Cuando las autoridades de la Convención Constitucional entreguen el texto definitivo de la nueva Carta Magna al Presidente Gabriel Boric, Chile ingresará a la etapa final y decisiva de un proceso que inició formalmente con un plebiscito de entrada, en octubre de 2020, pero cuyas raíces se pueden rastrear en sucesivos estallidos sociales, cuanto menos, a lo largo de la última década. Aún si la Constitución que promueve un Estado social y democrático, plurinacional, intercultural, regional, paritario y ecológico recibe su aval popular en las urnas el 4 de septiembre próximo —algo que no está del todo claro—, lejos estará todavía de responder al conjunto de demandas sociales que apuntalaron este camino y siguen latentes, aunque sí estará en la dirección correcta para hacerlo.
A lo largo de 359 días de trabajo, los 154 convencionales elegidos especialmente para cumplir con esta tarea —entre los cuales se reservaron 17 escaños a los pueblos originarios— debatieron en comisiones y luego en el pleno hasta conseguir la aprobación por dos tercios de cada uno de los 499 artículos que forman parte del borrador presentado en mayo pasado. Ese texto fue armonizado en su lenguaje y aspectos técnicos por otra comisión formada especialmente a esos efectos, que presentó, el 14 de junio, un total de 538 indicaciones.
La fisonomía final del texto comprende una docena de capítulos que articulan la columna central del Estado que se pretende gestar en las antípodas del actual: Principios y Disposiciones Generales, Derechos Fundamentales y Garantías, Naturaleza y Medioambiente, Participación Democrática, Buen Gobierno y Función Pública, Estado Regional y Organización Territorial, Poder Legislativo, Poder Ejecutivo, Sistemas de Justicia, Órganos Autónomos Constitucionales, Reforma y Reemplazo de la Constitución y Normas Transitorias.
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“Este proyecto de Constitución es bastante ambicioso, provocador y a la vez, necesario”, define ante El Destape Andrea Gartenlaub, periodista y doctora en Ciencias Sociales de la Universidad de Chile y académica de la Universidad de Las Américas. Y explica: “Ambicioso porque instala una serie de reformas que (tal vez) son vistas como fundacionales e imposibles de implementar en un corto plazo, sobre todo para un gobierno de cuatro años. Provocador porque va en contra varias de las tradiciones chilenas políticas y republicanas”.
En este aspecto, Gartenlaub indica que estas cuestiones se centran en tres grandes aspectos que rompen el ethos histórico institucional del país. “O por lo menos, el que se ha tratado de instalar tras 1833, con un estado fuerte y centralizado. Y estos elementos de cambio son el paso de un estado unitario a uno regional, la desaparición del Senado y la incorporación del concepto de plurinacionalidad”, resalta.
En su primer artículo, la nueva Constitución presenta a Chile como “un Estado social y democrático de derecho”, “plurinacional, intercultural, regional y ecológico”, constituido como “una república solidaria” con una “democracia (que) es inclusiva y paritaria” y que “reconoce como valores intrínsecos e irrenunciables la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza”.
Asimismo, instaura que “la protección y garantía de los derechos humanos individuales y colectivos son el fundamento del Estado y orientan toda su actividad” y “es deber del Estado generar las condiciones necesarias y proveer los bienes y servicios para asegurar el igual goce de los derechos y la integración de las personas en la vida política, económica, social y cultural para su pleno desarrollo.” Todo lo cual contrasta con el espíritu de un Chile que ha hecho de la desigualdad social el lado B y menos narrado, hasta hace poco, de una estabilidad económica ponderada a partir de sus estadísticas macro.
Los siguientes artículos desarrollan la cuestión de la identidad cultural bajo un mismo Estado, uno de los aspectos más resistidos por los sectores conservadores. “La soberanía reside en el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones”, asevera la segunda norma en el texto de la Carta Magna, y las enumera en el quinto artículo: “son pueblos y naciones indígenas preexistentes los Mapuche, Aymara, Rapanui, Lickanantay, Quechua, Colla, Diaguita, Chango, Kawésqar, Yagán, Selk'nam y otros que puedan ser reconocidos en la forma que establezca la ley”.
Sus detractores han hecho hincapié en que quebranta la unidad del Estado aunque la Constitución es clara cuando aclara, en su artículo 3, que “Chile, en su diversidad geográfica, natural, histórica y cultural, forma un territorio único e indivisible.” Insisten el discurso de una nación-un pueblo, conectado a la idea de unicidad racial homogénea, y han conseguido permear hoy este rechazo a un porcentaje importante de la sociedad de la mano de alentar el temor a una potencial fragmentación del país.
“Si bien existe un amplio orgullo sobre nuestros pueblos originarios, éste parece más discursivo, que real. En la Constitución vigente, no existe un reconocimiento jurídico de los pueblos originarios y, en datos, podemos observar que la región de la Araucanía (donde se encuentra la mayoría de la población mapuche en Chile) es el territorio que exhibe los mayores índices de pobreza del país, lo que es una muestra palpable de la discriminación, exclusión, y falta una política de Estado que dé solución a un regazo y racismo histórico”, detalla Gartenlaub.
La Carta Magna habla, a la vez, de un Estado plurilingüe, con el castellano como idioma oficial y el reconocimiento formal también de los idiomas indígenas “en sus territorios y en zonas de alta densidad poblacional de cada pueblo y nación indígena” en donde el Estado promoverá “su conocimiento, revitalización, valoración y respeto”. Lo mismo ocurrirá con los emblemas nacionales —bandera, escudo e himno nacional— sin dejar de reconocer, oficialmente, los símbolos y emblemas de los pueblos y naciones indígenas.
Cambios profundos
“En los 30 años famosos hubo muchos movimientos, Chile no parte el 2019, ni parte el 2011. Los últimos 30 años hubo tremendos avances, la reducción de la pobreza, el acceso al consumo, cuestiones que nadie en su sano juicio podría decir que están mal. Aunque se hicieron de forma que, a algunos, nos hubiera gustado que fueran de otra forma”, dijo Boric en ocasión de la inauguración del año académico del Instituto Chile. El mensaje era un guiño al exmandatario Ricardo Lagos, referente de la Concertación que gobernó el país trasandino entre 1989 y 2010, presente en el salón.
El sociólogo, politólogo y ensayista chileno Manuel Garretón habla de “grandes nudos” que ataron a la vieja Constitución pinochetista de 1980, forjada casi una década antes de la extinción de la dictadura, de forma tal de salvaguardar “los principios centrales del modelo instalado”. Cita los sistemas súper mayoritarios como el Tribunal Constitucional y los quórums especiales para perpetuar el nodo central del modelo neoliberal que cimentó la desigualdad en sus múltiples formas pese a ciertas reformas puntuales llevadas a cabo durante la democracia. Esa deuda histórica, que se manifestó en diversas manifestaciones sociales, terminó por implosionar en septiembre de 2019.
“El país fue tomando conciencia de deudas histórica de largo plazo, algunas ancestrales, como es la subordinación y opresión de los pueblos originarios o la inequidad de género. Hay elementos estructurales que tienen que ver con el modo cómo se constituía la sociedad chilena, cómo se organizaba. Como la excesiva centralización. La ausencia de las regiones y los territorios. Todo eso, de alguna manera, estalló en 2019. Y dio origen a un proceso democrático, pero no institucionalizado, al que la mayor parte de la clase política que entendió lo que estaba en juego buscó encauzar hacia una nueva Constitución resuelta por la ciudadanía y no por las elites cuestionadas. El proceso constituyente, como tal, significó un aprendizaje por parte de sectores que nunca habían participado de la política hasta ese momento”, rememora Garretón ante este medio.
La nueva Constitución “promueve una sociedad donde mujeres, hombres, diversidades y disidencias sexuales y de género participen en condiciones de igualdad sustantiva, reconociendo que su representación efectiva es un principio y condición mínima para el ejercicio pleno y sustantivo de la democracia y la ciudadanía”, según su letra. Además, demanda que todos los órganos colegiados del Estado, los autónomos constitucionales, los superiores y directivos de la Administración, así como los directorios de las empresas públicas y semipúblicas exhiban una composición paritaria de, al menos, el 50% de integrantes mujeres.
Pero también “el Estado promoverá la integración paritaria en sus demás instituciones y en todos los espacios públicos y privados, y adoptará medidas para la representación de personas de género diverso a través de los mecanismos que establezca la ley”. Y exhorta a la Justicia a incorporar la perspectiva de género tanto en su accionar diario como en sus fallos.
En simultáneo, el cambio del Senado de la República por una Cámara de las Regiones que tendrá como objetivo representar a las personas que viven en regiones además de atribuciones legislativas y autonomía económica implica también una respuesta a una de las demandas más solicitadas durante la crisis social de 2019 que no está libre de polémicas. “Ha causado controversia que esta Cámara no cuente con las mismas atribuciones que tiene el actual Senado, asunto que en la práctica haría que el Poder Legislativo pasará de un bicameralismo de la larga data a una estructura unicameral inédita en el país, o como se ha denominado Bicameralismo asimétrico”, grafica Gartenlaub.
Acorde a la investigadora, “si bien es necesario dotar de mayores atribuciones a órganos que representen a las regiones, hay ciertos temores frente a la capacidad de gobernar y co-legislar con dos cámaras de intereses y objetivos distintos. De forma positiva, podríamos esperar que la Cámara de Regiones pudiere articular las demandas regionales de forma representativa y ordenada. Pero, a la vez, hay un temor de que el Legislativo pierda su contrapeso frente al Ejecutivo”. Puntualiza que la Cámara de las Regiones no tendría atribuciones para incidir en el nombramiento de las principales autoridades del Estado ni ser parte de las acusaciones constitucionales a ministros como así tampoco fiscalizar los actos del Gobierno ni de las entidades, una atribución que el Senado sí posee.
La hora de la verdad
A partir del lunes 4 de julio, la sociedad chilena tendrá dos meses para reflexionar sobre la nueva Constitución y el camino que propone para dar forma a un nuevo Estado hasta expresar su decisión en el plebiscito de salida del 4 de septiembre. Desde hace dos semanas ya circula el primer spot institucional que llama a informarse sobre el nuevo texto. “La Constitución es la manera de relacionarnos, cómo vamos a construir los acuerdos y cómo vamos a crecer como sociedad —expresa la voz en off— Este 4 de septiembre vamos a elegir un camino para nuestras vidas y las vidas de las generaciones futuras. Es justo que te informes. Por una Constitución #JustaParaChile”.
Las encuestas hoy no favorecen al “Apruebo”, paradójicamente. ¿Qué sucedió desde aquel 25 de octubre de 2020 cuando el 78,2% se pronunció de manera contundente a favor de una nueva Constitución y el presunto rechazo actual? Para Garretón, “el texto tuvo muchos problemas en su elaboración porque muchas veces se trató de expresiones de identidades y demandas particulares y se volvía muy complejo no acceder a ellas y conformar un texto que permitiera reconstituir una comunidad política rota” y con elevadas expectativas. Hoy, el grueso del debate público sigue girando en torno a cuestiones que se propusieron —en la instancia de comisiones y luego el plenario del cuerpo moderó— y ciertas actitudes de convencionales en vez de centrarse sobre el resultado final.
“Hay una trampa en decir que si llega a ganar el ‘Apruebo’ por muy poco no sería legítimo porque no sería una Constitución para todos. Una Constitución es para todos, aunque no satisfaga necesariamente a todos, porque todos tienen derechos y posibilidad de participar. Por ejemplo, en temas como el estado plurinacional, la opinión está divida. Entonces, ¿se va a imponerse una minoría? ¿O agotada la etapa de debate, solo corresponde la mayoría en aquellos capítulos que provocan divisiones?”, se pregunta el sociólogo.
Y vinculado a la suerte de esta Constitución aparece el gobierno de Boric, otra manifestación del mismo descontento que termina superando a las opciones tradicionales en primera vuelta e imponiéndose a la versión chilena del candidato ultra, disruptivo y populista en la piel de José Antonio Kast por un ajustado 55,8% a 44,1%, mostrando la perpetua fractura de la sociedad chilena. Desde un inicio, el Presidente levantó la bandera del proceso constituyente, la militó y hasta dio el puntapié a un plan de educación cívica de la ciudadanía, pero en paralelo y a medida que se acrecentó el rechazo, procuró tomar distancia para no condicionar su gobernabilidad a futuro, impulsando sus propias iniciativas.
“Creo que la última semana ha sido patente, dando una señal, que es un golpe de timón, presentando uno de los pilares de su programa de gobierno: una reforma tributaria ambiciosa, de gran magnitud y que afecta a amplios sectores de la población, y con la que espera recaudar cuatro puntos del PIB para 2025. Es, tal vez, la reforma más importante de la década y si bien hay consenso en la necesidad de modificar y hacer eficiente nuestro sistema tributario (se ha puesto énfasis en el impuesto a la renta y en el control de la elusión), muchos se preguntan sí es el momento de hacerlo. Por otro lado, ¿si no es ahora? ¿cuándo?”, comenta Gartenlaub.
En su primer mensaje a la Nación como Presidente, y luego en Estados Unidos con motivo de su viaje por la Cumbre de las Américas, Boric habló de transformar el actual “Estado subsidiario” en un “Estado Social”, lo que implica avanzar hacia la construcción de un sistema de bienestar lo suficientemente sólido que incorpore la idea de justicia social en sus múltiples capítulos, desde la educación a la salud y sin olvidar las jubilaciones, y que darían forma a un Chile diferente.
La nueva Constitución, sin dudas, fijaría un rumbo para que un cambio semejante se afiance a largo plazo mediante políticas transversales y, en este largo camino le correspondería a este gobierno sentar los pilares. Aún si fracasara el texto constitucional, las demandas sociales seguirían presentes por lo que no hay tiempo ni márgenes para desperdiciar.