vuelva a ser candidato en cuatro años. Lo que está claro, a la luz de los resultados, es que con Trump o sin Trump las condiciones políticas, económicas y sociales que permitieron su ascenso seguirán estando, acaso más fuertes. Su gestión sólo retroalimentó el suelo fértil que lo había llevado hasta allí en primer lugar.
Es un error, sin embargo, creer que todos los votantes de Trump son racistas,fanáticos religiosos, amantes de las armas, anticomunistas sobreideologizados, están de acuerdo con los campos de concentración para niños en la frontera o condonan la violencia policial. La gran mayoría de su base electoral son comunidades rurales o de pequeñas ciudades, gente trabajadora y no particularmente interesada en política, profundamente conservadora y religiosa, sí, pero muy lejos del estereotipo de redneck con un fusil de guerra a bordo de una camioneta RAM.
La pregunta que cabe hacerse, en todo caso, a la luz de los acontecimientos, y teniendo en cuenta que los climas políticos y sociales corren como reguero de pólvora en este mundo globalizado y comunicado en vivo 24/7, es por qué estas familias, y casi la mitad de los votantes en Estados Unidos, eligieron respaldar al presidente del racismo, la blasfemia en redes sociales, los campos de concentración y la violencia policial antes que a la alternativa moderadísima que ofrecía Biden. Hete aquí el núcleo del disturbio.
Demócratas y Republicanos mantienen desde hace medio siglo, cuando las actas de derechos civiles comenzaron a devolverle a los ciudadanos negros la igualdad ante la ley, una especie de pacto de punto fijo en algunos asuntos económicos y culturales que, junto al nivel alto de autonomía que el sistema político le da a las autoridades estaduales y locales, permitieron gestionar esas diferencias de manera razonablemente exitosa durante lo más álgido de la Guerra Fría y en su largo epílogo neoliberal.
Con el correr de los años, sucedió un juego de espejos: el eje económico de ese acuerdo comenzó, primero despacio y luego cada vez más rápido, a desplazarse hacia la derecha, mientras que el eje cultural, en una dinámica similar pero en sentido opuesto, se corría hacia la izquierda. La cuestión económica se zanjó, como es habitual, a favor de los capitales concentrados y a costa del salario de las clases trabajadoras, en particular a partir de la crisis del 2008, lo que explica, en parte, el recelo contra los demócratas.
La otra diferencia nunca pudo saldarse. A medida que se generalizó el acceso a nuevos derechos en todo el país, comenzaron a ponerse sobre la mesa asuntos que para una parte muy significativa de la sociedad resultan innegociables, como la legalización del aborto o el control de armas. A partir de Obama, pero sobre todo desde la campaña de 2016, esos asuntos ocuparon un lugar central en la agenda pública, consolidando un voto conservador en su contra que, contra muchos pronósticos, demostró que puede atraer a nuevos votantes.
Al mismo tiempo que se multiplicaba la distancia cultural entre los republicanos del centro del país y los demócratas de las costas, la tecnología derribó las barreras que mantenían esas burbujas separadas. Ahora, lo que consideran blasfemo no es algo lejano, como antes, sino que, a través de las pantallas, comenzó a invadir su ecosistema de tranquilidad conservadora del interior. Ese contraste tan fuerte, sumado al malestar económico, es el caldo de cultivo ideal para la desafección democrática de una parte de la sociedad.
Aunque no existen equivalencias, no se trata de un fenómeno unidireccional. La naturalidad con la que se celebró, desde una posición progresista, la decisión de redes sociales o cadenas de noticias de limitar el acceso a los mensajes que dio Trump levanta una alarma respecto a la libertad de expresión y el derecho a la información, dos pilares del consenso democrático que tampoco pueden descuidarse en nombre de un bien ulterior. Preocupa doblemente que la decisión final en esa curaduría recaiga en corporaciones privadas.
Por supuesto, la respuesta a esta tensión no puede ser claudicar en la consecución de nuevos derechos, siempre a través de la construcción de coaliciones mayoritarias, con amplio respaldo político y social. Por eso mismo, es necesario estar doblemente atento para evitar los atajos que trampean a la democracia, aún si circunstancialmente parecen convenientes. El estado de derecho y la política como ámbito para gestionar las diferencias, por profundas que sean, son el único seguro posible para que lo que se avanza hoy no se vuelva en contra cuando cambie el viento.
Es urgente, también, volver a atender el aspecto material del contrato democrático: sin una mejora notable en las condiciones de vida de la mayoría no puede haber un pacto social que sea duradero y provechoso para todas las partes. La salida de la crisis de 2020 no puede ser la misma que la de 2008, que Biden conoce de primera mano. Sólo una vez que esté honrada esa deuda de unos pocos con casi todos podrá comenzar a cerrarse la puerta que abrió Trump. En este contexto, no hacerlo sería suicida.