“No puedo volver para fracasar”, dijo Lula en una entrevista en enero de este año. Vestía traje negro, camisa blanca y llevaba el pelo blanco engominado hacia atrás. El dos veces presidente de Brasil todavía no confirmaba su candidatura, pero tampoco ocultaba sus ganas ni sus intenciones. Algo le faltaba para dar el paso final. Para ese entonces ya hacía recorridas y trabajaba para encontrar a su par, su histórico adversario y exgobernador de Sao Paulo, Gerardo Alckim. El movimiento fue calculado para conquistar, al menos, a 78 millones de personas que conforman la mitad del electorado y así cumplir su objetivo: “Volver para recuperar el prestigio internacional de Brasil y para que el pueblo pueda comer tres veces al día”.
En otra escena, meses más tarde, Luiz Inácio Lula da Silva ya es candidato a la presidencia. Se muestra fuerte y activo. A los 76 años, el metalúrgico, no se oxida. Lo dejó en claro en un tuit que lanzó al ciberespacio con una foto en ropa deportiva haciendo pesas. Causó furor. Ahí, escribió que amanece a las 5.30, va al gimnasio y que quiere vivir hasta los 120 años. Tiene las arrugas bien marcadas y la voz con carraspera, pero asegura gozar de la vitalidad de una persona de 30. Es dueño de una sonrisa simpática y encantadora. Socarrona, de vez en cuando. No faltan las veces en las que frunce el ceño. El surco en la frente pareciera que le llega al corazón, se lo parte en dos y lo hace denunciar ante la prensa que Brasil fue destruido y que él fue un perseguido político.
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Se prepara para una nueva batalla para llegar por tercera vez al Palacio del Planalto, el 1 de enero de 2023, tras las elecciones que disputará el 2 de octubre. No es tarea sencilla describir a un pedazo de historia contemporánea.
En un metro y 68 centímetros de cuerpo condensa las responsabilidades de muchas versiones de sí mismo: el niño pobre de Pernambuco, el tornero mecánico que le falta un dedo y el líder sindical –autoproclamado ‘apolítico’- que llevan en andas y llora de emoción ante una multitud de trabajadores en la primera asamblea tras la dictadura. El fundador del Partido de los Trabajadores (PT) suma en su haber la experiencia de haber cumplido dos mandatos presidenciales y 580 días de prisión por algo que no hizo.
Dijo, más de una vez, que nunca había soñado con ser presidente. Sus sueños eran de corto alcance porque había que sobrevivir. Es hijo de una madre soltera, menor de cinco hermanos y tres hermanas. El primero en profesionalizarse en el seno de una familia que, en la década de 1950, viajó en camión durante 15 horas para llegar a San Pablo y dejar atrás al hambre. Trabajó desde niño y forjó su carrera política en el cordón industrial de San Bernardo do Campo.
“Mi elección rompió muchos preconceptos. Yo tengo que demostrar todos los días que soy capaz”. La reflexión es de 2010, durante una entrevista para el documental Presidentes Latinoamericanos emitida por Canal Encuentro.
Nadie en la historia de su país fue tantas veces candidato. Se presentó siete veces, es decir, en casi todas las elecciones desde el comienzo de la democracia: en 1989; en 1994; y en 1998. Con tres derrotas al hilo su liderazgo fue puesto bajo cuestionamiento internamente, pero darse por vencido no pareciera figurar en el diccionario de posibilidades de Lula. Junto con el multimillonario empresario liberal José Alencar como vicepresidente, en un guiño a sectores conservadores, ganó contra José Serra en segundo término.
Con la emoción sostenida en la garganta habló por primera vez en cadena nacional: “Si había alguien en Brasil que dudara de que un tornero mecánico, salido de una fábrica, llegaría a la Presidencia de la República, 2002 probó exactamente lo contrario. Y yo, que tantas veces fui acusado de no tener un diploma superior, ganó, como primer diploma, el diploma de presidente de la República de mi país”.
En 2006, venció a quien hoy lo acompaña en la carrera, Gerardo Alckmin. Y, en 2010, dejó su lugar a su alfil político, Dilma Rousseff. En 2018, lo que muchos conocemos: la proscripción y la cárcel.
Brasil, cuarta potencia
“Adoro a este hombre, es el político más popular del mundo”, las palabras del ex mandatario de Estados Unidos Barack Obama se escucharon a través de los micrófonos en la previa a la reunión del G20, que se realizó en Brasilia, en 2009. Para ese entonces, el país transitaba uno de sus mejores momentos económicos desde la década de 1960. Se posicionó como cuarta potencia mundial y cosechó elogios hasta de sus adversarios. El primer presidente obrero dejó su cargo con el 80 por ciento de aprobación.
Según los números de la Encuesta Nacional por Muestreo de Domicilios (PNAD, por sus siglas en portugués), elaborada por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), entre 2001 y 2009 el ingreso del 10% más pobre casi se duplicó (su crecimiento fue de 91%). Brasil, entonces, salió del Mapa de Hambre de la ONU.
El panorama actual es bien distinto en el país gobernado por el dirigente de extrema derecha Jair Bolsonaro. Hoy la red Penssan (Red Brasileña de Investigación en Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional) estima que hay 33 millones de personas que sufren hambre y otras 115 millones con algún tipo de inseguridad alimentaria. Por esto, hay quienes entienden que más allá del tinte ideológico, los comicios de este año estarán definidos por el pulso económico.
El sueño de una vida tranquila
En la entrevista con Daniel Filmus para Encuentro, Lula mira para arriba, como intentando materializar lo que su cabeza imagina cuando finalice su mandato. “Voy a tener una vida tranquila”, presumió. Su intención era regresar a San Bernardo do Campo, a 600 metros del sindicato que lo crió. Seguir su vida, junto con Marisa Leticia, su esposa por más de 40 años, y sus hijos.
Casi un año más tarde, le diagnosticaron cáncer de laringe y proliferaron las denuncias por corrupción presuntamente cometidas durante su gestión. Con un hilo de voz, desde el hospital Sirio Libanes en donde fue atendido, pronunció una verdad conocida: “Estoy preparado para enfrentar más de una batalla”.
La oración podría tomarse a modo de consecuencia de razonamientos o –con el diario del lunes- como premonición, porque las historias de película que lo invitaron a sobreponerse atravesaron su vida. Enviudó apenas dos años después de casarse con Lourdes, su primera esposa, a quien diagnosticaron con hepatitis. Estaba embarazada de ocho meses y el niño que gestaba también falleció. En plena dictadura militar, en 1980, un cáncer se llevó a su madre mientras estaba preso. Salió para el funeral y sus propios compañeros no querían dejarlo regresar.
No fue suficiente. El 31 de agosto de 2016, cerró el impeachment contra Dilma, que la expulsó del Ejecutivo en lo que se conoce en la región como parte de la ola de “golpes blandos”. El PT atravesó su peor momento político. El 3 de febrero de 2017, Marisa Leticia Lula da Silva murió tras sufrir un derrame cerebral en su casa.
El legado, trascender
“Yo no pararé porque yo no soy un ser humano, soy una idea, una idea mezclada con la idea de ustedes”. Una vez más, a Lula lo alzaron en andas. Tenía la barba desprolija, el pelo despeinado y una remera azul. Era 7 de abril de 2018 y hacía dos días que permanecía atrincherado en el sindicato metalúrgico. Entre la multitud estuvieron presentes distintos líderes de izquierda que se habían alejado. Guilherme Boulos, del PSOL, es un ejemplo. Ante esas cientos de personas, se ofreció una misa en memoria de Marisa Leticia y Lula aprovechó el momento para anunciar que se entregaría a la Justicia.
Estaba enojado, indignado y, también -decía-, con la certeza de que se probaría su inocencia. Supuso que serían no más de diez días. El máximo dirigente político del PT había cosechado diez causas por corrupción, tráfico de influencias y sobornos. Dos condenas efectivas, a 8 y a 12 años, lo llevaron a una celda de 15 por 15, en Curitiba.
Manuela Dávila fue candidata a la Vicepresidencia mientras Lula estuvo proscripto, en 2018. Perdió ante Bolsonaro. En el podcast La Revancha, de Cenital, aseguró que Lula “nunca había contemplado la posibilidad de no presentarse (ante la Justicia) porque sabía que eso podía generar violencia en la población”. Y así fue como se entregó, caminando entre la militancia que prefería bloquear el camino para evitar el destino ya firmado.
En los 580 días de condena que cumplió, fallecieron su hermano mayor, Genival Inácio “Vavá” da Silva; y su nieto Arthur, de 7 años.
Cuando salió, otra vez, acompañado por una multitud, la escena se pintó de rosa. Un beso con Janja, una socióloga feminista del partido, imprimió un bálsamo de ternura romántica a la campaña que inició con la noticia de que la pareja se casaría en los próximos meses. Ese día, a la remera negra, le sumó un saco que le puso un toque sobrio al acto más allá del cabello despeinado.
Lula y Janja se casaron, efectivamente, en mayo de este año.
El encantador de serpientes
“Tenemos que saber que Lula siempre ha hecho alianzas amplias”, dijo Dávila y definió a su referente político como un hombre “comprometido con su pueblo trabajador” con capacidad “política y emocional de tener una relación verdadera con el pueblo”.
La alianza actual concretada por el PT da cuenta de la síntesis pragmática para ampliar los márgenes de maniobra una vez en el poder: son diez los partidos que apoyan su candidatura. El número histórico probablemente haya sido concedido por una capacidad especial que, en medio del debate presidencial, le concedió Ciro Gomes –ex aliado y ahora contrincante-: ser “un encantador de serpientes”.
Todos los Lula que confluyen en el hoy candidato a la Presidencia, se avizoran como el próximo mandatario del país más grande de Sudamérica. Todos ellos, miran el panorama con cautela y hacen una cuenta: no se trata sólo de ganar una elección, después, hay que gobernar para reconstruir al país. Para que la máquina funcione (o para no fracasar), Lula sabe, necesita de millones voluntades.