Por Mariángeles Castro Sánchez, docente e investigadora, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.
Las vacaciones en familia son una época para generar recuerdos. Como mamás y papás, solemos compartir retazos de escenas notables en nuestras redes sociales, encendidos por los momentos vividos y deseosos de eternizarlos. Sin sospechar que esta actividad, que abarca los posteos que se concretan en términos de rol, se denomina sharenting y consiste en una interpretación del propio ejercicio parental a través de la publicación de información y fotografías de nuestros hijos.
Aquí el afán por consolidar un espacio donde revivir instantes memorables, o por confeccionar un repositorio que nos trascienda y sea recuperado por generaciones venideras, nos empuja hacia zonas de peligrosos grises. Aunque se trate de una costumbre frecuente y aparentemente inofensiva, demanda nuestra atención. Porque, pese a que mucho se ha escrito sobre el tema, es evidente que todavía no se ha popularizado como para instalarse en la conciencia colectiva.
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En todos los casos, el sharenting es una práctica cuestionable, que merece una reflexión personal y social, así como una toma de acción precisa por parte de madres y padres. Porque seguimos haciendo públicas imágenes de nuestros hijos sin pensar en las posibles consecuencias de nuestra conducta, presentes y futuras. Derivaciones que no somos capaces de imaginar siquiera, por lo que una opción prudencial sería abstenernos de hacer circular cualquier tipo de dato que los involucre.
El enfoque por diseño es lo nuevo en materia de defensa de los derechos de la niñez en entornos digitales. Se trata de ámbitos configurados para ser habitados y operados por niños y niñas, con el fin de que puedan aprovechar las oportunidades que la vida digital les ofrece. Para Jose Van Dijck, investigadora de la Universidad de Ámsterdam, las plataformas no son solo mediadoras, sino que moldean la performance de los actos sociales que en ellas se desarrollan. Al tiempo que los facilitan, los están pautando, predefiniendo. De ahí la importancia de contribuir a la construcción de buenos moldes, respetuosos y protectores.
Lo cierto es que, como adultos, compartir online información propia es una decisión que asumimos -con mayor o menor conocimiento y libertad-, cuyos efectos recaen sobre nosotros mismos. En cambio, al exponer nuestros vínculos en contextos que escapan a nuestro control, queda flotando la pregunta de hasta dónde se extiende nuestra persona digital y empieza la de nuestros hijos. La complejidad de la situación reclama ser precavidos siempre.
Adicionalmente, el principio de progresividad es una referencia insoslayable. A medida que los chicos crecen van adquiriendo autonomía y ampliando su capacidad de participación en asuntos que los afectan de manera directa. Por eso, cabe que sean consultados antes de protagonizar una historia familiar en Instagram, por ejemplo. Y esta consulta es el pie perfecto para conversar sobre qué entraña publicar información online y cuáles son los beneficios de una autorrepresentación relacional frente a audiencias desconocidas. Tanto nosotros como ellos tenemos que saber que cualquier posteo es público y que va perfilando una huella digital que supone una pérdida de la intimidad.
Por encima de todo, la privacidad de niñas y niños debe ser resguardada. Y debe entenderse como algo relevante y delicado, conectado con el acceso a uno mismo, al propio mundo interior y a la dignidad personal.
Siendo conscientes de esto, podremos decidir qué riesgos tomar, como así también qué consultas hacer y permisos pedir antes de divulgar ciertos datos. Especialmente en esta temporada del año, en que las vacaciones familiares comienzan y las publicaciones se multiplican.
Con información de Télam