Lo ocurrido en Brasilia este 8 de enero en la Plaza de los Tres Poderes es un hecho bisagra en la política brasileña y regional. Miles de personas pertenecientes a las fuerzas bolsonaristas organizadas ingresaron a los edificios de Planalto, sede del Ejecutivo, el Congreso y el Palacio de Justicia, en contra de la asunción de Lula Da Silva como presidente de Brasil. El hecho, evidentemente, abre un escenario condicionante para llevar a cabo una gobernabilidad sosegada y muestra la conflictividad creciente en Brasil. ¿Cuáles son las acciones que debería llevar a cabo el flamante Presidente para abrir camino al programa popular? ¿Qué medidas son atinadas para la construcción de un poder de fuego político suficiente?
Luego del ballotage, donde resultó ganador Lula da Silva con el 50,9% de los votos, sobre el 49,1% del bolsonarismo, como primera medida reaccionaria, los seguidores del ex capitán del Ejército de Brasil comenzaron a tomar carreteras por todo el país, en desacuerdo con los resultados. Jair Bolsonaro, que hasta el día de hoy no reconoció explícitamente la derrota en la contienda, emitió pocos pero variados mensajes ambiguos, y partió hacia Florida, en los Estados Unidos, a escasas horas de culminar su mandato para no participar de la entrega del mando presidencial.
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Las fuerzas de seguridad nacionales y estaduales intentaron dispersar las manifestaciones de la derecha que, sin embargo, no cesaron. En algunas regiones, las fuerzas del orden se mostraron indiferentes y se vieron también imágenes de patrulleros apoyando las protestas. Los seguidores del expresidente lograron montar un campamento en Brasilia, capital de Brasil y sede de los 3 poderes de gobierno, a pocos días de la derrota en segunda vuelta.
En este contexto, se fue conformando una junta de transición, presidida por el vicepresidente electo Gerarldo Alckmin, un centrista que representa los intereses de la poderosa burguesía paulista en el seno del nuevo gobierno. Alckmin, junto a un equipo técnico y político de más de 50 personas, lograron dialogar exitosamente con los miembros del gobierno saliente, ya más en manos del vicepresidente Hamilton Mourao, expresión más acabada del “Partido Militar” que del neofascismo bolsonarista.
Sin embargo, dicha transición tuvo varios impasses, con protestas, destrozos y hechos vandálicos, amenazas de bomba y, al menos, dos de ellas reales aunque desactivadas a tiempo. El 31 de diciembre, un día antes de la transición presidencial y antes de viajar a los EEUU, Bolsonaro repudió el intento de acto terrorista de George Washington de Oliveira Sousa, arrestado los últimos días de diciembre, cuando se aprestaba a hacer estallar un camión bomba en el aeropuerto de Brasilia. “Nada lo justifica. Un elemento, que fue capturado, gracias a Dios, con ideas que no están en línea con cualquier ciudadano”, indicó el presidente saliente.
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El 1 de enero, Luiz Inacio Lula Da Silva, asumió por tercera vez la presidencia de Brasil, ante un gran operativo de seguridad que permitió el ingreso de 40000 seguidores del ex metalúrgico. Allí denunció al gobierno anterior, indicando que “dilapidaron empresas estatales y bancos públicos; se entregó el patrimonio nacional. Los recursos del país fueron saqueados para satisfacer la estupidez de los rentistas y accionistas privados de las empresas públicas. Es sobre estas terribles ruinas que asumo el compromiso, junto con el pueblo brasileño, de reconstruir el país y hacer de nuevo un Brasil de todos y para todos”.
Lula, en su segundo día de mandato y en consonancia con su discurso de asunción, decretó medidas para retrotraer políticas impulsadas por el gobierno anterior. Algunas de ellos fueron la suspensión de la política de flexibilización para la adquisición de armas, el inmediato retiro del programa de privatizaciones de sectores de la gigante petrolera estatal Petrobras, la de logística de los Correos, la Empresa Brasileña de Comunicación (EBC) y la red de medios públicos. También se restableció el Fondo Amazonia, destinado al desarrollo productivo de las comunidades amazónicas y, en materia social, se firmaron medidas provisionales en relación al salario, y en un relanzamiento del Programa “Bolsa Familia”, el más exitoso de los gobiernos petistas del ciclo 2003-2016.
Brasil y el conflicto político en la región
En consonancia con lo que venimos observando en la región, las victorias electorales no garantizan la gobernabilidad. Vivimos un momento histórico en toda América Latina donde las disputas políticas y el enfrentamiento de fuerzas sociales se profundizan. El escenario está marcado por la evidente ruptura del denominado “consenso democrático” por parte de la derecha política, muy bien articulada regional y globalmente, que ha consolidado también unas pequeñas pero muy intensas fuerzas de choque callejeras, de tintes neofascistas.
En el caso brasilero, unos 10 mil seguidores bolsonaristas tomaron la Plaza de los Tres Poderes con la fantasía de intentar forzar una intervención militar que, por ahora pareciera, está lejos de suceder. La convocatoria la realizó, principalmente, el autodenominado “Movimiento Patriota”, a través de grupos de Telegram. Además, según la empresa de análisis de datos Palver, que monitorea a 17 mil grupos de whatsapp,se usó la expresión “fiesta de Selma” para convocar, realizando una burda comparación con la marcha de 1965 que convocó Martin Luther King en aquella ciudad de Alabama por los derechos civiles. Sumado a esto uno de los chats más activos difundió en los días previos al ataque, una especie de manual del buen invasor a los poderes del Estado.
Llegaron en colectivos desde distintos puntos del país, mientras un abultado sector de seguidores partió desde el campamento civil que desde hace días estaba en las puertas del Cuartel General del Ejército en Brasilia, reclamando la “Intervenção militar”. Las imágenes comenzaron a circular por las redes sociales, logrando un alcance internacional del hecho en cuestión de minutos. Las consignas tenían a “Dios, Patria y Libertad” como ejes del argumento político para realizar la toma, utilizando picos y piedras para llevar a cabo los destrozos.
Horas después el presidente Lula ordenó el desalojo de quienes se encontraban dentro de las instalaciones gubernamentales. Las detenciones llegaron a 1500 personas por los disturbios sucedidos. Ibaneis Rocha, gobernador del Distrito Federal (DF) de Brasilia, y Anderson Torres, su Secretario de Seguridad Pública, fueron sindicados como los principales responsables políticos de lo sucedido.
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A horas de las tomas de las sedes nacionales de los poderes de la República, Lula desde la Ciudad de San Pablo decretó la intervención federal de las fuerzas de seguridad de Brasilia, señalando a Anderson Torres como el principal responsable de lo sucedido. En línea con la decisión del nuevo titular del Poder Ejecutivo, el Supremo Tribunal Federal de Brasil (STF), presidido por el Juez Alexandre De Moraes (un derechista, que supo ser afiliado al PSDB), suspendió por 90 días en el ejercicio de sus funciones al gobernador de Brasilia, el bolsonarista Ibaneis Rocha, por su supuesta omisión a la hora de detener a la horda bolsonarista.
El martes 10 de enero, el STF ordenó la detención del exministro bolsonarista Anderson Torres y del ahora excomandante de la Policía Militar de Brasilia, Fábio Augusto Vieira, llevada a cabo en cumplimiento de una petición de la Abogacía General del Estado. El jueves 12 de enero salió a la luz pública que, en el allanamiento a la casa del exministro Torres, se encontró un proyecto de Decreto del bolsonarismo donde se anulaban los resultados de las elecciones presidenciales, en aplicación del artículo 136 de la Constitución brasileña que establece la institución del Estado de Defensa.
Pese a la gran demostración de una robusta, organizada y enquistada derecha, con demostradas conexiones con el exterior, lo acontecido hasta el momento arrojó una victoria política para el presidente Lula y su ministro de seguridad. A la rapidez y la contundencia de la respuesta, acordes al momento crítico vivido, se le suma el robusto alineamiento de actores, económicos, políticos e institucionales, con que cuenta el nuevo gobierno petista.
El mandatario se apersonó en el epicentro de los hechos el lunes 9 de enero, al día siguiente de los hechos. Con esto, Lula mostró control sobre las fuerzas de seguridad y, luego del diálogo con gobernadores y el Cuartel General del Ejército, pudo aislar y expulsar los núcleos golpistas, y evacuar el campamento de activistas fascistas a pocos kilómetros de la sede de Gobierno.
La emergencia neofascista
Los neofascismos, articulados internacionalmente por operadores como el trumpista Steve Bannon, han ganado legitimidad en un amplio sector de la población latinoamericana. La crisis global de la pospandemia se expresa en un aumento mundial de la pobreza y el hambre, mientras una minúscula aristocracia financiera y tecnológica mundial juega con la desestabilización económica y política si no son cumplidos sus intereses en cada territorialidad del planeta, con poderes judiciales que hacen lo propio en el armado de causas para la proscripción de proyectos políticos, y las herramientas digitales de disciplinamiento y generación de sentido común se han sofisticado.
El conflicto que se hace presente a tan solo una semana de la investidura de Lula es la expresión de la amenaza latente sobre los pueblos de nuestra región y el mundo, pero también de las fortalezas que los proyectos políticos de base popular pueden tener, aunque a veces naveguen en amplias y no siempre felices alianzas económicas y políticas.
El golpe al lulismo, apenas asumió las riendas del gigante del sur, vuelve a poner sobre la mesa preguntas para las militancias del campo popular: ¿nos encontramos frente a batallas políticas decisivas? ¿Cómo transformar la crisis en oportunidad efectiva? ¿Cuáles son las deudas ineludibles del Estado?
Las instituciones crujientes y la conflictividad creciente llaman a protagonizar desde las calles y los territorios sociales en sentido amplio, los acontecimientos que enfrenten las fuerzas sociales. En Brasil, lo que está en juego, más allá de las figuras y los nombres propios, es un proyecto que ha demostrado ser capaz de redistribuir la riqueza y profundizar el acceso a derechos sociales, frente a un creciente aumento de la violencia política y una crisis del sistema democrático, que le costó al pueblo 600 mil vidas en manos del Covid-19 y 20 millones de nuevos pobres.